— Sí, es cierto — contesté lentamente —. Él no está solo.
Torció los labios en una mueca.
— Bueno, bueno. Eso ya es algo. ¿Dices que tiene visitas?
— No entiendo por qué no queréis decirme qué es lo que está pasando… — solté como quien no quiere la cosa —. Trabajamos juntos y, tarde o temprano, terminaré por enterarme. Entonces, ¿a qué tanto misterio?
— Ya lo entenderás… cuando vengan a verte — dijo. Parecía estar esperando algo. No tenía muchas ganas de hablar.
— ¿Adonde vas? — me espetó cuando me di la vuelta. No contesté.
Una vez en el aeropuerto, comprobé que la nave se encontraba en el mismo estado en que la había dejado. Sobre la plataforma se alzaba mi cápsula, abierta completamente y chamuscada. Me acerqué a los percheros de las escafandras, pero, de pronto, se me quitaron las ganas de hacer una escapada al exterior del caparazón, como tenía planeado. Di media vuelta y bajé por la escalera de caracol hasta los almacenes. Un montón de bombonas y de cajas apiladas atestaban el estrecho pasillo. Las paredes estaban cubiertas por un metal que relucía, pálido, bajo la luz. Unos veinte pasos más allá, divisé bajo el techo los escarchados cables del aparato de refrigeración. Los seguí. Se introducían por el cuello de plástico de la caja de derivación hacia una cámara herméticamente cerrada. Al abrir la puerta, de un grosor de unas dos pulgadas, me envolvió un frío penetrante. Temblé. Había montones de bobinas nevadas de las que colgaban carámbanos. Aquí también había cajas y cápsulas cubiertas por una capa de nieve; las estanterías, en la pared, rebosaban de latas y de amarillentos bloques de grasa. Al fondo, la cilíndrica bóveda perdía altura y de ella colgaba una centelleante cortina de pedazos de hielo. Los aparté levemente. Sobre el camastro de rejas de aluminio yacía una enorme y alargada silueta. Separé un poco la lona y contemplé el rostro petrificado de Gibarian. Su pelo negro, con un mechón gris en la frente, se adhería perfectamente al cráneo. La nuez sobresalía bastante y le partía el cuello en dos. Sus ojos resecos miraban inertes hacia el techo; en la comisura de uno de los párpados, se había acumulado una turbia gota de hielo. Tenía tanto frío que me costaba que no me castañearan los dientes. Sin soltar la capa, le toqué la mejilla con la otra mano y su tacto me recordó al de la leña congelada. Los pelos de la barba, que asomaban en forma de pequeños puntos negros, le arrugaban la piel. Los labios cerrados expresaban una infinita y despectiva paciencia. Al dejar caer el trozo de tela, me fijé en que, de entre sus pliegues, al otro lado del cuerpo, asomaban varias cuentas de color negro, quizás semillas de judía, de todos los tamaños. De pronto, me quedé petrificado, pues reconocí los dedos de unos pies descalzos desde la planta; las oblicuas yemas estaban ligeramente separadas entre sí. Bajo el arrugado manto yacía, aplastada, la mujer negra.
Estaba tumbada boca abajo y parecía sumida en un profundo sueño. Retiré la gruesa tela, lentamente. La cabeza, cubierta de pequeños y grisáceos manojos de pelo enroscado, reposaba sobre su macizo brazo flexionado, del mismo color negro. La reluciente piel de la espalda se tensaba sobre las irregularidades de la columna. Ningún movimiento animaba el cuerpo colosal. Volví a mirar las plantas descalzas de los pies y algo me chocó: no estaban aplastadas ni hundidas por el peso que habían debido de soportar, ni siquiera marcadas por las durezas de andar descalza por el piso; bien al contrario, las cubría una piel igual de fina que la de la espalda o las manos.
Contrasté esta percepción tocándola levemente; noté la repulsión propia de cuando se toca un cadáver. Entonces ocurrió algo increíble: aquel cuerpo, expuesto a una temperatura de veinte grados bajo cero, pareció revivir. Uno de los pies se le encogió como en una convulsión, igual que los perros dormidos cuando se les roza una pata.
