Petit estaba de buen humor. Últimamente todo eran alegrías. Todo iba bien. Todo le compensaba por su pasado. Se acababa el puro en el balcón de su piso. De repente recordó el famoso poema de Estellés: «Assumiràs la veu d'un poblé» [4]. Con cuatrocientos millones, y con la posibilidad de añadir doscientos al lote, él ya podía empezar a asumir algo más. La inmensidad del mar, el aire puro, le sumían en una inmensa satisfacción. Pero los acontecimientos también le preocupaban. Para que se le pasara la preocupación aspiró profundamente, varias veces. Dejó el puro en un cenicero y volvió al balcón. Júlia Aleixandre aparcó en la calle.
Conducía un Golf. Llevaba un vestido que la hacía aún más encantadora. Petit pensó que necesitaría algo más que su encanto para convencerle. Él tenía las mejores cartas de esta nueva partida. Volvió a respirar a fondo varias veces. Antes de que Júlia llamara al timbre, aún tuvo tiempo de hacer unos estiramientos de brazos.
Se oyó el timbre. Abrió la puerta relajado, con un rostro pletórico, jovial y dinámico. Sin embargo, Júlia no podía esconder su preocupación.
– Pasa.
Cuando se lo dijo, la subsecretaría ya estaba a media altura del pasillo, camino del comedor. Ni siquiera le saludó. La típica reacción de las personas que, acostumbradas a controlarlo todo, pierden los nervios y las formas cuando cualquier elemento se les escapa.
– Tienes un pisito encantador, las vistas son preciosas y no quiero tomar nada.
– Pareces enfadada -Petit se sentó. Lo hizo tranquilo, incluso con algo de chulería.
Júlia siguió de pie:
– Ya te dije que no me fiaba de ti.
– Mira, obviaré que eres una mujer elegante, educada en un buen colegio y de derechas: me importa una mierda lo que pienses -encendió la colilla del puro. Júlia le miraba sorprendida. No se imaginaba aquella reacción, circunstancia que la forzó a replanteárselo todo-. Estoy hasta los huevos de que me puteéis. Lo tuyo, tu entrada, no es forma de abrir una negociación. Porque has venido a negociar, ¿no?
– No.
– Pues ya te puedes ir. No tenemos nada que decirnos.
– Escucha…
– Calla y escúchame tú. Nos falta un pelo, un pelillo, para llegar a un acuerdo importante con los socialistas. De modo que podrías ser un poco más humilde y servicial. O sea, un poco más diplomáticamente política. Pero no, la señora entra como Pedro por su casa y no hace más que soltar impertinencias.
– ¿En qué consiste el pelillo?
– En que lo apruebe la ejecutiva.
– ¿Puedo saber cuáles son los detalles del acuerdo?
– Siéntate. No me gusta hablar mirando al techo.
Júlia se sentó. Petit dejó el puro en el cenicero. Al chupar, la colilla le quemaba los labios. Encendió otro que sacó de un humedecedor minúsculo que tenía en el pequeño centro de mesa. Se tomó su tiempo para encenderlo. Podía ver de reojo los incesantes golpecitos que ella iba dando con un pie. Júlia le observaba no sólo impaciente, sino también molesta por el humo que iba esparciendo. Puso una pierna sobre la otra e hizo que ambas -bien perfiladas, bien depiladas- llamaran la atención de Petit. No dejó de mantenerlas cruzadas.
– He tenido que aceptar cinco puestos en la candidatura socialista.
– ¿Te han ofrecido cinco puestos de salida?
– Están necesitados.
– ¿Y dices que lo has tenido que aceptar?
– Sí, por tu culpa. ¿Qué podía hacer? No tenemos ni un duro, sólo tenemos deudas. Con el crédito que nos habéis denegado, por lo menos hubiéramos afrontado la campaña con ciertas posibilidades, no muchas, te seré franco, pero por lo menos no hubiéramos hecho el ridículo.
