Juan Lloris salió libre cuarenta y ocho horas después de su detención, sin cargos pero sujeto a investigaciones y a la obligación de presentarse en los juzgados cada quince días. Se le retiró el pasaporte como medida cautelar. María Jesús se fue a vivir a casa de sus padres, a Alzira. Antes de irse solicitó a sus abogados que iniciaran los trámites de divorcio y un pleito para inhabilitar a su marido como presidente del grupo de empresas por actuación deshonesta. Más adelante tenía previsto hablar con Oriol Martí para que se hiciera cargo de las sociedades empresariales que le correspondiesen. No se veía capaz de encargarse de ellas y confiaba en el criterio y en la personalidad de Oriol, dada la manifiesta incapacidad de su hijo.
Oriol Martí le comunicó por escrito a Juan Lloris que abandonaba el grupo. El motivo principal del escrito era muy sencillo: «por razones personales». El mismo día que Lloris salía de la jefatura, Oriol le pidió a Júlia que se reuniesen. Júlia aceptó enseguida. Ardía en deseos de conocer todo el caso de primera mano. Se vieron en el loft de Oriol, a la hora de comer. Después de contarle lo referente a la vida privada de Lloris, con lo que Júlia se divirtió mucho, le comunicó que había presentado por escrito la dimisión de su puesto de trabajo. Júlia le felicitó por su decisión, ya que sin duda no podía permanecer ni un minuto más en un grupo de empresas cuyo principal accionista se había visto afectado por un escándalo tan grave. ¿Qué haría ahora? ¿Tenía ofertas? No hacía falta decirle que, si quería, en la Administración podía llevar a cabo un papel importante. No, no le apetecía trabajar en la Administración Pública. Tenía ciertos ahorros y pretendía iniciar su trayectoria como empresario de la construcción. Con aquello y con los contactos que había conseguido esperaba que todo saliera bien. No obstante, Júlia le advirtió que los inicios de un empresario eran duros, más aún en el ramo de la construcción, competitivo y copado por gente muy veterana. Entonces, agradecida por las confidencias que había recibido de Oriol, le aconsejó que comprara un solar en una zona de futuro, ahora que el metro cuadrado aún resultaba asequible. Le dijo dónde. Muy sinceramente, Oriol le dio las gracias. Tan agradecido estaba, que, aunque en un principio no tenía la intención de decírselo, el favor que le acababa de hacer le obligaba a confesárselo:
– Lloris les dio cuatrocientos millones de pesetas a los del Front.
Júlia no quería creérselo. Quizá no lo había oído bien: como si de repente se hubiera sumido en un estado de total embelesamiento, Oriol se lo tuvo que repetir contándole de pe a pa por qué lo hizo.
– Me enteré cuando ya les había entregado el dinero. Como ya sabes, planifiqué una estrategia para que ganara prestigio social. De hecho, me contrató para eso, aunque también para unificar criterios en sus empresas. Pero Lloris no creía en mi estrategia. Pensaba que era una vía lenta y complicada. Por su cuenta, posiblemente en contacto con alguien que conocía la situación económica y las posibilidades electorales del Front, decidió darles el dinero. A su entender, en el caso de que fueran decisivos en las próximas elecciones, le deberían un favor.
– ¿Cuatrocientos millones?
– En negro.
– ¿Cuándo les dio el dinero?
– Hará una semana, pero no lo sé exactamente.
De modo que Francesc Petit, pensó Júlia enseguida, le había pedido el crédito cuando ya tenía el dinero de Lloris.
– No lo puede reclamar, claro.
– No -Oriol le sirvió una taza de té-. Pero cuando llegue la campaña electoral se puede demostrar que la inversión que ha hecho el Front no se corresponde con su capacidad económica.
En efecto, se podría demostrar si no fuera porque también tenían un crédito de doscientos millones de pesetas, con el que justificarían los gastos. Por razones obvias, Júlia no se lo dijo. En ningún caso debía salir a la luz pública, pues su metedura de pata había sido monumental, inexplicable y, sobre todo, intolerable. Sin embargo, tendría que informar al President de ello. Así pues, le rogó a Oriol que no dijera nada de la donación de Lloris al Front. No le explicó sus motivos. De todas formas, cuatrocientos millones en manos del Front eran más perjudiciales para los socialistas que para ellos, observó Oriol. Ella asintió, sólo tenía parte de razón. Con seiscientos millones también tenían la posibilidad de un mayor porcentaje de votos, podían decidir el Govern como partido bisagra. Y entonces ya no estaría tan claro quién saldría más perjudicado. Se bebió el té. Mientras bebía, hasta que se marchó, no hizo nada que no fuera pensar en Francesc Petit.
21
Juan Lloris y el tío Granero -con una gorra de la marca Gramoxín- fumaban en la terraza de la casa del empresario en el coto. Gram y Junça estaban tendidos en el suelo. Gram, el favorito del patrón, dormía a sus pies. Era un día magnífico, claro y con un poco de levante, apenas una brisa. Por primera vez, Granero fumaba un Cohibas que le había dado Lloris. Acostumbrado a las intermitencias del caliquenyo, que se apagaba continuamente, el Cohibas se le quemaba con rapidez. No le parecía ni bueno ni malo, que es lo peor que le puede pasar a un fumador de puros. Los miles de caliquenyos que impregnaban su boca le impedían saborear cualquier otro tabaco. Lloris le explicaba cómo había que fumárselo, a caladas cortas y poco a poco. Desde que el empresario vivía en el coto, hacía ya tres días, los paseos, la caza y las conversaciones ocupaban las horas. El tío no sabía nada del caso Lloris. Las únicas noticias que leía eran las hojas de periódico sueltas con las que los labradores se envolvían el almuerzo y que él se encontraba por los márgenes de los campos. Aun así hacía tiempo que no recibía noticias de ningún tipo, ya que en la actualidad el papel de aluminio había sustituido al habitual de los diarios.
Desde la terraza, la vista abarcaba el ángulo norte del coto, la parte que daba a la Albufera. Se contemplaban los campos de arroz, algunos aún anegados. Al fondo, la visión ocasional de rascacielos indicaba la proximidad del mar. Pero los campos y la Albufera estilizaban el paisaje. Por uno de los callejones que iban a desembocar al lago venían Joaquim Cordill y Tito en una barca. Recogían muestras de agua de varios campos del empresario para analizarla. Era una tarea más bien protocolaria, porque de todos modos se utilizaría el producto Gramarròs. No obstante, al administrador, ante un cliente tan importante, le gustaba dar imagen de rigor. Cuando estuvieron cerca de la casa, Cordill le dijo a Tito que dejara de remar. Con la barca quieta, Cordill se levantó y llamó la atención de Juan Lloris:
– ¡Ey, señor Lloris!