– No lo pretendía. ¿Podemos ir a comer?
– Tengo un compromiso. El secretario de finanzas y yo nos reunimos con Josep Maria Madrid, responsable…
– Sé quién es. Tú y yo nos podríamos ver antes.
– En un sitio discreto.
– Elígelo tú.
– Mi casa. Dentro de una hora.
Le dio la dirección. Colgó. Entonces le quitó la ceniza al puro y lo volvió a encender.
– La idea de la reunión con Josep Maria Madrid ha sido muy acertada. Francesc, muéstrate tranquilo con ella, como si el crédito no nos hiciera falta. De hecho, así es.
– ¿Te imaginas la campaña que haríamos con seiscientos millones?
– Mi imaginación no da para tanto.
Jesús Miralles no había dormido ni una hora. Después de hablar con Antonio, aparcó el coche en la calle Montecarmelo, del barrio de Torrefiel, cerca del grupo de casas cuya descripción le había detallado Ana. Con la única compañía de su petaca y su tabaco, y de una pequeña manta que se puso sobre las piernas, estuvo hasta las nueve de la mañana atento a las entradas y salidas de gente. Por fuera, las casas tenían un aspecto descuidado, como si dentro no viviera nadie. En las cuatro horas que se pasó de guardia -más o menos-, Miralles no vio a nadie excepto a los vecinos del edificio de enfrente, que a partir de las siete de la mañana se iban a trabajar. Pensó que quizá había llegado tarde, y que, en caso de haber alguna mujer, hubiera entrado antes y no saldría hasta mediodía.
Estaba cansado, pero aún tuvo fuerzas para dejarse caer por el registro de la propiedad, al lado de la Alameda, en una calle cuya situación exacta no recordaba. La encontró gracias a las indicaciones de un policía municipal. Se llamaba Jai Alai, un homenaje al frontón de pelota vasca del mismo nombre. Con el carné de identidad y la acreditación de periodista, preguntó por los bienes a nombre de sociedades del Grupo Lloris, así como por las propiedades a nombre de Juan Lloris y de su esposa (aunque Ana le dijo que lo había comprobado, prefirió asegurarse). El funcionario advirtió que sólo podía proporcionarle la relación de los bienes que había en la ciudad. Muy bien, precisamente la que necesitaba. Entonces buscó en el ordenador nombres y apellidos, imprimió el listado y se lo entregó.
En su piso, Miralles comprobó que las casas de la calle Montecarmelo, todas en el mismo lado, pertenecían a Lloris. El local del club Jennifer, a su esposa. Desayunó un café con leche y unas tostadas, se duchó y se fue a la cama. Apenas durmió. Hacia las dos de la tarde llamó a Pere Mas para decirle que se verían en la redacción.
En el despacho del director, Miralles le contó a Mas todo lo que había descubierto. Mas opinó que el hecho de que el Jennifer perteneciera a la esposa de Lloris ya era, para un empresario que ansiaba prestigio social -un empresario, además, que había optado a la presidencia de la Cámara de Comercio-, un escándalo. Por no hablar, claro, de las casas de la calle Montecarmelo. Miralles se mostró de acuerdo, pero su objetivo no era únicamente Lloris. Sólo con aquello, que, por otra parte, quizá era un escándalo social pero no suponía ningún delito, la policía no tenía material para tirar de la manta. El director pretendía evitar que Miralles siguiera husmeando. Pero el veterano redactor de sucesos quería llegar hasta donde pudiera. Con las informaciones de Ana y de Antonio tenía material suficiente para un primer reportaje: sabía cómo era el funcionamiento básico de las redes de prostitución de inmigrantes, pero necesitaba una prueba concluyente. El director le preguntó qué pensaba hacer y entonces Miralles le pidió ayuda. ¿Un redactor? No, cuatro. Mas se sorprendió y Miralles se lo explicó con todo lujo de detalles. Necesitaba uno fijo en la calle Montecarmelo. Veinticuatro horas controlando las casas del lado izquierdo de la calle. De los otros tres, cada uno iría a uno de los tres clubes propiedad de un tal Rafi, la clave de todo el asunto. Tendrían que estar allí dos horas antes del cierre. Después, seguirían o bien a una mujer o bien a un grupo de tres, sudamericanas o, si podían reconocerlas (tomando una copa con ellas podrían), mujeres del este. Eso les permitiría saber dónde vivían. Así, por lo menos, tendrían la dirección de unos cuantos pisos de la organización.
