– Los demás partidos lo tienen así -replicó Marimon.
– Los demás partidos nos ofrecen unas garantías de las que ustedes, por ahora, no disponen.
– Si observas la evolución del voto del Front…
– Bienes tangibles, señor Petit. Ya hemos asumido un riesgo con ustedes.
– Es un riesgo ridículo si lo comparamos con el potencial económico de Bancam -apuntó Marimon.
El potencial económico de Bancam era algo que el secretario de finanzas del Front conocía de cabo a rabo: cuatro billones de pesetas de dinero administrado de los clientes, de los que una parte se dedicaba a obra social y el resto a autocapitalizarse. Negocios como Aguas de Valencia, inmobiliarios y seguros al margen de compromisos políticos como la participación en el parque temático Terra Mítica. Cerca de cuatro mil empleados y sucursales en expansión fuera del país: en las Baleares, en Madrid y en Cataluña. Aún faltaba otro detalle: el director general no podía ni conceder ni denegar un préstamo a un partido político, prerrogativa que correspondía al consejo de administración de la entidad. Marimon lo sabía, pero no podía hacer nada: los miembros del consejo de administración aprobaban todo lo que presentaba el director general.
– Mire, señor Marimon, todos los aspirantes a un crédito podrían decir lo mismo. En cualquier caso es un riesgo y un favor especial que les hicimos teniendo en cuenta las singularidades del demandante del crédito. Pero todo tiene un límite. Tenemos una responsabilidad social -Antonio Sospedra volvió a mirar su reloj.
– No podemos recibir el mismo trato que una empresa privada -Petit esbozó una protesta-. Al fin y al cabo, los objetivos de Bancam no son acumular beneficios sino hacer obra social.
– Un partido no es una obra social estricta.
– Si nos denegáis el crédito distorsionáis las elecciones. Incluso distorsionáis los resultados que nos dan las encuestas. El Partido Conservador y el Partido Socialista disponen de préstamos muy por encima de sus bienes inmuebles.
– Pero sus perspectivas políticas, y por consiguiente sus ingresos, son muy distintos a los de ustedes -¿no habíamos quedado en que las cuestiones políticas no eran evaluables?-. Uno gobierna, y el otro tiene posibilidades de hacerlo. Ustedes, además, tienen una contestación interna que está por evaluar. Incluso si consiguieran entrar al Parlament, en caso de escisión interna asumiríamos un riesgo innecesario.
– No es justo evaluar las hipótesis -se quejó Marimon. Ingenuamente, ya que esgrimir justicia ante el director general de una entidad bancaria era como ponerle el nombre de Herodes a una guardería.
– Sólo hay un modo de asumir un crédito como el que me piden: con bienes personales.
– ¿Es definitivo, Sospedra?
– En efecto, señor Petit.
– En tal caso acudiré a las altas instancias políticas.
– Por mi parte aceptaré todo lo que venga del consejo de administración. No es nada personal.
El consejo de administración de Bancam estaba integrado en un 28 % por representantes de la Generalitat Valenciana que nominaban las Corts, con mayoría absoluta de la derecha. Otro 28 % lo integraban representantes de las corporaciones municipales en las que estaba presente la entidad bancaria, también con mayoría de la derecha. En ese caso, cada ayuntamiento nombraba a sus representantes, que después escogían a los consejeros que formarían parte del consejo de administración. Más otro 28% para los impositores elegidos por sorteo. Todavía quedaba un 11%, que correspondía a los empleados de Bancam, y un 5%, que aportaba la Reial Societat Económica d'Amics del País como sociedad fundadora de Bancam. La derecha, pues, dominaba con holgura el consejo de administración.
