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Este problema se convirtió en la moderna cuadratura del círculo. Todo pensador que se preciase demostraba su independencia intentando aportar algo a la tesorería de la solarística; por tanto, se multiplicaban las teorías según las cuales el océano era el resultado de una degeneración, de un retroceso acaecido tras su fase de «esplendor intelectual»; también se decía que el océano era, en realidad, un tumor que, nacido en el seno de los habitantes primigenios del planeta, acabó devorándolos y los absorbió, fundiendo sus restos en un elemento extracelular, autorrejuvenecedor, eterno.

Bajo la blanca luz de los fluorescentes, similar a la luz terrestre, aparté de la mesa los instrumentos y los libros que la atestaban y, tras desplegar sobre el tablero el mapa del planeta Solaris, me dediqué a examinarlo mientras me apoyaba con los brazos sobre los listones de metal que lo bordeaban. El océano vivo poseía sus bajíos y sus simas, sus depresiones y sus islas, cubiertas con una fina capa de minerales erosionados. No en vano, una vez fueron su fondo; ¿o quizás también el océano controlaba la aparición y la ocultación de las formaciones rocosas sumergidas en su seno? Observaba los gigantescos hemisferios trazados sobre el mapa, coloreados en diferentes tonalidades de violeta y celeste, y entonces experimenté un asombro conmovedor, el mismo que me sobrevino de niño, en la escuela, cuando me enteré de la existencia de Solaris.

No sé de qué forma todo lo que me rodeaba, junto con el misterio de la muerte de Gibarian e incluso mi futuro incierto, dejó de tener importancia. Seguí allí, sin pensar en nada, absorto en la contemplación extasiada de aquel mapa capaz de aterrorizar a cualquier ser racional.

Sus diferentes capas llevaban el nombre de los investigadores que habían dedicado su vida entera a explorarlas. Mientras examinaba las aguas del mar de Thexall, que rodean los archipiélagos ecuatoriales, tuve la sensación de que alguien me estaba observando.

Seguí inclinado sobre el mapa, pero ahora ya no lo veía. Estaba totalmente paralizado. Justo enfrente de mí tenía la puerta, bloqueada por las cajas y por el pequeño armario. Es un autómata, pensé, aunque antes no había ninguno en la habitación ni parecía probable que hubiera podido entrar sin que yo me percatara. La piel de la nuca y de la espalda empezó a arderme. La sensación de una mirada pesada e inmóvil me resultaba insoportable. No me di cuenta de que, al esconder la cabeza entre los hombros, me apoyaba cada vez con mayor fuerza contra la mesa que, poco a poco, se deslizaba; ese movimiento, de alguna manera, me liberó. Me giré bruscamente.

La habitación estaba vacía. Ante mí, nada más que la negra y enorme ventana semicircular. Sin embargo, la sensación no cesaba. La noche me observaba, amorfa, gigante, ciega y desprovista de fronteras. Ninguna estrella iluminaba la oscuridad tras los cristales. Corrí las opacas cortinas. No llevaba ni una hora en la Estación y ya empezaba a comprender la naturaleza de los casos de manía persecutoria que, según se me había informado, sufrían los habitantes de la Estación. Sin saber muy bien por qué, lo relacioné maquinalmente con la muerte de Gibarian. Hasta entonces pensaba que nada, por lo que yo sabía de él, podía lograr quebrar su mente. Dejé de estar tan seguro de esa circunstancia.

Me encontraba en medio de la estancia, junto a la mesa. Mi respiración se había ralentizado y notaba cómo el sudor de mi frente se evaporaba. ¿En qué estaba pensando un momento antes? Cierto, en los autómatas. Era muy extraño que no me hubiese cruzado con ninguno por el pasillo, o que no hubiera alguno en servicio en las habitaciones. ¿Dónde se habían metido todos? El único con el que me había topado pertenecía al personal del aeropuerto. ¿Y los demás?

Consulté el reloj. Era la hora de ir a ver a Snaut.