Miralles trataba de proporcionarle a la policía elementos para que, a partir de ellos, investigaran más a fondo. Si los redactores estaban cada uno en un club, ¿dónde estaría él? En casa, con el móvil encendido. Rafi le conocía, ya había hablado con quien tenía que hablar y no era oportuno que lo vieran haciendo movimientos extraños en el Jennifer. El director aprobó su planteamiento. Ahora sólo faltaba elegir a los cuatro redactores. ¿Tenían que ser necesariamente redactores? ¿Por qué no contratar los servicios de una agencia de detectives? No, Miralles quería trabajar con periodistas. Al fin y al cabo era un trabajo periodístico. Y otra cosa: no quería que los redactores fueran demasiado jóvenes. Los jóvenes quizá se lo tomaran como una aventura. Si alguno de los lugares en los que vivían prostitutas inmigrantes era propiedad de Lloris, entonces sería el momento de publicarlo.
Excepto Vicent Marimon, y alguna militante o simpatizante del Front a quien Francesc Petit le parecía de lo más carismático, prácticamente nadie sabía dónde vivía el secretario general. El piso, con vistas al mar y al paseo de la Malvarrosa, era de dimensiones reducidas, y Petit lo utilizaba para dormir y poco más. Le gustaba la cocina, pero no le apetecía cocinar. En general, detestaba las tareas de la casa. Una vez a la semana, una asistenta le limpiaba el piso, ponía la lavadora y planchaba. Él no se preparaba ni el desayuno. No le gustaba comer solo. Tampoco le gustaba estar allí, pero se había acostumbrado. Años atrás, tuvo que elegir entre una mujer y la política. Entonces la decisión le supuso un trauma considerable, pero con el tiempo se había dado cuenta de que utilizó la excusa de su irrenunciable vocación política para evitar formar una pareja. También con el paso del tiempo ella lo agradeció, ya que hubiera sido insoportable aguantar a un hombre dedicado a recorrer de cabo a rabo un país de gloria política tan incierta.
En las épocas más difíciles, cuando no veía la luz al final del túnel, Petit reflexionaba sobre el que quizá era su principal error: el inmenso error de dejarlo todo para sumergirse en una aventura. Porque eso era el nacionalismo valenciano, una aventura cuyo final no se llegaba a distinguir. Un buen final, no hace falta decirlo. Ahora sería profesor universitario de Historia, con sueldo fijo y un futuro sin sobresaltos. Pero era demasiado inquieto para tanta quietud. No era como su apreciado Marimon, que controlaba las aventuras políticas. Aunque también era cierto que el secretario de finanzas, siempre con la misma mujer, había planificado un futuro distinto. ¿Hijos? No, gracias. Petit pertenecía a una familia numerosa y conocía al dedillo todas las renuncias que implicaba. Él sólo tenía un hijo, el País Valenciano, un hijo tonto que exigía atención especial y exclusiva. Pero la criatura estaba madurando; quizá el destino, que, como había leído en un libro de la Yourcenar, necesita un poco de locura para ser edificado, había puesto en sus manos la posibilidad de enderezarla. Si lo conseguía, el éxito sería de él, de su inexpugnable obstinación, que mantenía un equilibrio difuso entre lo personal y lo político. Pero lo cierto es que el empeño de Petit había llevado al Front a su estado actuaclass="underline" un paso y punto. Trabajo hecho, prestigio consolidado. ¿Para siempre? No, pero al menos ya dejaría hechos los cimientos del edificio. Era consciente de que si el Front entraba al Parlament la opción política que representaba se consolidaría. Había más valencianistas, muchos más, que votantes del Front. Sólo había que hacerles ver que ellos representaban una opción útil. Los votantes habían pragmatizado sus ideales. Era un proceso también biológico, a medida que se hacían mayores sustituían el altruismo ideológico por el pragmatismo político.