– Ya veremos si la ejecutiva te aprueba eso. Llevas mucho tiempo predicando el tercer espacio y la guerra al bipartidismo. ¿Qué ha sido de la opción estrictamente valencianista?
– Se quedó en un despacho de Bancam. Y lo de la ejecutiva ya lo tengo ganado. Cinco son míos, tres están a medio camino y los otros tres son del sector de Horaci Guardiola. Una oposición, por cierto, que estará encantada de que pactemos con los socialistas.
– Te exigirán entrar en la candidatura y ganarán poder en el Front.
– De eso nada. Con sólo colocar a uno de los tres indecisos entre los cinco de la candidatura lo habré solucionado.
– Lo has planificado todo.
– ¡Qué remedio! No es, en absoluto, la opción que más me entusiasma. Tú me has obligado a elegirla.
– Intuyo que quieres renegociar al alza.
– Oye, eres tú quien ha pedido la reunión.
– ¿Cómo les explicarás el acuerdo a todos los electores que te han votado por tus propuestas diferenciadas?
– Los problemas que podrían surgir por ese lado ya me los solucionan los votantes socialistas. Los cinco puestos son de salida. Además, una vez en el Parlament formaremos nuestro propio grupo. Los socialistas creen, y a lo mejor tienen razón, que el acuerdo, como mínimo, os impide la mayoría absoluta. Pero, para que no te hagas ilusiones, te advertiré que, aunque tengamos grupo propio, el acuerdo que estamos a punto de firmar incluye, si procede, votar a favor de la investidura de un socialista.
– ¿La concesión del crédito cambiaría la situación?
– Es demasiado tarde.
– No has firmado nada.
– He dado mi palabra.
– Las negociaciones se pueden romper. Tú sabrías cómo hacerlo.
– El acuerdo es política y económicamente positivo. No tenemos ningún gasto electoral.
– Te has vendido, Francesc.
– Te recuerdo que tú me querías comprar.
– ¿Por qué no quisiste llegar a acuerdos conmigo?
– Porque mi gente no vería con buenos ojos un pacto con la derecha, y porque las condiciones de los socialistas son mucho mejores.
– La concesión del crédito a cambio de que no pactéis con los socialistas.
La primera carta de la partida estaba sobre la mesa.
– ¿Para que pactemos con vosotros?
– No, para que no pactéis con ellos.
– Ya te lo he dicho: he dado mi palabra.
– En política, la palabra es una firma.
– Ya sé que en este gremio la palabra de uno tiene un valor muy relativo, pero me gustaría preservar la mía.
– A veces los objetivos políticos tienen un precio. ¿Cuál es el tuyo?
– Un crédito de doscientos millones de pesetas.
Júlia se levantó en el acto, porque Petit acababa de lanzar todas sus cartas también al acto.
– ¡Es indignante! ¡Es inmoral! Es…
– Es lo que vosotros, todos, me habéis enseñado: política. ¿Quieres que hablemos de inmoralidades? Me parece que no te conviene. Necesito una buena justificación para explicar en la ejecutiva el cambio de planes. Reconoce que te equivocaste cuando me denegasteis el crédito. Pensabais que no sería capaz de aliarme con los socialistas. Y no lo hubiera hecho si las circunstancias no me hubieran obligado a hacerlo. Explícale ahora a tu President que los cálculos te han fallado. ¿Por qué no me hiciste esta oferta cuando hacía falta? Preferiste exprimirme a fondo antes que imaginar una solución inteligente. Mira -dijo, enérgico-, retiro la petición de los doscientos millones. Al fin y al cabo sólo me traería problemas políticos.
– No me tomes por idiota, estás montándome el numerito para conseguirlos.
– ¿Eso es lo que crees?
– Estoy convencida.
Petit se levantó:
– Aquí termina la reunión.
– En efecto, aquí termina. Buenos días.
Con paso ligero se dirigió a la puerta del piso. Petit se le adelantó y le abrió la puerta:
– Buenos días, Júlia.