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A continuación, leí los informes de los experimentos ya llevados a cabo. Averigüé que habían sometido al océano a radiación durante cuatro días, a más de dos mil kilómetros al noroeste de la ubicación de la Estación. Todo ello me sorprendió, puesto que la convención de la ONU había prohibido terminantemente utilizar rayos X debido a su acción mortífera, y estaba bastante convencido de que nadie había solicitado a la Tierra el permiso para embarcarse en dichos experimentos. De repente, levanté la cabeza y pude contemplar en el espejo del armario el reflejo de mi propia cara, blanca como la nieve, cubierta por las lentes negras. La habitación ardía en blanco y celeste pero, pasados unos minutos, se escuchó un prolongado chirrido y unas planchas herméticas cubrieron por fuera las ventanas; el interior se oscureció súbitamente haciendo que se encendiera la luz artificial, que ahora resultaba extrañamente pálida. Cada vez hacía más calor. Poco a poco el tono rítmico que emanaba de los conductos de climatización se fue asemejando a un intenso aullido. Los aparatos de refrigeración de la Estación trabajaban a toda máquina. Pese a ello, el calor siguió aumentando.

Oí unos pasos. Alguien caminaba por el pasillo. Alcancé la puerta en dos silenciosas zancadas. Los pasos aminoraron hasta detenerse por completo. Alguien se encontraba ahora de pie, detrás de la puerta. El picaporte cedió lentamente; lo sujeté de forma instintiva. La presión no aumentó, pero tampoco se hizo más débil. La persona que había al otro lado de la puerta actuaba con el mismo sigilo que yo, como si estuviera sorprendida de mi presencia. Permanecimos los dos un buen rato sujetando el picaporte, hasta que la presión del otro lado desapareció. Un leve susurro me aclaró que el desconocido se alejaba. Seguí allí, escuchando detrás de la puerta, hasta que se hizo el silencio.

LOS VISITANTES

Rápidamente doblé en cuatro los apuntes de Gibarian y me los guardé en el bolsillo. Me acerqué despacio al armario y rebusqué en su interior: los monos y los trajes de faena estaban apretujados y amontonados en uno de los rincones, como si alguien se hubiese escondido allí y lo hubiera dejado todo desordenado. Recogí una carta que asomaba por debajo de los papeles desperdigados en el suelo. Comprobé que la carta iba dirigida a mí. Con cierta inquietud, desgarré el sobre. Tuve que reunir todas mis fuerzas para desdoblar el pequeño trozo de papel que albergaba.

Era la letra regular, extremadamente menuda, pero legible, de Gibarian:

Ann. Solar. Vol. I. Anex., también: Vot. Separat. Messenger en rel. con F.; Pequeño apócrifo, de Ravintzer.

Esto era todo, ni una sola palabra más. La letra denotaba prisa. ¿Se trataba de un recado importante? ¿Cuándo había escrito aquello? Pensé que tenía que acudir cuanto antes a la biblioteca. Aquella mención al anexo al primer anuario solarista me resultaba vagamente familiar; o más bien tenía constancia de su existencia, pero nunca había tenido ocasión de ponerle el ojo encima, puesto que su valor era meramente histórico. En cambio, ignoraba por completo todo lo relativo al tal Ravintzer y a su Pequeño apócrifo.

¿Qué debía hacer?

Ya llevaba un cuarto de hora de retraso. Eché un último vistazo a la habitación desde la puerta, y fue entonces cuando me fijé en un enorme mapa de Solaris que tapaba una cama anclada a la pared en posición vertical. Detrás del mapa, descubrí un objeto colgando. Se trataba de una grabadora de bolsillo, metida en su funda. Extraje el aparato, coloqué la funda de nuevo en su sitio y me metí la grabadora en el bolsillo. Consulté el contador y comprobé que habían grabado casi toda la cinta.

Antes de salir, volví a escuchar, con los ojos cerrados, el silencio de fuera. No se oía nada. Abrí la puerta. El pasillo estaba negro como un abismo. Me quité los oscuros lentes y percibí las débiles luces del techo. Cerré la puerta a mis espaldas y me alejé por la izquierda, hacia la emisora de radio.

