Júlia esperó al ascensor, de espaldas a Petit. El secretario general cerró la puerta antes de que llegara y se fue al balcón. Cuando Júlia llegó al coche y puso la llave en la cerradura, Petit lo dio todo por perdido. Daba igual, él había jugado sobre seguro. No obstante, creyó que quizá había exagerado en demasía sus exigencias. El coche de Júlia arrancó. Petit fue a sentarse al sofá. Entonces recordó lo que le había dicho Marimon: el dinero del crédito blanquearía gran parte del dinero negro. Júlia dobló la esquina y aparcó a un lado de la calle. No podía reflexionar estando cabreada. Lo intentó con algo más de calma. Había convencido al President de la operación. Era la responsable de todas las maniobras políticas en la sombra. Al President, el acuerdo entre nacionalistas y socialistas le desagradaría profundamente. Ponía en peligro su mayoría absoluta. Pero ¿cómo explicarle que había accedido a concederles un crédito de doscientos millones? ¿Qué dirían, por otra parte, los socialistas presentes en el consejo de administración de Bancam? Sin duda había fórmulas para solucionarlo. Doscientos millones eran casi injustificables, pero quizá ciento cincuenta… Dio la vuelta y volvió a la calle donde vivía Petit.
Petit empezaba a pensar que su tozudez le había impedido conseguir una cantidad que, siendo menor, también serviría para encubrir parte de los cuatrocientos millones. Las negociaciones económicas le resultaban complicadas. Su planteamiento era correcto, pero le había faltado rematarlo. Ciento cincuenta, incluso cien millones, eran una suma extraordinaria si se añadía a la que ya tenían. Ni loco se hubiera imaginado hace un tiempo la cantidad que manejaban ahora. Casi igualaba la de conservadores y socialistas. Lo que ocurre es que la ambición no tiene límites. Como sucede con los jugadores de cartas, cuanto más se gana más se quiere. Ya era suficiente, pensar en tanto dinero le alteraba. Decidió marcharse.
Camino de la puerta oyó el timbre. Abrió tan rápidamente que Júlia creyó que aceptaría cualquier propuesta:
– Francesc, me lo he pensado mejor: un crédito de cien millones.
Si ha venido, es porque de verdad necesita llegar a un acuerdo.
– Dada la situación actual, que nos ofrece cinco puestos de salida, cien millones no nos solucionan nada.
– ¿Insistes en los doscientos?
– Sí.
– Pues dejémoslo.
Petit se dirigió al ascensor. Júlia bajó con él.
– Escucha, en el consejo de administración, como bien sabes, hay representantes socialistas. Los créditos se aprueban allí.
– Tenéis mayoría.
– Mayoría no significa hacer lo que nos de la gana.
– ¿Es un chiste?
Salieron del ascensor. Salieron a la calle. Petit iba hacia su coche. Júlia le seguía.
– Podemos justificar ciento cincuenta.
– Doscientos.
Metió la llave en la cerradura. Abrió la puerta. Se sentó.
– Baja la ventanilla.
Petit la bajó. Le dijo:
– Tanto vosotros como los socialistas sois muy generosos con vuestros créditos. Por una vez, podríais serlo con nosotros. Además, insisto en que el hecho de romper el compromiso tiene un gran coste político.
Júlia reflexionó: no era una mala operación conceder un crédito de doscientos millones a un partido que les quitaba votos a los socialistas. Petit puso el motor en marcha.
– Júlia, tengo una comida de negocios.
– Pasad mañana a firmar el crédito.
– Mañana hay ejecutiva. Tendrá que ser esta tarde.
