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José Luis Pérez sabía mucho de «intereses comunes». Pero era importante recalcárselo porque la gente, a veces, es muy poco agradecida, aunque no era su caso. Como presidente de la Cámara de Comercio sabría transmitirles la consigna a sus colegas.

– Además -continuó Júlia-, los de la Cámara de Promotores saben cómo se las gasta Lloris. Según tengo entendido, cuando salió la subasta para construir el Palau de la Música él era integrante de la Cámara de Promotores. La Cámara presentó un presupuesto, pero Lloris, a través de una empresa filial, presentó otro aún más bajo.

– Algo de eso he oído.

– En fin, José Luis, tengo que irme de aquí convencida de que Lloris no tendrá ni la más remota posibilidad de acceder a la presidencia de la Cámara. Hay ciertas bromas que al jefe no le hacen ninguna gracia.

– Te lo puedo asegurar, todo está bajo control.

– De eso tendrás que responder personalmente.

Por supuesto que respondería. Al fin y al cabo era presidente de la Cámara de Comercio por sugerencia de la Generalitat a la AEV. El favor que les debía implicaba obediencia. El camarero les sirvió un plato de mejillones a la crema de ajo. Después, un poco de arroz con bogavante y pulpo. De postre, tarta de café. Júlia prefirió no tomar licor. Se levantó para que el camarero le pusiera el abrigo. Una vez de pie, vio El Liberal en la silla que Pérez tenía al lado. No le dijo nada pese a que la Generalitat había declarado el boicot total al periódico, pero le desagradó que Pérez lo leyera. Se fue después de decirle que la mantuviese informada. Pérez se quedó. Alfredo le trajo Glenrothes, reserva del 71, y un Cohibas. Media hora más tarde fue a pedir la cuenta. Se estremeció ante la factura. El llamado Roederer Cristal Rosé, capricho de Júlia, valía cincuenta mil pesetas. No pudo evitar maldecir por dentro, pero no se podía quejar: el favor que les debía era tan grande que si no se lo hubieran hecho, ahora estaría en la ruina.

Tres años antes, aprovechando el buen momento económico de la empresa Excavaciones Pérez, dedicada a arrendar maquinaria para obras públicas, renovó totalmente su equipo con un leasing al que, poco después, no pudo hacer frente debido a que, de improviso, la Administración dejó de necesitar sus servicios. Posteriormente, también de improviso, la Administración le encargó el trabajo necesario para salir del mal paso. Durante el período transcurrido entre lo que prácticamente fue una quiebra empresarial y la normalidad, José Luis Pérez había asumido la presidencia de la Cámara de Comercio. Júlia estaba detrás de toda la operación, pero él no lo sabía. Bueno, sabía que Júlia le había sacado del problema, pero no que lo hubiera creado. Así pues, estaba a su merced. Ahora Excavaciones Pérez navegaba sobre aguas apacibles y bajo la única ley moral de los negocios: los beneficios. El presidente retiró su tarjeta personal de la mesa, la había sacado de manera instintiva, y dejó en su lugar la tarjeta de gastos de representación de la Cámara. En el dorso de la factura anotó «comida con la delegación peruana». No disfrutaba al hacer cosas así, pero, teniendo en cuenta cómo estaba el patio, presentar una factura de dos comensales por aquella suma de dinero era una auténtica temeridad.

4

La mesa de la sección de sucesos del diario El Liberal se dividía en dos partes: una estaba ocupada por una redactora y por la jefa de sección, Adelina Pujalt; en la otra estaba Jesús Miralles, solo con su cenicero lleno de colillas hasta los topes. Fumaba como un carretero. Prácticamente empalmaba un cigarrillo tras otro y tenía por costumbre dejárselos encendidos en el cenicero, de modo que el humo molestaba a sus dos compañeras de sección, que intentaban evitar las molestias creando un espacio entre Miralles y ellas.

La redacción de El Liberal estaba integrada prácticamente en su totalidad por periodistas jóvenes. Aparte del director, de los dos subdirectores y de algún jefe de sección, que pasaban de los cuarenta, el resto a duras penas tenía más de treinta. La excepción era Jesús Miralles, con cincuenta y nueve años. Miralles era una excepción a todo y a todos. Era el periodista más veterano de El Liberal, con treinta y dos años trabajando en el mismo diario; era el único periodista no licenciado en Ciencias de la Información; era el único profesional de la plantilla que había presenciado los cambios de sociedad empresarial sufridos por El Liberal y, además, era el único periodista que jamás había cambiado de sección. Desde que entró en el periódico, a los veintisiete años, en 1969, siempre había trabajado como redactor de sucesos.