Mientras me dirigía a la cámara circular, desde la que se bifurcaban diferentes pasillos, como si fueran los radios de una rueda, pasé junto a una entrada lateral y estrecha, que debía de conducir a los baños, y capté una enorme e imprecisa silueta fundida con la penumbra.

Me paré en seco. Una gigantesca mujer negra se acercaba hacia mí, caminando pesada y lentamente. Vi el brillo del blanco de sus ojos y, casi al mismo tiempo, oí el suave chapoteo de sus pies descalzos. No llevaba nada de ropa, excepto una pequeña faldita amarilla y reluciente que parecía estar hecha de paja; sus pechos, enormes, colgaban y sus negros hombros eran del tamaño del muslo de una persona de altura media; pasó de largo, a un metro escaso de mí, sin ni siquiera mirarme, y se alejó balanceando sus caderas de elefante; me recordaba a aquellas esculturas esteatopígicas de la Edad de Piedra que suelen exponerse en los museos de Antropología. Giró hacia un lado en una curva del pasillo y desapareció por la puerta del camarote de Gibarian. Al abrirla, un foco de luz más fuerte, procedente del interior, la iluminó por un instante. La puerta se cerró silenciosamente y me quedé a solas. Con la mano derecha me agarré la palma de la mano izquierda y la apreté con todas mis fuerzas hasta que los huesos crujieron. Miré a mi alrededor, ausente. ¿Qué había pasado? ¿Quién era esa mujer? De pronto, como si alguien me hubiera golpeado, recordé la advertencia de Snaut. ¿Qué había querido decir? ¿Quién era aquella monstruosa Afrodita? ¿De dónde había salido? Di otro paso más, tan solo uno, hacia el camarote de Gibarian y una vez junto a la puerta me quedé inmóvil. Sabía de sobra que no iba a entrar. Tenía las ventanas de la nariz dilatadas. Había algo que no encajaba, algo iba mal. ¡Claro, eso era! Había esperado percibir el asqueroso y pronunciado hedor de su sudor, pero no noté nada, ni siquiera cuando aquella mujer se cruzó conmigo y apenas nos separaba un paso.

No sé cuánto tiempo estuve allí de pie, apoyado contra el frío metal de la puerta. El silencio anegaba la Estación. El único sonido que llegaba a mis oídos era el lejano y monótono rumor de los compresores del aire acondicionado.

Con la palma de la mano abierta, me propiné una ligera bofetada en la cara. Lentamente emprendí el camino hacia la emisora de radio. Mientras accionaba el picaporte, escuché una voz brusca, procedente de la estancia:

— ¿Quién anda ahí?

— Soy yo. Kelvin.

Encontré a Snaut sentado junto a la mesita empotrada, entre un montón de cajas de aluminio y la mesa de control del emisor; estaba comiendo, directamente de la lata, una conserva de carne. No sé por qué habría elegido para alojarse el cuarto de la emisora de radio. Me quedé allí de pie, atontado, junto a la puerta, sin poder apartar la vista del movimiento rítmico de sus mandíbulas al masticar. Súbitamente, sentí hambre. Me acerqué a las estanterías; de la pila de platos, elegí el menos polvoriento y me senté frente a Snaut. Durante un rato, masticamos en silencio; luego, Snaut se levantó, sacó un termo del armario de la pared y sirvió un vaso de caldo caliente para cada uno. Mientras colocaba el recipiente en el suelo — sobre la silla ya no quedaba espacio libre— preguntó:

— ¿Has visto a Sartorius?

— No. ¿Dónde está?

— Arriba.

Se refería al laboratorio. Seguimos comiendo en silencio hasta que oímos el chirrido de la chapa de la lata vacía. Era de noche en la emisora de radio. La ventana estaba herméticamente cerrada por fuera y cuatro fluorescentes redondos iluminaban el interior desde el techo. Sus reflejos reverberaban sobre la tapa de plástico del emisor.