Las elecciones a vocales eran, por su número, más difíciles de controlar. Ahí entraba la figura de Juan Lloris, empresario que jamás había tenido ningún interés en la institución y que ahora apostaba con fuerza por ser uno de los sesenta y nueve vocales y, posteriormente, alcanzar la presidencia o acceder al comité ejecutivo como mal menor. Lo último no lo tenía nada fácil. En cualquier caso, la subsecretaria de presidencia de la Generalitat, Júlia Aleixandre, prefería mantenerle alejado de la Cámara de Comercio o de cualquier otra instancia del poder empresarial. Lloris iba por libre, era un individualista incapaz de admitir relaciones que no dominara. Su egocentrismo, la peculiar personalidad de su carácter, había causado más de un disgusto político: en 1998 se opuso a una donación económica con la que la Cámara de Comercio, a petición de la Generalitat, pretendía comprarle un yate al rey para que pasara sus vacaciones en Valencia. En plena discusión, los empresarios mallorquines se les adelantaron y el monarca continuaba yendo cada año a la isla. La Generalitat envió una carta de disculpa al rey, ya que los ecos del «problema» habían llegado hasta el mismísimo Palacio de Oriente. A Lloris la monarquía le importaba una mierda. El rey era él.
Entró Júlia Aleixandre. El dueño del restaurante, Alfredo Alonso, salió de la cocina para acompañarla al reservado. José Luis Pérez dejó el diario en la silla de al lado para que Júlia no lo viera y se levantó a saludarla. Júlia se fijó en su vientre, que sobresalía tanto que el cinturón le quedaba cinco dedos por debajo del ombligo, y en su cara, cubierta por una fina capa de sudor pese a la agradable temperatura del restaurante.
– ¿Qué tal, Júlia?
– Bien -seca.
Se dieron la mano, pero ella la soltó enseguida para darse la vuelta y ponerse a hablar con el dueño del restaurante.
El presidente de la Cámara de Comercio se sentó de nuevo sin esperar a que Júlia lo hiciera. Se peinó con las manos e intentó aglutinar los pelos dispersos de las patillas. También ajustó la chaqueta a sus hombros. Júlia le pidió el menú a Alfredo. Dejó el móvil sobre la mesa y tomó asiento enfrente de Pérez.
– Bien, José Luis, ¿cómo lo tenemos?
– Creo que bien.
– ¿Qué quiere decir exactamente «bien»?
Pérez se dio cuenta de que el cinturón le apretaba demasiado. Hizo amago de aflojárselo, pero desistió porque los juegos de manos bajo la mesa hubieran sido, ante una mujer, una actitud incorrecta y quizá incluso equívoca.
Con Júlia Aleixandre no se podía ir a la ligera. Llevaba un conjunto de chaqueta y pantalón de color crema, con una camisa de seda a juego y un abrigo negro que Alfredo, el dueño del restaurante, le había quitado con delicadeza para llevárselo a guardarropía. Pese a su aire grácil y elegante, pese a ser más bien menuda y muy atractiva -o quizá por eso-, tenía una mala leche cósmica. Era la clase de persona que abandonarías en el Estado de Alabama en los años sesenta y que, al cabo de un tiempo, tendría a los blancos de la zona trabajando para ella. Pérez se comió la última almendra. Los cacahuetes y las almendras le encantaban. Un camarero abrió las puertas del reservado y trajo una cubitera con Roederer Cristal Rosé. Llenó las dos copas y se fue.
– Está buenísimo -Pérez acababa de probarlo e hizo chasquear su lengua contra el paladar.
Júlia se quedó mirándolo, pero no hizo más que eso: mirarlo. Pérez bebía a placer, como si se tratara de un refresco. El camarero entró de nuevo con una ensalada de huevas de rodaballo, merluza y sepia. El presidente de la Cámara de Comercio se puso la servilleta en el cuello de la camisa.
