— Si tú no lo sabes… — murmuró.
— Entonces, ¿qué?
— Nada.
— Snaut — dije —, estamos lo suficientemente lejos de casa como para sincerarnos. Pongamos todas las cartas sobre la mesa. En cualquier caso, el asunto está ya suficientemente confuso…
— ¿Qué pretendes de mí?
— Que me digas qué es lo que has visto.
— ¿Y tú…? —repuso.
— Te estás alterando. Yo te diré lo que sospecho y tú me dirás lo que sabes. Puedes estar tranquilo, no te tomaré por loco. Estoy al tanto…
—¡Por loco! ¡Dios mío! — Quiso reírse —. Pero, amigo, tú no… no sabes nada en absoluto… eso habría sido la salvación. Si él, tan solo por un instante, hubiese creído que se trataba de locura, no lo habría hecho, y ahora estaría vivo…
— Entonces, lo que has escrito en el informe acerca del desorden nervioso, ¿es mentira?
—¡Por supuesto que lo es!
— ¿Por qué no escribir la verdad?
— ¿Por qué…? —repitió.
Se hizo el silencio. De nuevo había vuelto a sumirme en la más completa oscuridad. No comprendía nada, pero, por un momento, creí que conseguiría convencerle de que me lo contara todo. Entre los dos resolveríamos el misterio. ¡¿Por qué, por qué no quería hablar?!
— ¿Dónde están los autómatas? — pregunté.
— En los almacenes. Los hemos encerrado a todos, excepto a los asignados al servicio del aeropuerto.
— ¿Por qué los habéis encerrado?
De nuevo guardó silencio.
— ¿No me lo vas a decir?
— No puedo hacerlo.
Había algo en todo aquello que se me escapaba. ¿Quizás debería subir para ver a Sartorius? De pronto, me acordé de la nota y me pareció lo más importante en aquel momento.
— ¿Vas a seguir trabajando en estas condiciones? — pregunté.
— ¿Y qué importancia tiene? — Se encogió de hombros con desprecio.
— ¿Cómo? Si no, ¿qué piensas hacer?
No respondió. Rompiendo el silencio, se oyó, a lo lejos, el sonido de unas pisadas descalzas que se acercaban. Entre los aparatos niquelados y de plástico, entre los altos armarios cargados de instrumental electrónico, entre los cristales y los aparatos de precisión, aquellos pasos arrastrados y torpes sonaban como el estúpido juego de alguien que no acababa de estar en sus cabales. Me incorporé y observé a Snaut atentamente. Miraba con los ojos entornados, en actitud de escucha, pero no parecía estar asustado en absoluto. Entonces, ¿no era de ella de quien tenía miedo?
— ¿De dónde salió? —pregunté. Y al ver que tardaba en contestar, añadí—: ¿No quieres decírmelo?
— No lo sé…
— Está bien.
Los pasos se alejaron y se apagaron.
— ¿No me crees? — dijo —. Te doy mi palabra: ¡no lo sé!
En silencio, abrí el armario de las escafandras y comencé a apartar los pesados y vacíos caparazones. Tal como esperaba, las pistolas de gas utilizadas para desplazarse por el vacío gravitatorio colgaban de unos ganchos, al fondo del mueble. No valían mucho, pero, al menos, eran armas. Mejor aquello que nada. Comprobé el cargador y me eché al hombro la correa de la funda. Durante todo ese tiempo, Snaut estuvo observándome sin quitarme ojo. Me enseñó sus amarillos dientes en una sonrisa socarrona.
—¡Feliz caza! — dijo.
— Gracias por todo — contesté mientras me dirigía hacia la puerta. De un salto se levantó del sillón.
—¡Kelvin!
Lo miré. Había dejado de sonreír. No sé si alguna vez había visto un rostro tan cansado.
— Kelvin… yo… De verdad que no puedo — balbuceó. Aguardé un instante, por si decía algo más, pero solo movió los labios, como si quisiera escupir algo.
Me di la vuelta y salí sin decir palabra.