20
Si no se acostaba tarde, Juan Lloris madrugaba. No era una persona muy dormidora. Como mucho pasaba cinco o seis horas acostado. Desde su adolescencia, cuando empezaba a trabajar en la obra a las siete en punto, tenía el cuerpo ejercitado para un horario concreto. Además, la ansiedad le impedía quedarse en la cama. Apenas despertaba, sentía la necesidad de levantarse. Y se levantaba en estado vigoroso, era el momento del día en que su fuerza física se expresaba con más contundencia. Él mismo se preparaba el desayuno. Solía levantarse hambriento y se hacía un buen almuerzo: una taza de café con leche, cinco tostadas con mantequilla y mermelada, y un zumo de naranja natural, ya que, natural de la Ribera, odiaba el zumo envasado. Aquel día, sin embargo, no tuvo tiempo de acabárselo. Sólo había comido dos tostadas cuando el timbre de la puerta sonó con insistencia. El ruido despertó a María Jesús, que dormía en otra habitación, y también a la asistenta, que, aunque un poco sorda, se sobresaltó. Ambas fueron a la cocina, alarmadas. El empresario les pidió calma, sobre todo a su mujer, que pensaba en una desgracia de su hijo, y fue a abrir.
Se encontró con dos policías uniformados y con un par de hombres más: un agente especial de la brigada de extranjería, que le mostró su acreditación, y el portero del edificio en batín. Al verlos, Lloris no se asustó, no era un hombre regido por temores, pero instintivamente pensó en Rafi, quizá por el agente de extranjería o porque las relaciones con individuos como él siempre acababan trayendo problemas. De hecho, también pensó en su asesor: Oriol se lo había advertido. El funcionario le enseñó la orden de un juez que autorizaba su detención. El cargo: estar implicado en una red de trata de blancas, junto a ocho personas más. Como primer punto de una estrategia improvisada, Lloris se sorprendió, pero al acto se indignó. Intentó persuadirles de que estaban en un error que pagarían caro. Él era empresario de la construcción. El más importante, añadió en un tono altivo que, aunque autoritario, carecía de la convicción de un actor que representa una comedia. El agente respondió que lo sabía, pero que tenía que cumplir la orden que llevaba. La mujer se acercó a la puerta y preguntó qué pasaba. Entonces el agente le dijo que no estaba detenida, pero que, también por orden del juez, tenía que presentarse hoy en los juzgados. Tenía que responder del local alquilado al club Jennifer, implicado en la red, cuya propietaria era ella.
– ¿Qué está pasando, Juan?
Con los nervios a flor de piel, estuvo a punto de mandar a su mujer a la cocina, pero prefirió tranquilizarla intentando hacerle entender que era un lamentable error. El agente le dijo que se vistiese. Lloris pidió permiso para usar el teléfono. Llamó a Oriol, que con una breve explicación se hizo una idea prácticamente exacta del problema. El asesor llamó a un abogado.
En una cafetería de la Estación del Norte, Ana tomaba un café con leche. Estaba sentada en la barra; a sus pies tenía dos maletas. Leía el reportaje de El Liberal. Jesús Miralles la buscó con la mirada entre la numerosa concurrencia del local, a través del caos de clientes que se empujaban y se dispersaban al entrar y al salir. Ella le hizo una señal levantando una mano.
– Buenos días -la saludó.
– Buenos días -sonrió Ana-. Tienes mala cara.
Su barba era espesa y visible, su aspecto fatigado.
– Hace días que apenas duermo.
Ana le cedió el taburete. Le pidió un desayuno completo.
– ¿Qué te ha parecido el reportaje?
– Has hecho un magnífico trabajo. Te estoy muy agradecida. ¿Por qué no lo has firmado?
– Prefiero mantener mi anonimato. Me siento más cómodo así.
Le sirvieron el almuerzo. Comió ávidamente.
– ¿Adónde vas? -le preguntó.
– Vuelvo a Barcelona.
– Ana, la policía está investigando a fondo. Si sé algo de tu hermana te lo haré saber.
– Has hecho mucho por mí. Será mejor que me vaya a otra ciudad. Una de las mujeres de Rafi me conoce. No parecía mala persona, pero a veces las necesidades cambian a la gente.
El Euromed a Barcelona fue anunciado por megafonía.
– Tengo que irme.
– Te acompaño.
Se bebió de un trago el zumo de naranja y sacó dinero para pagar la consumición de ambos, pero Ana se le adelantó. Entonces cogió una de las maletas y fue con ella hasta la cola de pasajeros que esperaban el tren.