– Dime, ¿cómo lo tenemos?
– Bien, Júlia, bien -convirtió la jota inicial del nombre, que se debía pronunciar como la de John, directamente en una ch, en una muestra más del catalán apitxat de la zona-. No podremos evitar que Lloris llegue a vocal, pero que llegue al comité ejecutivo ya será otra cosa.
– Así que será vocal.
– No tienes que preocuparte por nada. Cuando compruebe que le resulta imposible acceder al comité ejecutivo se cansará. No hay nada que le interese aparte de asumir la presidencia.
– ¿Por qué no podéis evitar que llegue a vocal?
– Las cosas no son como antes -«antes» se refería a muchos años atrás, demasiados como para que una mujer de su edad (treinta y tres) entendiera la referencia.
Antes, cerca del poder político no surgían tantos negocios de envergadura. Ahora, la dinámica económica del poder había propiciado la división de los empresarios en grupos: los agraciados con favores y los que quedaban al margen de ellos. Contentarlos a todos era un problema que, según el poder, tenía que ser resuelto por los propios empresarios.
– Deberías conocer la mecánica de las votaciones para entender que llegar a vocal es algo que tiene muy fácil.
– Explícamela.
– Cada sector industrial, que llamamos epígrafe, vota a sus propios representantes.
– Los promotores votarán por él.
– Ten en cuenta que hay muchos pequeños empresarios que le deben favores, gente que en su mayoría ha trabajado para Lloris.
– Así que no queda más remedio que admitir que Lloris estará en el pleno de la Cámara. ¿A qué crees que se debe su repentino interés por la Cámara de Comercio?
– A que ha fracasado en otras tentativas, como la de entrar en la Asociación de Empresarios Valencianos o en la Cámara de Promotores, un lobby que agrupa diez empresas que controlan el setenta y cinco por ciento de las obras públicas que acomete la Generalitat.
– Ya lo sé.
Las perogrulladas de Pérez la sacaban de quicio.
– La Cámara de Comercio es el único trampolín que le queda. Quiere asumir la presidencia con la promesa de disolverla y crear una nueva asociación de empresarios dirigida por él. Esa plataforma le permitiría presionar al poder político.
– Disolver la Cámara es algo que ya intentó en 1996 y el Tribunal Constitucional sentenció la obligatoriedad de afiliación de todas las empresas, incluidos los autónomos.
– Lo intentaría de nuevo. Él sabe que es imposible disolverla, pero le interesa el barullo; le interesa hacer coincidir el barullo con las elecciones autonómicas. Algo así tendría un gran eco en los medios de comunicación. Hay muchos empresarios, generalmente pequeños, que ven la Cámara como una entidad inútil. Los que votan no han pasado nunca del treinta por ciento.
– Son empresarios sin ninguna relevancia social.
– Juntos podrían tener alguna.
– En conjunto no llegan a tener ni siquiera la mitad de la fuerza de la AEV o de la Cámara de Promotores.
– Pero el Cristo se armaría igual.
– Mira, José Luis, Lloris no quiere disolver la Cámara o poner un pleito para disolverla, lo que pretende es hacernos chantaje: a cambio de no montar el pollo, participar en alguno de los grandes proyectos de la Generalitat. Hasta ahora se ha quedado fuera, entre otras cosas porque tanto la AEV como la Cámara de Promotores no le pueden ver ni en pintura. ¿Sabes por qué?
– No.
– Porque es un tipo especial -Júlia hizo una pausa. Primero atravesó con la mirada al presidente de la Cámara, después comió un poco de sepia y bebió un pequeño sorbo de Roederer. Quería llamar la atención de su interlocutor para que hiciera correr la voz-. Escucha, José Luis, Juan Lloris lo quiere todo. Y tú sabes muy bien que hay favores que tienen que pagarse. De no ser así, estaríamos en la selva. Hay intereses comunes que se deben respetar.