SARTORIUS
El pasillo estaba vacío. El primer tramo era recto; después, giraba a la derecha. Nunca había estado en la Estación, pero durante seis semanas, en el marco de mi entrenamiento en la Tierra, viví en una réplica exacta construida dentro del Instituto. Sabía adonde llevaba la escalera de peldaños de aluminio que se abría ante mí. La biblioteca estaba a oscuras. Palpé la pared a tientas, en busca del interruptor. Cuando encontré en el catálogo el primer tomo del anuario solarista, junto con el anexo, pulsé un botón y a continuación se encendió una lucecita roja. Según el fichero, el libro había sido dado en préstamo a Gibarian, al igual que el segundo tomo, el mencionado Pequeño apócrifo. Apagué la luz y regresé a la planta de abajo. Pese a que los pasos se habían alejado ya, temía entrar en su camarote. Ella podría volver. Durante unos instantes, permanecí delante de la puerta hasta que, apretando la mandíbula, me armé de valor y entré.
Dentro de la habitación, muy iluminada, no había nadie. Distraídamente, me puse a hojear los libros abandonados en el suelo, junto a la ventana; tras inspeccionar el lugar, me acerqué al armario y lo cerré. No soportaba ver aquel hueco vacío entre los monos de trabajo. Al no encontrar el anexo bajo la ventana, me dediqué a cambiar los libros de sitio, tomo por tomo, metódicamente, hasta que, en la última pila, entre la cama y el armario, di con el volumen que necesitaba.
Esperaba hallar alguna indicación, como así fue: en el índice de apellidos, alguien había colocado un marcapáginas con la inscripción, a lápiz rojo, de un nombre que no me decía nada: André Berton. La referencia aparecía en dos páginas diferentes. En la primera, averigüé que Berton era el copiloto de la nave de Shannahan. La siguiente mención aparecía unas cien páginas más adelante. Inmediatamente después del aterrizaje, la expedición había tomado todas las precauciones posibles, pero cuando, dieciséis días más tarde, se hizo evidente que el océano plasmático no solo no daba ninguna muestra de agresividad, sino que retrocedía ante cualquier objeto que se aproximara a su superficie y evitaba a toda costa el contacto directo con los aparatos o los humanos, Shannahan y su suplente, Timolis, suspendieron parte de aquellas cautelas iniciales, puesto que estas dificultaban y retrasaban demasiado la ejecución de las tareas.
Fue entonces cuando la expedición se dividió en pequeños destacamentos de dos o tres personas que, en ocasiones, sobrevolaban el océano, recorriendo varios centenares de kilómetros; los lanzadores, utilizados previamente para proteger y delimitar el área de trabajo, fueron destinados a la Base. Los cuatro primeros días, tras los cambios en la metodología, transcurrieron sin ningún incidente, salvo por ocasionales averías puntuales en el sistema de oxigenación de las escafandras, ya que las válvulas de entrada resultaron ser sensibles a la actividad corrosiva de la venenosa atmósfera. Por eso era imprescindible cambiarlas diariamente por unas nuevas.
El quinto día, el vigésimo primero desde el aterrizaje, dos investigadores, Carucci y Fechner (el primero de ellos era radiólogo y el segundo, físico), realizaron un vuelo de exploración sobre el océano a bordo de un aeromóvil biplaza. No era un vehículo volador, sino un planeador que se desplazaba sobre un colchón de aire comprimido.
Transcurridas seis horas sin la menor noticia de ambos, Timolis, quien dirigía la Base en ausencia de Shannahan, declaró el estado de alarma y envió a toda la gente disponible en su búsqueda.
Por una fatal casualidad, el enlace por radio se interrumpió aquel mismo día, una hora antes de la salida de los grupos de rescate: la causa fue una gran mancha en el sol rojo, que emitía fuertes rayos corpusculares contra las capas exteriores de la atmósfera. Funcionaban como los aparatos de ondas ultracortas, que facilitan la comunicación siempre que la distancia no supere los treinta kilómetros. Por si fuera poco, la niebla se espesó antes de la puesta del sol y la búsqueda tuvo que interrumpirse.