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— Le escucho — dijo por fin. Me pareció que estaba en tensión, no tanto por lo que yo fuera a decirle, sino por lo que quizás estaba ocurriendo a sus espaldas. Durante un buen rato, no supe qué decir. No quería meter la pata.

— Me llamo Kelvin… ha tenido que oír hablar de mí —empecé —. Soy… Quiero decir, fui colaborador de Gibarian…

Su delgado rostro, cubierto de surcos verticales — imaginé que esa justamente debía de ser la cara de Don Quijote —, estaba desprovisto de toda expresión. La negra placa de sus gafas cóncavas me dificultaba extremadamente la comunicación.

— He podido averiguar que Gibarian… está muerto. — Me interrumpí.

— Sí. Le escucho.

Su respuesta sonó impaciente.

— ¿Se ha suicidado? ¿Quién encontró el cuerpo? ¿Fue usted o lo hizo Snaut?

— ¿Por qué viene a hablarme de esto? ¿Es que el doctor Snaut no le ha dicho…?

— Quería escuchar qué es lo que usted tiene que decir sobre el asunto…

— ¿Es usted psicólogo, doctor Kelvin?

— Sí. ¿Por qué?

— ¿Se licenció en la Universidad?

— Sí. Pero ¿qué tiene que ver esto con…?

— Creía que era usted criminalista, o policía. Son las dos cuarenta y usted, en vez de intentar desempeñar las labores planteadas en la Estación — lo que me ayudaría a comprender, pese a todo, el brutal intento de colarse en el laboratorio —, se dedica a interrogarme como si yo fuese un vulgar sospechoso.

El esfuerzo que estaba haciendo por controlarme hizo que empezaran a manar gotas de sudor por mi frente.

—¡Usted sí que es sospechoso, Sartorius! — dije con voz ahogada.

Quería herirle a toda costa. Añadí con saña:

—¡Y lo sabe perfectamente!

—¡Si no retira sus palabras, y no me pide disculpas, me veré obligado a formular una queja formal contra usted en el parte radiofónico!

— ¿De qué se supone que debo disculparme? ¡¿De que en vez de recibirme, en vez de aclararme honradamente lo que está ocurriendo aquí, se atrinchere en el laboratorio?! ¡¿Es que ha perdido por completo el juicio?! ¡¿Qué se supone que es usted? ¿Un científico o un miserable cobarde?! ¿Eh? ¡Conteste! — Ahora no recuerdo exactamente qué más le grité, pero él ni siquiera se inmutó. Unas gotas gruesas de sudor resbalaban por su cutis pálido y poroso. De pronto, me di cuenta de que no me estaba escuchando en absoluto. Escondió ambas manos tras la espalda y, haciendo un esfuerzo, sujetó la puerta, que había temblado ligeramente, como si alguien estuviera empujándola desde el otro lado.

— Váyase… de aquí… —gimió, con una extraña voz estridente —. ¡Por Dios! ¡Váyase! ¡Márchese abajo! Ya bajaré yo luego. Haré todo lo que me pida, pero, se lo suplico, ¡váyase!

En su voz había tanto sufrimiento que, atónito, alcé la mano instintivamente para ayudarle a sujetar la puerta, porque estaba claro que era lo único que le preocupaba en esos momentos. En ese preciso instante, emitió un grito estridente, como si lo estuviera amenazando con una navaja, así que comencé a retroceder mientras él seguía chillando en falsete: «¡Fuera! ¡Fuera de aquí!», y luego: «¡Ahora vuelvo! ¡Enseguida vuelvo! ¡No! ¡No!».

Entornó la puerta y se abalanzó hacia el interior. Me pareció ver un destello dorado a la altura del pecho, una especie de disco brillante. Del laboratorio provenía un rumor sordo, la cortina se descorrió hacia un lado y una sombra enorme y alta se alzó ante la pantalla de cristal; la cortina regresó a su posición inicial, impidiendo ver nada más. ¡¿Qué estaba pasando allí?! Se escucharon pasos precipitados, hasta que la loca persecución fue interrumpida por un tremendo estrépito de cristal y una voz infantil estalló de risa…

Me temblaban las piernas; miré a mi alrededor. Se había hecho el silencio de nuevo. Me senté en el vano de una ventana de metacrilato. Permanecí así durante aproximadamente un cuarto de hora; no sé, quizás a la espera de algo, o simplemente tan alucinado que ni siquiera tenía ganas de levantarme. La cabeza me estallaba. Arriba, en algún sitio, se oyó un prolongado chirrido e inmediatamente después todo se iluminó.

Desde donde yo estaba, solo podía distinguir una parte del pasillo circular que rodeaba el laboratorio. Se encontraba en la parte más alta de la Estación, justo debajo de la cubierta circular del caparazón; por eso, las paredes exteriores eran cóncavas e inclinadas, con ventanas cada pocos metros, a modo de aspilleras; las exteriores se estaban levantando en ese momento, el día color celeste llegaba a su fin. Un brillo deslumbrante penetró en la habitación a través de los gruesos cristales. Cada listón niquelado, cada picaporte, brillaban como pequeños soles. La puerta del laboratorio — aquella enorme hoja de cristal poroso— se iluminó como la boca de un fogón. Contemplé mis manos que reposaban sobre mis rodillas, grises bajo aquella luz fantasmagórica. Con mi derecha, empuñaba la pistola de gas, sin saber ni cuándo ni cómo la había sacado de su funda. La guardé de nuevo. De pronto fui consciente de que ni siquiera un lanzallamas nuclear podría haberme servido de ayuda. ¿Con qué fin había recurrido a ella? ¿Para entrar en el laboratorio?

Me puse de pie. El escudo solar, brillante como una explosión de hidrógeno, se sumergía lentamente en el océano; en el momento en que tocó la superficie, disparó hacia mí un haz horizontal de rayos, casi palpables; cuando alcanzó mi mejilla — bajaba ya por la escalera —, tuve la sensación de que hubieran estampado en ella un sello candente.

A mitad de la escalera, cambié de opinión y volví sobre mis pasos. Di una vuelta alrededor del laboratorio. Como ya he dicho, lo rodeaba un pasillo: al cabo de unos cien pasos, me encontré en el otro extremo, frente a una puerta de cristal muy parecida a aquella que había visto en el laboratorio. Sabía que estaba cerrada, así que no intenté abrirla.

Busqué alguna ventanita en mitad de la pared de metacrilato. Me valía con una ranura; la idea de espiar a Sartorius ya no me parecía en absoluto miserable. Necesitaba acabar con las conjeturas y conocer la verdad, aunque no me imaginaba cómo sería capaz de comprenderla realmente.

Deduje que los vanos del techo proporcionaban luz a las salas del laboratorio, de modo que, si conseguía salir fuera, quizás podría echar un vistazo dentro a través de las ventanas instaladas en el caparazón exterior. Para llevar a cabo mi propósito, hube de bajar en busca de mi escafandra y de la botella de oxígeno. Permanecí un instante de pie, en lo alto de la escalera, planteándome si realmente valía la pena. Muy probablemente, el cristal de las ventanas superiores fuese mate, pero no me quedaba otra salida. Descendí al nivel intermedio. Tuve que pasar por delante de la emisora de radio. La puerta estaba abierta de par en par. Snaut seguía sentando en el sillón, tal como lo había dejado. Dormía. Al escuchar mis pasos, se estremeció y abrió los ojos.

—¡Hola, Kelvin! — dijo con voz ronca. No contesté.

— ¿Y qué? ¿Has podido averiguar algo? — preguntó.