– Acabas de darme la solución. Pagamos las deudas y después, con la misma empresa, contratamos la precampaña y la campaña electoral y se lo pagamos todo ya.
– Se quedarían de piedra.
– Que se queden como les dé la gana. Nadie rechaza dinero por adelantado, por muy negro que sea. No seríamos los primeros en pagar así.
– No nos precipitemos. Es demasiado dinero y levantaríamos sospechas. Hay que pagar las deudas. Después, encargar la precampaña y la campaña a empresas distintas y pagar poco a poco.
– Buena idea, pero mientras tanto el problema de la maleta continúa -de repente a Petit se le ocurrió una idea-. ¿Por qué no la escondemos en el falso techo del primer despacho, el que hay en la entrada de la sede? Allí estará segura. Es un trastero y no entra casi nadie.
– Escucha, Francesc, no hagamos locuras. Parecemos dos personajes de sainete. Podemos dejar el dinero en una caja de seguridad privada de un banco.
– Te ha costado pensarlo.
– Pues claro: jamás he usado dinero negro.
17
El director de El Liberal estaba masticando una manzana. Había comido con Jesús Miralles en su despacho, en la mesa en donde el consejo de redacción celebraba las reuniones cada día. En el mismo diario, que disponía de un buffet en la planta baja, les habían servido la comida: un plato de lentejas, emperador con lechuga y, de postre, la manzana. Para beber, agua. Con los ojos clavados en la mesa, el director estaba pensativo. Miralles había ido a la sala a por dos cafés. Pere Mas reflexionaba sobre lo que, sin apenas probar bocado, le había contado el redactor de sucesos. Le parecía una historia increíble, aunque siendo redactor de El Liberal había visto y redactado de todo respecto al tema de la prostitución. Era cierto que la trata de blancas, e incluso la prostitución de menores, ya no causaba tanta sensación entre los lectores. Desde que, en Valencia, en 1986, tuvo lugar el primer gran escándalo de prostitución de menores del Estado, la intensidad de las noticias referidas al tema había bajado. Algo semejante ocurría con la corrupción política. Los lectores parecían inmunizados y sólo la insistencia de los medios críticos con el partido en el Govern hacía que lo casos de ese tipo aún tuvieran un eco especial.
El jefe de deportes entró al despacho. Tenían que hablar de los suplementos especiales sobre el Valencia C.F., aún pendientes de ajuste, pero el director le dijo que se reunirían más tarde. Tras él vino Miralles con los dos cafés. Sacó la petaca:
– ¿Puedo?
– Por supuesto.
– ¿Te apetece?
– No, gracias -Pere bebió un poco de café-. Estaba pensando que… ¿y si todo se reduce a una venganza de esa chica rusa, al resentimiento y a la impotencia por no poder encontrar a su hermana?
– No creo que se haya inventado los numeritos sexuales de Lloris.
– No lo digo por eso, sino por lo que ella asegura, que una de las casas que alojan prostitutas inmigrantes es suya. Eso le implicaría. Resulta inverosímil que un empresario como Lloris esté metido en algo tan tétrico. No es un hombre de conducta intachable, pero tampoco me parece tan idiota. Baulenas, el de economía, me ha dicho que su asesor es un joven inteligente que ha puesto orden en sus empresas y que está encauzando su imagen social. Lo último que haría un individuo mezclado en asuntos turbios sería intentar conseguir crédito social. Al contrario, procuraría pasar desapercibido. Además, estamos ante un caso del que, si lo destapamos, seremos los únicos responsables, ya que ella, por lo que me has contado, no puede dar la cara. La denuncia sería exclusivamente nuestra.
– Lo contrastaremos todo.
– ¿Cómo? ¿Infiltrándote en la organización? No tienes pinta de macarra.
– Además me conocen. Suelo ir mucho al Jennifer.
– ¿Cómo te las arreglarás?
– Tengo contactos.
– ¿Dentro?
– Cerca.
– No puedes ir haciendo preguntas a diestro y siniestro.
– No lo haré. ¿Pretendes enseñarme cómo hacerlo?
