Durante el regreso de los grupos de rescate a la Base, uno de ellos descubrió el aeromóvil a apenas ciento veinte kilómetros de la orilla. El motor seguía funcionando y la máquina, intacta, flotaba a merced de las olas. Carucci, el único ocupante de la transparente cabina, estaba semiinconsciente.
El aeromóvil fue transportado a la Base y Carucci sometido a exámenes médicos. Recuperó la consciencia aquella misma noche, pero fue incapaz de informar sobre el paradero de Fechner. Lo único que recordaba era que, al poco de tomar la decisión de regresar, empezó a sentirse sofocado. Al parecer, la válvula de escape de su escafandra se había bloqueado así que, con cada respiración, una pequeña cantidad de gases venenosos penetraba dentro del sistema.
Al intentar reparar la válvula, Fechner se vio obligado a desabrocharse el cinturón de seguridad e incorporarse. Después de eso, Carucci no recordaba nada. Los expertos aventuraron un posible desenlace de los acontecimientos: mientras reparaba el aparato de Carucci, Fechner debió de abrir el techo de la cabina, probablemente para facilitar la movilidad dentro de la pequeña cúpula. Aquello resultaba factible, pues la cabina no era hermética, sino que apenas constituía una protección ante los factores atmosféricos y el viento. La botella de oxígeno de Fechner debió de estropearse durante la maniobra y, aturdido, trepó y salió por la trampilla del techo a la cubierta del aparato, desde donde debió de caerse al agua.
Esta es la historia de la primera víctima del océano. A pesar de que el cuerpo debería de haber flotado, al ir cubierto por la escafandra, la búsqueda no dio ningún resultado. De todas formas, quizás siguiera flotando: se consideró que barrer al milímetro una superficie de miles de kilómetros cuadrados de desierto ondeante, cubierto casi permanentemente de niebla, superaba con creces la capacidad de la expedición.
Antes del anochecer — vuelvo a los anteriores acontecimientos —, todos los aparatos de rescate habían regresado. Todos menos el más grande, el helicóptero de mercancías que pilotaba Berton.
Apareció sobre la Base, casi una hora después de la puesta de sol, cuando todos empezaban ya a preocuparse seriamente por él. Berton salió del aparato por sus propios medios, presa de una especie de shock nervioso. No bien descendió de la nave, inmediatamente se dio a la fuga; cuando intentaron retenerlo, comenzó a gritar, presa del llanto; algo sorprendente tratándose de un hombre con diecisiete años de navegación cósmica a sus espaldas, en ocasiones en las condiciones más extremas.
Los médicos sospechaban que también Berton había resultado envenenado. Transcurridos dos días desde el incidente, Berton, quien incluso tras recuperar un aparente equilibrio no quería ni por un momento abandonar el interior del cohete principal de la expedición, ni tan siquiera acercarse a la ventana que ofrecía una panorámica del océano, declaró que deseaba presentar el informe de su vuelo. Insistió en ello, aduciendo que era un asunto de la máxima importancia. Dicho informe, una vez leído por el consejo de la expedición, fue considerado el enfermizo fruto de un cerebro envenenado por los gases de la atmósfera y, como tal, anexado no a la historia de la expedición, sino al historial de la enfermedad de Berton, poniendo, de ese modo, punto final al asunto.
Eso es lo que decía el anexo. Me figuré que el quid de la cuestión era, por supuesto, el propio informe de Berton. Quizás allí pudiera hallar lo que pudo originar la crisis nerviosa de un piloto tan bregado como él. Me dispuse a revisar los libros por segunda vez, pero no conseguí encontrar el Pequeño apócrifo. Cada vez me sentía más cansado, así que aplacé la búsqueda hasta el día siguiente y abandoné el camarote. Cuando pasaba junto a la puerta de aluminio, me fijé en las manchas de luz proyectadas desde arriba. ¡Sartorius seguía trabajando! Pensé que podría subir a verlo.
En el piso superior, la temperatura era ligeramente más elevada. Por el pasillo, ancho y bajo, corría una leve brisa. Varias tiras de papel aleteaban frenéticamente por encima de las salidas de ventilación. La puerta del laboratorio principal consistía en una plancha de cristal rugoso, enmarcada en metal. Por dentro, alguien había colocado algo oscuro sobre el cristal para taparlo; la luz salía al exterior solo por unas claraboyas que se abrían a la altura del techo. Empujé el cristal. Tal como me figuraba, la puerta no cedió. En el interior, reinaba el silencio; de vez en cuando, se oía un soplido parecido al de una llama de gas. Llamé con los nudillos, pero no obtuve respuesta.
