Los pómulos de Snaut, de piel tirante, estaban marcados por unas pequeñas venas rojas. Ahora llevaba un jersey negro, holgado y deshilachado.
— ¿Te ocurre algo? — preguntó.
— No. ¿Por qué lo preguntas?
— Estás sudando.
Me pasé la mano por la frente. En efecto, estaba sudando a chorros; debía de ser algún tipo de reacción postraumática. Snaut me observaba con mirada escrutadora. ¿Se supone que tenía que decírselo? Decidí esperar a que me mostrara más confianza. ¿Quién jugaba allí, en contra de quién y cuáles eran las reglas?
— Hace calor — dije —. Supuse que el aire acondicionado funcionaría mejor aquí.
— En aproximadamente una hora se equilibrará. ¿Estás seguro de que es solo a causa del calor? — Levantó los ojos. Yo seguí masticando metódicamente, como si no le hubiera oído.
— ¿Qué vas a hacer? — preguntó, por fin, cuando terminamos de comer. Depositó el recipiente y las latas vacías en el fregadero de la pared y volvió a su sillón.
— Me adapto a vosotros — contesté flemáticamente —. ¿Tenéis algún plan de investigación? ¿Una nueva fuente de estímulos, un aparato de rayos X o algo por el estilo?
— ¿Un aparato de rayos X? — levantó las cejas —. ¿Quién te ha dicho eso?
— No lo sé. Alguien lo mencionó. Quizás a bordo de la Prometeo… ¿Qué? ¿Ya estáis en ello?
— Desconozco los detalles. Fue idea de Gibarian. La puso en marcha con Sartorius. Pero tú, ¿cómo puedes estar al tanto?
Me encogí de hombros.
— ¿Dices que desconoces los detalles? Deberías participar en el experimento; se supone que entra en tu marco de… — No acabé. Él guardaba silencio. El aullido de los ventiladores cesó y la temperatura se mantuvo a un nivel aceptable. Quedó una especie de ruido de fondo, parecido al de una mosca que agoniza. Snaut se incorporó y se acercó al panel de mandos; empezó a accionar los botones sin ton ni son, con el interruptor principal apagado. Prosiguió su juego durante unos instantes hasta que, sin girar la cabeza, anunció:
— Habrá que cumplir con las formalidades relacionadas con… ya sabes.
— ¿Sí?
Se dio la vuelta y me miró como si estuviera a punto de estallar de ira. No puedo asegurar que quisiera sacarlo de quicio con premeditación, pero como no comprendía aquel juego, preferí mantenerme al margen. Su nuez, de tamaño prominente, subía y bajaba al otro lado del cuello negro del jersey.
— Has visitado a Gibarian… — dijo de repente. No era una pregunta. Levanté las cejas y lo miré fijamente a la cara.
— Has estado en su cuarto — repitió.
Hice un pequeño gesto con la cabeza, como diciendo «quizás» o «supongamos que sí».
Quería que continuara hablando.
— ¿Te encontraste a alguien allí? —preguntó.
¡Sabía de la existencia de la mujer!
— Nadie. ¿A quién se supone que me debería haber encontrado? — pregunté.
— Entonces, ¿por qué no me has dejado entrar?
Sonreí.
— Me asusté. Después de tu advertencia, al ver que el picaporte se movía, lo sujeté instintivamente. ¿Por qué no me dijiste que eras tú? Te habría dejado pasar.
— Creía que era Sartorius… — dijo, inseguro.
— ¿Y qué?
— ¿Qué opinas exactamente de… lo que ha pasado allí? —contestó a mi pregunta con otra.
Dudé.
— Tienes que saberlo mejor que yo. ¿Dónde está?
— En la cámara frigorífica — respondió inmediatamente —. Lo trasladamos a primera hora de la mañana… Por el calor.
— ¿Dónde lo encontraste?
— En el armario.
— ¿En el armario? ¿Estaba ya muerto?
— Su corazón seguía latiendo, pero ya no respiraba. Estaba agonizando.
