– Ojalá lo que he hecho sirva para que encuentres a tu hermana.
Ana no respondió. Miralles creyó que el recuerdo de su hermana la había entristecido e hizo un gesto para dar a entender que lo sentía.
– Jesús, no tengo ninguna hermana.
Miralles hizo un gesto de incredulidad; después, una cara como de no entender nada y acto seguido una mirada que exigía una explicación.
– Te mentí para que me ayudaras.
– ¿Crees que no lo hubiera hecho?
– Cuando Antonio me explicó lo que te había pasado, pensé que serías más sensible a mis problemas si te contaba la desaparición de una hermana.
– ¿Todo ha sido mentira?
– No. Mataron a mi padre y destruyeron nuestra vida. También tengo que decirte algo más.
– Ya lo sé, hablaste con el inspector para implicar a Lloris en el caso. No confiabas en que el diario sacara a relucir su nombre.
– No. Lo siento. En mi país he visto demasiado.
– Pues ya ves, lo hemos hecho.
– Te pido disculpas. Quiero hacerte un regalo -sacó un libro del bolso-. Toma, me gustaría que te lo leyeras.
El autor del libro era un alemán llamado Jürgen Roth. El título, Mafias de Estado, de la editorial Salvat. Miralles hojeó el índice.
– Te recomiendo especialmente el segundo capítulo.
Miralles lo buscó: «La continuación de la guerra fría con otros métodos».
– Explica con todo detalle la conexión entre la cúpula criminal y los políticos más poderosos de Moscú. El autor afirma que Rusia es un ejemplo de Estado criminal. La mafia rusa, la organización criminal mejor organizada, domina la industria del aluminio, la tapadera legal de un conglomerado de narcotráfico, el tráfico de armas, inversiones fraudulentas en bolsa, prostitución, contrabando de arte… Acusa a políticos, a militares de alta graduación, a grandes empresarios y a antiguos agentes del KGB. Mueven nueve billones de euros al año, un veinticinco por ciento proviene del narcotráfico y de la trata de blancas.
– Has querido vengarte.
– Sólo soy un grano de arena, pero lo haré siempre que pueda.
– ¿Y cómo sabes que lo has conseguido?
– Están en todas partes. Dentro y fuera de Rusia. Los tentáculos de la organización afectan a muchísima gente. Tienen mucho capital para especular: compran inmuebles sin que importen sus precios, para blanquear dinero, y eso hace que sean más caros. Al menos la policía ha detenido a dos individuos de nacionalidad rusa.
– En algo tenías razón, la implicación de Lloris ha movilizado a las autoridades.
– Espero que lo saquen todo a la luz.
– No creo, pero les harán daño. Bueno -suspiró Miralles visiblemente fatigado-, quizá en Barcelona encuentres otra persona sensible a tus problemas.
Ana notó en sus palabras un deje de ironía.
– No sé qué decirte -titubeó y frunció el ceño-. Yo sola no hubiera podido hacer nada. Necesitaba… a alguien especial. Alguien como tú. Siento haberte utilizado.
– Yo no. Por lo menos me he sentido útil, pero no quiero ser un héroe. Ese traje me sentaría fatal. Venga, vete, ya no hay nadie en la cola.
Ana suspiró y miró intensamente a Miralles. El periodista hizo un gesto con la cabeza, conminándola a irse. No tenía un concepto muy poético de las despedidas. Pero la rusa seguía mirándolo. Entonces el periodista le dio dos golpecitos en la cara y se marchó.
– Cuídate -le dijo Ana.
El tumulto de la estación evitó que Miralles, camino de la salida, llegara a oírlo. La rusa no subió al tren hasta haberle perdido de vista.