—¡Sartorius! — grité —. ¡Doctor Sartorius! ¡Soy yo, Kelvin! El recién llegado. Necesito verlo, ¡ábrame, se lo ruego!
Se escuchó un ligero susurro, como pasos sobre un papel arrugado, y después, de nuevo se hizo el silencio.
—¡Soy yo, Kelvin! ¡Seguro que ha oído hablar de mí! ¡He aterrizado con la Prometeo hace unas horas! — grité, acercando la boca al lugar donde el marco de la puerta se juntaba con el vano metálico —. ¡Doctor Sartorius, aquí no hay nadie más que yo! Ábrame.
Silencio. A continuación, de nuevo, un suave susurro. Y luego unos crujidos, muy pronunciados, como si alguien estuviera colocando herramientas sobre una bandeja metálica. Me quedé estupefacto al escuchar una serie de pasos muy seguidos, como el trote de un niño pequeño: unas rápidas y densas pisadas de piernas enanas. A lo mejor… alguien sabía cómo imitarlas, tamborileando con los dedos sobre una caja vacía.
—¡Doctor Sartorius! — vociferé —. ¡¿Va a abrir o no?!
No hubo respuesta. En cambio, de detrás de la puerta volvió a llegarme de nuevo aquel trote infantil. Al mismo tiempo se oyó una serie de rápidos y enérgicos pasos, apenas perceptibles, como si alguien caminara de puntillas. Si Sartorius caminaba de ese modo, ¿no podía también imitar la manera de andar de un niño? ¡Y a mí qué me importa! pensé sin poder contener la rabia que empezaba a apoderarse de mí. Grité:
—¡Doctor Sartorius! ¡No me he pasado dieciséis meses volando para arredrarme ahora con sus jueguecitos! Voy a contar hasta diez. Después, ¡derribaré la puerta!
Dudé de que pudiera conseguirlo.
El retroceso de una pistola de gas no es muy violento, pero estaba decidido a cumplir con mi amenaza de una manera u otra, aunque me viera obligado a emprender la búsqueda de explosivos que, estaba convencido, abundarían en el almacén. Me dije que no podía rendirme. No podía seguir jugando con aquellas cartas marcadas por la locura que las circunstancias habían puesto a la fuerza en mis manos.
Dentro de la habitación se escuchó un ruido, como si alguien estuviera forcejeando o empujando un objeto por el suelo; la cortina de dentro se movió, puede que medio metro. Una estilizada sombra se proyectó sobre la hoja mate de la puerta, que parecía estar cubierta de escarcha, y se escuchó una voz de tiple ronco diciendo:
— Abriré, pero tiene que prometerme que no intentará entrar.
— Entonces, ¡¿por qué me va a abrir?! — grité.
— Saldré yo a verle.
— Está bien. Le doy mi palabra de honor.
Se oyó el ligero chasquido de la llave girando dentro de la cerradura. Luego, la silueta oscura que tapaba la mitad de la puerta volvió a cubrirla por entero, ejecutando, al tiempo, lo que parecía ser una serie de complicadas maniobras; al poco escuché, además, una especie de crujido, procedente de una especie de mesita de madera que alguien hubiera desplazado y, finalmente, el panel blanco se entreabrió lo suficiente como para que Sartorius pudiera deslizarse hasta el pasillo. Ahora se hallaba frente a mí, con su cuerpo tapando la puerta. Era increíblemente alto y delgado; bajo una camiseta de algodón color crema, parecía que estaba compuesto tan solo de huesos. Llevaba un pañuelo negro al cuello; una bata de laboratorio doblada en dos y manchada de reactivos le colgaba del hombro. Ladeaba una cabeza extremadamente estrecha. Unas lentes negras y curvadas le cubrían casi la mitad de la cara, de forma que me era imposible distinguir sus ojos. La parte inferior de su mandíbula era alargada; sus labios lívidos y enormes, y tenía unas orejas que, por el color, también lívido, parecían congeladas. Tenía barba de varios días. Un par de guantes antirradiactivos, de goma roja, le colgaban de las muñecas. Durante un instante, nos miramos el uno al otro sin disimular la desgana. El poco pelo que tenía (daba la impresión de que él mismo se pasaba la maquinilla para cortárselo al uno) era de color plomizo; la barba, completamente gris. Tenía la frente morena, semejante a la de Snaut, pero en su caso, una línea horizontal le dejaba la parte superior sin broncear. Al parecer, siempre se ponía una gorra para protegerse del sol.