Salí. Las lámparas fluorescentes, colocadas en fila a lo largo del techo, iluminaban débilmente el pasillo. Pasé de largo junto a dos puertas, hasta llegar a la que llevaba el apellido de Gibarian. Durante un largo instante, que se me hizo eterno, permanecí de pie delante de ella. El silencio lo llenaba todo. Agarré el picaporte. En realidad, no tenía ganas en absoluto de entrar. La puerta cedió y se entreabrió, dejando a la vista una ranura de una pulgada de ancho que, durante un instante, se tiñó de negro; después se encendió la luz. Ahora, cualquiera que cruzara el pasillo podía verme atisbando por ella. Atravesé rápidamente el umbral y cerré silenciosamente la puerta. A continuación, me di la vuelta.

Estaba de pie, casi tocando la puerta con la espalda. La habitación en la que había entrado era más grande que la mía; también esta tenía una ventana panorámica, cubierta en sus tres cuartas partes por una cortina de florecillas azules y rojas, sin duda traída desde la Tierra y que no pertenecía al equipamiento de la Estación. Recubriendo las paredes se extendían hileras de estanterías repletas de libros y pequeños armarios esmaltados en verde claro, que arrojaban un brillo plateado. Su contenido, volcado por el suelo, se amontonaba entre las sillas. Justo enfrente de mí, dos mesillas giratorias, parcialmente incrustadas en las pilas de revistas que se escapaban de las carpetas, me impedían el paso. Los libros, abiertos totalmente y con las páginas en abanico, yacían en el suelo manchados con líquidos procedentes de los matraces que salpicaban la mesa y de unas botellas de corchos desgastados, tan gruesas que ni siquiera una caída desde gran altura habría conseguido romperlas. Bajo la ventana había un escritorio volcado, con la lámpara de trabajo de brazo telescópico rota; delante de ella, el taburete se adentraba, con dos patas, en los huecos dejados por los cajones desparramados por el suelo. Una verdadera inundación de papeles y de hojas garabateadas a mano cubría el suelo en su totalidad. Reconocí la letra de Gibarian y me incliné a recoger unos folios sueltos; entonces me di cuenta de que mi mano proyectaba una sombra doble.

Me di la vuelta. La cortina rosa estaba ardiendo, como si la hubieran incendiado desde arriba, con una línea de fuego, brusca y celeste, que se iba ensanchando poco a poco. Abrí la cortina y la potente luz me dañó los ojos. Ocupaba la tercera parte del horizonte. Un espesor de largas sombras, fantasmagóricamente extendidas, corría entre las hendiduras de las olas hacia la Estación. Estaba amaneciendo. Tras una noche que duraba apenas una hora, el segundo sol del planeta, de color celeste, ascendía lentamente por el cielo. Un interruptor automático apagó las luces del techo. Volví junto a los folios esparcidos. Cogí uno de ellos, al azar, y me topé con una concisa descripción de un experimento diseñado al parecer tres semanas atrás: Gibarian pretendía someter el plasma a la acción de unos rayos X particularmente intensos. Por el contenido, deduje que se trataba de un texto destinado a Sartorius, quien se suponía que iba a organizar el experimento; lo que tenía en la mano era una simple copia. La blancura de las hojas empezaba a causarme molestias en los ojos. El día que acababa de comenzar era diferente al anterior. La superficie del océano — color negro azabache, con reflejos rojizos, bajo el cielo anaranjado por el sol que se enfriaba— estaba casi siempre cubierta por una niebla rosa grisáceo, que se fundía con las nubes y las olas: pues bien, todo aquello había desaparecido. Incluso la luz que se filtraba a través del tejido rosa de las cortinas ardía como el quemador de una potente lámpara de cuarzo, dándole al bronceado de mis brazos una tonalidad casi gris. Toda la habitación se había transformado y lo que antes era rojizo se había vuelto ahora de un color marrón pálido, llegando a adquirir una tonalidad semejante a la de un hígado; en cambio, los objetos blancos, verdes y amarillos lucían ahora más vívidos e irradiaban un resplandor que parecía emanar de su interior.

Entorné los ojos y escudriñé a través de la ranura de la cortina: el cielo era un blanco mar de fuego, bajo el cual temblaba trepidante una especie de metal líquido. Cerré los párpados y distinguí ondulantes círculos rojos dentro de mi campo de visión. En la encimera del fregadero, rota por el borde, descubrí unas lentes oscuras y me las puse. Me ocuparon la mitad de la cara. Ahora, la cortina de la ventana ardía como una llama de sodio. Seguí leyendo, al azar, los folios que iba recogiendo del suelo y los fui colocando sobre la única mesilla que había sin volcar. Faltaban partes del texto.