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Antonio encendió un cigarrillo.

Cada mujer, prosiguió el camarero, les deja un beneficio de entre quince y veinte millones de pesetas anuales. Lo podía demostrar con un sencillo cálculo que ya había hecho varias veces. A lo que se añadía el suculento negocio que se habían montado con algunos países árabes. Multimillonarios que pagaban enormes sumas a cambio de checas, polonesas, rusas… Rubias, altas, delgadas, de piel blanca. No querían negras ni sudamericanas. ¿Las obligaban? No hacía falta. La mayoría se iban con la promesa de ganar mucho dinero. Otras lo hacían porque tenían que pagar sus deudas a la organización. Dentro de ese entramado, rebelarse era fatídico. No hay ningún problema en deshacerse de una mujer cuya identidad es falsa.

19

Al día siguiente de la reunión con Joan Albiol, los diarios dedicaban un generoso espacio al encuentro. El Liberal incluso lo destacaba en portada, con una foto de ambos secretarios generales dándose un satisfecho apretón de manos bajo un titular elocuente: «Socialistas y nacionalistas perfilan un acuerdo electoral». En su despacho, Petit y Marimon leían ávidamente las informaciones. La noticia superaba con creces el impacto previsto por Petit. Todo se había salido de madre a consecuencia de la rueda de prensa posterior, en la que Joan Albiol, junto a un secretario general del Front que asentía, declaraba que ambos estaban de lo más satisfechos tras el encuentro. Tenían la inaplazable voluntad de reunirse más a menudo, ya que hacían falta más encuentros para acabar de perfilar los acuerdos iniciales. Por prudencia, pues, preferían hacerlos públicos más tarde, cuando fueran definitivos. Con todo, pese al tiempo transcurrido sin mantenerse en contacto, preveían un final feliz, aunque, insistían, era mejor guardar aún ciertas reservas.

– Francesc, me parece un poco exagerado.

– Y a mí, pero Albiol necesitaba dar la impresión de que el encuentro había sido fructífero.

– Será frustrante que no se llegue a nada.

– Lo será para ellos, que necesitan el pacto. Nosotros les hemos dejado bien claro a los nuestros qué vamos a hacer. Además, si observas las informaciones te darás cuenta de que apenas intervine en la rueda de prensa, y nunca para dar por hecho, ni siquiera insinuar, el acuerdo. La verdad es que estas informaciones, en lo que respecta a Horaci, son una buena coartada: hemos hablado con los socialistas, pero por culpa de sus exigencias inadmisibles no ha sido posible el acuerdo.

– Es una buena estrategia.

Petit cerró el diario.

– Oye, Vicent, he pensado que podríamos retocar un poco la sede.

– ¿Con el dinero negro?

– No hay otro. Este despacho es una porquería. Y mira el ordenador -Petit orientó la pantalla hacia Marimon-, debe de tener un siglo.

– Ocho años. Haz lo que quieras, eres el secretario general, pero mi consejo es que no se toque el dinero. Primero, las deudas. Después de las elecciones, con el dinero que nos corresponda por los parlamentarios y con la asignación institucional para gastos, ya retocaremos lo que sea. Si nos metemos en obras no sé cómo lo explicaremos en la ejecutiva, ni siquiera nos han concedido el crédito.

– ¿Y el ordenador? ¿No podríamos cambiarlo? Tendrías que haber visto el despacho de Albiol, parecía el del director general de la Ford.

– En política, los despachos son directamente proporcionales a los votos.

– Como mínimo, el despacho de un secretario general tendría que estar presentable. Y a mí los bordes de la mesa se me quedan marcados en los brazos. Cuando tengamos diputados no sólo cambiaremos el despacho, sino también la sede. Se nos ha quedado pequeña. ¿Cuánto nos darían ahora por nuestro local?

– Sin contar hipotecas, unos cuarenta millones.

– Pues con los cuarenta que nos den y con cuarenta más nos compramos otro más grande y vistoso. En la Avenida de Aragón…

– Con ochenta millones no compras ni un quiosco en la Avenida de Aragón. No tienes ni idea de lo que ha subido el metro cuadrado en Valencia. Olvídate de una nueva sede. Y de tu despacho ya hablaremos.

– Confío en que sea proporcional a los votos. ¿Almorzamos?

El móvil de Petit sonó. Antes de responder miró la pantalla.

– ¿Te imaginas quién es?

– ¿Quién?

– La omnipresente señorita Júlia Aleixandre.

– Un momento, Francesc, no contestes -Marimon se levantó al acto y cogió el móvil-. Lo haré yo.

– ¿Por qué?

– Tengo una idea -el móvil seguía sonando-. Tengo una idea -repitió excitado mientras abría la tapa del móvil y, a la vez, le pedía paciencia a Petit con las manos. Respondió-. ¿Sí?

– Francesc…

– ¿De parte?

– Júlia Aleixandre.

– Ahora mismo está reunido. ¿Puedes llamarle dentro de diez minutos?

– Sí. Dile que quiero hablar con él.

– Se lo diré -cerró el móvil.

– Explícame tu idea.

– ¿Sabes por qué llama?

– Por la reunión con los socialistas.

– Exacto. Ha leído la prensa y ha sacado sus conclusiones.

– Claro, cree que estamos a punto de llegar a un acuerdo.

– Tenemos una oportunidad brutal para devolverles la pelota: el crédito, a cambio de romper el pacto con Albiol. Tienes que vendérselo como si ya fuera cosa hecha.

– Me gusta, me gusta…

– Y ahora viene lo mejor: no queremos ciento veinticinco millones, sino doscientos.

– ¿Doscientos? Hostia, Vicent, no lo aceptará de ninguna manera.

– Ponte como un mulo, resiste. Siempre estarás a tiempo de negociar ciento cincuenta. No perdemos nada por intentarlo. Ya tenemos dinero. Si le sacas doscientos, justificaremos mejor los cuatrocientos en negro.

– Por fin has tenido una idea digna de un responsable de finanzas.

– Si tuviéramos caja, no me faltarían ideas.

– Esperemos a que llame.

Esperaron. Por un momento, ninguno de los dos perdía de vista el móvil. Petit sacó un puro de un cajón de la mesa y lo encendió. Otra reivindicación pendiente: un modesto humedecedor para los puros. Sus compañeros siempre le regalaban libros por su cumpleaños.

– Es una mujer extraña -comentó entre una nube de humo.

– Yo la encuentro atractiva.

– Por eso lo digo. No está casada, no tiene novio fijo y no se le conocen amantes.

– A lo mejor es lesbiana. En eso la derecha se ha modernizado mucho. Pero, bueno, tú tampoco estás casado ni tienes novia fija y nadie dice que seas homosexual.

– No tengo pinta de serlo.

– Ella tampoco.

Ella llamó. Antes de responder, Petit dio una larga calada.

– Dime, Júlia.

– Te he llamado antes.

– Ya me lo han dicho. Estaba en una reunión…

– Quiero hablar contigo un rato.

– Hazlo. Estoy solo.

– Por teléfono, no.

– Con periodistas, tampoco.