«Si la dejo aquí se va a congelar», pensé, pero su cuerpo todavía no estaba del todo frío, y aún podía notar su suave tacto con las yemas de mis dedos. Retrocedí, atravesando la cortina, la dejé caer provocando una lluvia de cristales y volví al pasillo. Fuera hacía un calor insoportable. La escalera me dejó justo al lado de la nave. Me senté sobre la tela enrollada del paracaídas de frenado y hundí la cabeza entre las manos. Me sentía como si me hubiesen abofeteado. No sabía lo que me estaba sucediendo. Estaba destrozado, mis pensamientos se precipitaban por un terraplén que amenazaba con derrumbarse: en aquellos momentos la pérdida de consciencia, incluso el aniquilamiento, se me revelaban como una gracia inaudita e inalcanzable.
No tenía sentido que fuese a ver a Snaut o a Sartorius. No me imaginaba que nadie pudiese recomponer todo aquello de lo que había sido testigo en las útimas horas, todo lo que había visto y había tocado con mis propias manos. La única salida posible era escapar de aquel lugar, y la única explicación era la locura. Sí: me debí de haber vuelto loco nada más aterrizar. Quizás el océano había logrado trastocar mi cerebro, me había sumergido en un mar de alucinaciones y, si era así, resultaba inútil malgastar las fuerzas en vanos intentos por resolver tantas adivinanzas, por desvelar el misterio de tantas realidades inexistentes. Más me valdría buscar ayuda médica, lanzar una llamada de socorro desde la emisora de radio a la Prometeo, o a alguna otra nave.
Entonces me ocurrió algo inesperado: pensar que me había vuelto loco me tranquilizó.
De sobra entendía las palabras de Snaut, suponiendo que el tal Snaut existiera y que alguna vez hubiera hablado con él, ya que las alucinaciones podían haber comenzado mucho antes. ¿Quién podía estar seguro? ¿Sería que quizás me encontrara aún a bordo de la Prometeo, afectado por el repentino brote de una enfermedad psíquica y todo lo vivido no fuera sino obra de mi excitado cerebro? Pero en cualquier caso, si estaba enfermo, podía curarme y aquello, al menos, me ofrecía unas esperanzas de salvación que de ninguna otra manera era capaz de vislumbrar en las enrevesadas pesadillas de los experimentos solaristas de las últimas horas.
Por tanto, era necesario llevar a cabo un experimento conmigo mismo, trazado de forma lógica — un experimentum crucis —, que me demostrara si era cierto que me había vuelto loco y si era víctima de los delirios de mi propia imaginación, o bien si, pese a su carácter absurdo e improbable, mis vivencias eran reales.
Estaba reflexionando sobre todo ello mientras contemplaba la ménsula de metal que soportaba la viga maestra del aeropuerto. Era un mástil de acero que sobresalía de la pared, forrado de chapa ondulada y pintado en verde celadón; en varios sitios, aproximadamente a un metro de altura, el esmalte se desconchaba, desgastado sin duda por los rieles de los cohetes que se deslizaban por él. Palpé el acero, lo calenté durante un rato con mi mano, y luego di un par de golpes en el laminado borde de la chapa protectora; ¿era posible que mi delirio alcanzara semejante nivel de realismo? «Quizás», me contesté; al fin y al cabo, aquella era mi especialidad, sabía bastante de la materia.
¿Resultaba posible que todo aquel experimento clave fuera simplemente un invento de mi mente? Al principio, me parecía que no, porque mi cerebro enfermo (si es que realmente lo estaba) crearía una ilusión a poco que le pusiera a tiro. No era necesario que estuviéramos enfermos, podría ocurrir que, en un simple sueño, habláramos con desconocidos que no existen en la vida real, que les hiciéramos preguntas a estos personajes soñados y que escucháramos sus respuestas pensando que eran reales; además, aunque estas personas fueran, en realidad, tan solo el fruto de nuestra psique y, de alguna manera, constituyeran una parte seudoautónoma y aislada en nuestro tiempo mental, no sabríamos qué palabras pronunciarían hasta que (dentro del sueño) no se dirigieran a nosotros. Pero, de hecho, se trataría de palabras fabricadas por aquella parte aislada de nuestra mente; por tanto, nosotros mismos deberíamos conocerlas desde el momento en que las concibiéramos para ponerlas en boca de algún personaje ficticio. Ante cualquier cosa que nuestro cerebro planificara e hiciera realidad, siempre podría decirme que había actuado precisamente como se actúa en los sueños. Ni Snaut, ni Sartorius tenían por qué existir de veras; de modo que formularles cualquier tipo de pregunta a cualquiera de los dos resultaba a la postre inútil.