Oriol Martí contrató al mejor bufete de abogados de Valencia. Después compró los periódicos y volvió a casa para leerlos. El nombre de Juan Lloris ocupaba el subtitular. La información decía que agentes de la brigada de extranjería habían puesto en marcha, durante la pasada madrugada, una investigación para desmantelar una importante red de trata de blancas en la que, presuntamente, estaban implicados el conocido empresario de la construcción Juan Lloris y ocho personas más, entre ellas un abogado, un gestor y dos rusos con pasaportes falsos. Los demás detenidos eran propietarios y gerentes de clubes. Además, los agentes estaban llevando a cabo inspecciones en prostíbulos y en pisos a fin de reunir pruebas para demostrar, por una parte, que allí se ejercía la prostitución, y por otra que las mujeres eran llevadas allí ilegalmente y explotadas a la fuerza. La batida en los clubes había empezado de forma simultánea, pero al cierre de la edición aún no se sabía cuántas mujeres habían sido detectadas, aunque fuentes consultadas indicaban que eran más de un centenar. La implicación de Juan Lloris, cuya actividad empresarial se detallaba en un breve despiece, aún no había sido del todo investigada, pero la policía ya había descubierto que en algunas de las propiedades inmobiliarias del constructor vivían mujeres ilegales. Además, el club Jennifer, uno de los locales investigados, era propiedad de la esposa del empresario, cuyo nombre no publicaba el diario.
Después de leer aquello, Oriol llamó a María Jesús y le dijo que, tan pronto como le fuera posible, se presentaría en su casa. Pero antes decidió hacer un esfuerzo, quizá el último, por Juan Lloris, desplazándose hasta El Liberal para tratar de entrevistarse con su director. Tuvo que esperar un rato, ya que Pere Mas aún no había llegado. Cuando lo hizo, la secretaria le anunció la inesperada visita de un tal Oriol Martí -el asesor no le había dicho a la secretaria a quién representaba-, y Mas presintió de quién se trataba. Le hizo pasar al despacho enseguida. Oriol se presentó y explicó directamente el motivo de su presencia en el diario. El director le escuchó con atención. Después defendió la pulcritud del reportaje, que no había implicado a Lloris directamente en el caso. Oriol debía entender que una persona de la fama del empresario era forzosamente una noticia destacable. Si se demostraba que era inocente, añadió el director, en ningún caso jugarían con su nombre. Recalcó que El Liberal no pretendía ofrecer una información sensacionalista, pero que, de momento, el constructor estaba como mínimo relacionado con el caso.
Oriol Martí se fue del diario convencido de que, para Lloris, el daño ya estaba hecho. Había ido porque tenía la obligación de hacerlo, para intentar que el perjuicio fuera el mínimo posible, esforzándose por impedir una previsible serie de reportajes con Lloris como estrella. Llamó a los abogados para contarles el estado de la situación mediática, para que actuaran en consecuencia. Después fue a reunirse con la esposa del empresario.
Francesc Petit se enteró de la detención de Juan Lloris en el bar al que iba a desayunar casi todos los días. Como todos los días, leía el periódico empezando por la página tres, la sección de opiniones. Se saltaba la sección de internacional de El Liberal y buscaba las páginas de política local. Entre ambas secciones estaba la de sucesos. Hizo un gesto de actor cómico justo cuando, a punto de pasar la hoja, vio el nombre de Juan Lloris en el subtitular de una información que leyó con rapidez. Con rapidez desayunó, pagó y se llevó el diario bajo el brazo, sin recordar que pertenecía al bar. Una vez en la calle, llamó a Vicent Marimon -que ya estaba al tanto de los hechos- y le dijo que fuera a su piso.
A pesar de la hora -eran las nueve y cuarto de la mañana-, Francesc Petit se sirvió una copa de coñac y se encendió un puro. Cuando estaba inquieto, fumaba más de la cuenta y daba cortos paseos por el piso. Fue del comedor a la puerta y de la puerta al comedor seis o siete veces. Se sentó en el sillón, se puso otra copa con más comedimiento. Salió al balcón, pero esta vez no le vino a la cabeza ningún poema patriótico sino las consecuencias de un dinero negro de procedencia inmoral. ¿Y si Lloris los implicaba? No quería ni pensarlo. No obstante, no pudo evitar pensar en la magnitud del escándalo que se le vendría encima.