La línea editorial del diario era crítica con la política de la Generalitat, hecho que el Govern le hacía pagar con la total retirada de la publicidad institucional, un castigo anticonstitucional que el Govern ejercía sin que se le cayesen los anillos. Sin embargo, Miralles no estaba en contra de nadie. No hacía falta que lo estuviera, ya que las secciones de sucesos de los diarios son las más políticamente asépticas.

La mesa de la sección de sucesos estaba al fondo de la redacción, una planta larga y más bien estrecha de un edificio situado en el polígono industrial de Vara de Quart. Al fondo, las dos mujeres tenían la posibilidad, cuando Jesús Miralles cargaba el ambiente de humo (por las tardes se solía fumar dos o tres brevas de Quintero), de dejar medio abierto un ventanal. En invierno, los redactores de deportes, cuya mesa precedía a la suya, protestaban. Entonces Miralles fumaba en una sala habilitada para tomar café y refrescos. En la sala, fumaba y bebía. (Miralles era alcohólico, o como dicen ahora «bebedor social», aunque no era muy sociable. Su aspecto delgado, muy delgado, desaliñado, con los pómulos ligeramente enrojecidos y los ojos vidriosos, indicaba alguna anomalía en la salud.) Era cierto, bebía discretamente; las normas de la empresa prohibían consumir alcohol en la redacción. Tampoco se podía fumar, de acuerdo con una ley del Gobierno central, pero los fumadores aún disfrutaban de una especie de bula. En el diario, Miralles no bebía en exceso. De vez en cuando iba a la sala, sacaba un café de la máquina y se sentaba de espaldas en algún lugar apartado de los demás. Entonces vertía el coñac de una petaca en la taza para convertir su café en un generoso carajillo.

La vida de Jesús Miralles cambió en 1990, con la muerte de su hijo Josep, que apareció ahogado en el rompeolas del puerto, tras cinco días de intensa búsqueda sin noticias de su paradero. Heroinómano compulsivo, acabó metido de lleno en la mafia de los camellos. «Un ajuste de cuentas», dictaminaron sus amigos de la guardia civil, que llevaron a cabo un despliegue de medios inusual para encontrarlo. Ya habían tenido que sacarle las castañas del fuego más de una vez. Empar, la esposa de Miralles, murió dos años más tarde. A Jesús Miralles le quedaba una hija casada que iba a ver de vez en cuando, a mediodía, aprovechando que su marido no estaba en casa. No tenía buenas relaciones con su yerno, abstemio militante. Miralles no había sido nunca abstemio; pero desde la muerte de su hijo, y posteriormente de su mujer, había perdido cualquier moderación en la bebida hasta convertirse en un alcohólico (un alcohólico solitario).

En el diario, en la sección de sucesos, se ocupaba de los breves y de las noticias de agencia. La tarea más complicada, o la que requería más urgencia, estaba a cargo de sus dos compañeras, que, por órdenes del director, dejaban que Miralles fuera a su aire, lo que exigía cierta resignación. Primero fue el cambio tecnológico del antiguo sistema tipográfico del plomo al offset. Hasta ese día, como los demás redactores, llenaba cuartillas y más cuartillas aporreando con dos dedos la Olivetti sin ninguna medida. De golpe y porrazo se encontró con que tenía que redactar las informaciones en un número predeterminado de palabras, líneas, espacios… Le costó mucho adaptarse, pero lo consiguió casi a la vez que sus amigos de la Benemérita: «Venga, Miralles, tienes que adaptarte a los tiempos. Si a nosotros nos han quitado el tricornio, ¿qué importancia tiene que a ti te quiten unas líneas?», le daba ánimos un viejo amigo, capitán de la guardia civil, que, después de muchos años sin pasar de oficial, había llegado a teniente coronel del cuerpo con los socialistas en el poder. Por supuesto, ahí no se acabaron los problemas técnicos de Miralles, porque, poco después del primer cambio, irrumpió en su vida laboral el ordenador, aparato que ya nunca fue capaz de dominar más allá de los conceptos básicos y casi siempre con ayuda de alguna de sus compañeras de sección.