– Ni se me pasaría por la cabeza, pero necesitarás que alguien te ayude.
– Sé que ya no tengo los reflejos físicos y mentales de antes. Con todo, quiero llevar este asunto solo. Si me hace falta, ya pediré ayuda.
Pere Mas guardó silencio. Meditó lo que quería decirle para que no se sintiera ofendido. Pero la amistad y la confianza que se profesaban hicieron que no se demorara:
– Jesús, quiero que lo entiendas desde el aprecio que te tengo.
– Suéltalo.
– ¿Te tomas este asunto como algo personal?
– Supongo que lo dices por mi hijo.
Pere Mas no respondió.
– Tengo la ocasión de ayudar a alguien y, si no lo hiciera, no me lo perdonaría. No busco una rehabilitación familiar. Necesito un ajuste de cuentas conmigo mismo. Quizá así me deshaga de la sensación de inutilidad que me embarga.
– Bien… hablemos del caso.
– Conocerás todos mis pasos, pero no hace falta investigar mucho.
– ¿Tú crees?
– Seamos francos, Pere. Al diario lo que más le interesa es si Lloris está en el tinglado o no.
– Es la noticia del año.
– Descubrir eso no me llevará mucho tiempo. Ahora bien, intentaré llegar, además de a Lloris, hasta donde pueda y sea prudente hacerlo.
– ¿Estás seguro de que no necesitas ayuda? Un subordinado, alguien que…
– De momento, no. Cuanta menos gente, más discreción.
– Le diré a Adelina que estarás unos días sin venir.
– No me echará de menos.
Elegido nuevo secretario general de los socialistas en su último congreso, Joan Albiol hacía constantes equilibrios para mantener en calma a los diversos sectores del partido. Los socialistas valencianos eran, con diferencia, la federación del PSOE con más problemas internos. A menudo parecía que, más que pluralidad de opiniones ideológicas, en el seno del partido lo que había era multiplicidad de intereses personales. Joan Albiol era el resultado de esas circunstancias. Liderando una facción que no era ni mucho menos mayoritaria, se convirtió en secretario general por un escaso margen de votos de diferencia sobre el segundo candidato, pactando con unos y otros. Pero la calma actual era más bien precaria. Por una parte, la ejecutiva federal del PSOE, también con un secretario general reciente, había impuesto el orden; por otra, la quietud reinante entre las diversas tendencias se debía más que nada a la fatiga causada por tres años de luchas internas, alimentadas en buena medida desde Madrid por el anterior secretario de organización, Torquat Almenar, valenciano que aspiraba -mediante el caos provocado por él mismo- a presentarse como salvador de la situación. Una especie de bombero pirómano. En todo caso, una tregua hasta las próximas elecciones.
Para intentar pacificar el partido y compensar proporcionalmente a las múltiples tendencias, disponía de una mayoría exigua en el comité nacional y, aun así, no era de absoluta confianza. Albiol era consciente de que los resultados de las próximas elecciones determinarían su futuro político. No lo tenía fácil, lo de ganarlas o al menos romper la mayoría absoluta de la derecha. A la dificultad para presentarse ante los electores como alternativa viable y seria se añadía el papel del Front, que crecía, en gran parte, a costa de los socialistas. Para Albiol, llegar a un acuerdo con ellos era algo prioritario, que no sólo consideraba de extrema urgencia, sino que, además, prefería llevar a cabo personalmente.
La tarde anterior, Joan Albiol llamó a Francesc Petit pidiéndole una reunión para la mañana siguiente. Petit puso una condición: que se hiciera pública. De ese modo Horaci Guardiola no le reprocharía el no haber escuchado a los socialistas.
A las once de la mañana, Albiol y Petit posaban para la prensa gráfica ante la puerta de la sede central de los socialistas. Apenas acabó la sesión fotográfica, anunciaron que, después de la reunión, tendría lugar una rueda de prensa. Por exigencias de Petit, en la reunión sólo estarían ellos dos. Se dirigieron al cuarto piso, al despacho de Albiol.