— ¿Intentaste reanimarlo?
— No.
— ¿Por qué?
Vaciló.
— No me dio tiempo. Falleció antes de que pudiera tumbarlo en el suelo.
— ¿Quieres decir que estaba de pie en el armario? ¿Entre los monos de faena?
— Sí.
Se acercó al pequeño escritorio del rincón y cogió un folio. Me lo mostró.
— Intenté pergeñar un protocolo provisional — dijo —. Es incluso mejor que hayas echado tú mismo un vistazo a la habitación. Causa de la defunción: inyección de dosis letal de pernostal. Aquí mismo está escrito…
Leí por encima el texto. Era tremendamente conciso.
— Suicidio… — repetí en voz baja —. ¿Y la causa?
— Desórdenes… depresión… hazte una idea. De eso entiendes tú más que yo.
— Solo entiendo de las cosas que uno puede ver con sus propios ojos — contesté y lo miré con calma desde abajo. Él estaba de pie, ante mí.
— ¿Qué quieres decir? — preguntó con tranquilidad.
— Se inyectó pernostal y se escondió en el armario, ¿es eso lo que dice el informe? Si fue así, no hablamos de depresión, ni de ningún desorden por el estilo. Se trata de una psicosis severa. De paranoia… Seguramente, creyó ver algo… — hablaba cada vez más despacio, mirándolo fijamente a los ojos.
Snaut se alejó hacia el panel de radio y volvió a ponerse a pulsar los botones.
— Aquí debajo figura tu firma — dije, tras un momento de silencio —. Y ahora dime, ¿dónde está Sartorius?
— Está en el laboratorio. Ya te lo he dicho. No se deja ver: supongo que…
— ¿Qué?
— Supongo que se ha encerrado.
— Conque se ha encerrado. Veamos. ¿Sugieres que quizás se haya atrincherado?
— Quizás.
— Snaut… — dije —, hay alguien más en la Estación.
—¡¿Tú mismo lo has visto?! — gritó inclinándose sobre mí.
— Me advertiste. Pero ¿sobre quién? ¿Sobre qué? ¿Se trata de una alucinación?
— ¿Qué es lo que has visto?
— Se trata de un ser humano, ¿no es así?
Permaneció callado. Se giró hacia la pared, como si no deseara que viera su rostro. Tamborileaba con los dedos sobre el tabique de metal. Me fijé en sus manos. Ya no le quedaba ni una huella de sangre en los nudillos. Tuve una especie de revelación.
— Lo que he visto es real — dije en voz baja, casi susurrando, como si le estuviera confiando un misterio que nadie más debía escuchar —. ¿Verdad? Se puede… tocar. Se le puede… herir… La última vez que lo viste fue esta mañana…
— ¿Cómo sabes eso?
Siguió dándome la espalda. Estaba muy cerca de la pared, casi la rozaba con el pecho.
— Justo antes del aterrizaje… ¿Poco tiempo antes de…?
Se dobló sobre sí mismo como si le hubieran golpeado en el estómago. Pude atisbar sus ojos enloquecidos.
—¡¿Tú?! — balbuceó —. ¿Quién eres tú?
Hizo ademán de abalanzarse sobre mí. No lo esperaba. La situación había empezado a tornarse surrealista. ¿No creía que yo fuera quien decía ser? Me lanzó una mirada de terror. ¿Había enloquecido? ¿Lo habían envenenado? Todo era posible. Pero yo mismo había visto a la criatura con mis propios ojos. ¿Eso quería decir que yo… también?
— ¿Quién es esa mujer? — pregunté. Mis palabras parecieron calmarlo. Durante unos instantes, me escrutó con la mirada, como si no terminara de confiar en mí. Yo ya sabía, antes de que abriera la boca, que no serviría de nada y que no me contestaría.
Lentamente, se sentó en el sillón y se apretó la cabeza con las manos.
— ¿Qué está pasando aquí? —dijo en voz baja —. Estoy delirando…
— ¿Quién es esa mujer? — pregunté de nuevo.