El director general se levantó, abrió una puerta lateral y le pidió algo a la secretaria. Vicent Marimon cogió la encuesta y la metió en su cartera. Ambos se levantaron. La secretaria trajo un par de libros que Sospedra le entregó a Francesc Petit. Eran dos libros grandes, muy bien encuadernados, de tapa dura y a todo color. Uno compilaba recetas de cocina tradicional autóctona, el otro cuentos populares valencianos. La entidad tenía por costumbre regalar pequeñas carteras de cuero marrón para monedas y billetes, pero el director general sospechaba que no era el momento oportuno y prefirió otro tipo de regalo, más acorde al carácter de sus clientes. Antonio Sospedra los acompañó hasta la puerta de salida del despacho, y la señorita de figura estilizada hasta el ascensor. Cuando ya se habían ido, Sospedra descolgó el teléfono y marcó un número de presidencia de la Generalitat. Era un número directo, porque Júlia Aleixandre, subsecretaría de presidencia, lo cogió.
– ¿Júlia? Soy Antonio Sospedra.
– Hola. Buenos días.
– Han venido los chicos del Front -pasaban de los cuarenta años, pero en los medios políticos nunca habían dejado de ser «los chicos»-. Pronto los tendrás ahí.
– Perfecto, Sospedra. ¿Qué tal ha ido?
– Muy bien, la operación era muy sencilla y, además, Petit ha amenazado con acudir a las altas instancias.
– Ideal. Te estoy muy agradecida.
– ¿Hoy juegas al golf?
– No puedo, voy con el jefe a un acto social de la ONCE. Pero mañana podemos hacer nueve hoyos.
– ¿Comemos allí?
– De acuerdo. Ah, y ya le comentaré al jefe tus gestiones.
– Gracias, Júlia.
– Deberías agradecérmelo dejándote ganar.
– El golf es un juego de paciencia, y si tienes la que hace falta aprenderás.
Si algo le sobraba a Júlia Aleixandre era paciencia. Entre otras cosas, cobraba a cambio de observar, asesorar y planificar. A veces apagaba los imprudentes fuegos de ciertos altos cargos, pero si era conveniente también sabía encenderlos. Ahora mismo estaba planificando uno. Por otra parte, algunas promociones de notables de la sociedad valenciana preferían el golf a la caza.
El secretario general y el secretario de finanzas del Front buscaron la cafetería más próxima. La encontraron en la calle de las Barcas. La barra estaba llena y subieron al primer piso después de pedirle al camarero un par de cervezas. Eligieron una mesa del fondo, alejada de una pareja de mujeres que ocupaban la más cercana a la escalera. En el suelo, junto a sus pies, había dos bolsas de deporte.
– Tenemos un problema. Y de los gordos.
– Vicent, ya sé que tenemos un problema. No hace falta que me lo recuerdes con tu pesimismo habitual -le recriminó Francesc Petit echándose el pelo hacia atrás. Aún conservaba una frondosa cabellera.
El camarero trajo las dos cervezas. Dejó la cuenta sobre la mesa.
Tenían un problema; otro problema, para ser más exactos. Marimon y Petit habían pasado por muchos apuros. Estuvieron juntos no sólo durante el problemático proceso político del Front, sino también desde su adolescencia, cuando ambos participaron de la euforia política que entonces impregnaba el País Valenciano. Nacidos en el mismo año, 1961, eran del mismo pueblo, Castelló de la Ribera, principalmente agrícola. Francesc Petit era hijo de una familia de tenderos de alimentación; la de Marimon, en cambio, se dedicaba al minifundismo agrícola, tan extendido por todo el país. Ambos se estrenaron en el activismo político hacia finales del bachillerato, con diecisiete años, coincidiendo con la transición democrática. Desde el principio, Petit lo hizo con vehemencia en un mundo ciertamente complejo, como su país, y no menos voluntarista que la nación que adoptó entonces: los Países Catalanes. Nacionalista irredento y, de acuerdo con las influencias políticas de aquella época añadidas a su propia juventud, extremadamente de izquierdas, pululaba por todo aquello que algunos llamaban nacionalismo cultural, en realidad el pancatalanismo, para ser más exactos una entelequia intelectual que dividió a la sociedad valenciana en dos bandos: los españolistas disfrazados de oportunismo regionalista que ellos denominaban «valencianía», y los otros, es decir los valencianistas vocacionales, llamados «catalanistas» por los anteriores. En medio, un importante sector de la sociedad totalmente desorientado.