Pensé que quizás podría tomarme alguna clase de medicamento, un remedio fuerte, como por ejemplo peyote, o algún otro preparado que provocara alucinaciones y visiones pintorescas. La vivencia de semejantes fenómenos confirmaría que lo que me había tomado existía de modo tangible, y que formaba parte de la realidad material que me rodeaba. Pero tampoco aquello, continué con mi razonamiento, constituiría el deseado experimento clave, porque yo sabía qué remedio (elegido por mí) debería funcionar; por lo mismo, podría suceder que tanto el hecho de ingerir aquel medicamento, como los efectos causados por él, no serían, al mismo tiempo, sino el fruto de mi imaginación enferma.
Estaba ya decidido a pensar que me sería imposible escapar al torbellino de la locura — dado que no se puede pensar de otra forma que no sea mediante el uso de la mente, uno no puede introducirse dentro de sí mismo para comprobar si los procesos se desarrollan con normalidad —, cuando de pronto tuve una revelación. Era algo tan sencillo como eficaz.
Me levanté de un salto del montón de paracaídas enrollados y corrí directamente a la emisora de radio. Estaba vacía. Instintivamente, eché un vistazo al reloj eléctrico de la pared. Eran casi las cuatro de la madrugada. La noche de la Estación; en el exterior se revelaba un amanecer rojo. Sin perder un minuto, puse en marcha el protocolo para las conexiones de radio de largo alcance y, mientras esperaba que las lámparas se calentaran, volví a repasar mentalmente todas las etapas del experimento.
No recordaba cuál era la señal de llamada de la estación del sateloide en órbita sobre Solaris, pero di con ella en un cartelito, pegado en el cuadro de mandos principal. Emití la llamada en código morse y la respuesta llegó ocho segundos después. El sateloide, o más bien su cerebro electrónico, se comunicaba mediante una señal pulsátil.
Entonces le pedí que me facilitara información acerca de los meridianos de la esfera de la galaxia estelar, que atravesaba a intervalos de veinte segundos a lo largo de su recorrido alrededor de Solaris, con la precisión de cinco decimales.
A continuación, me senté a esperar la respuesta, que llegó al cabo de diez minutos. Arranqué la cinta de papel con el resultado impreso y, tras guardarla en un cajón (me obligué a no mirarla, ni siquiera de reojo), traje de la biblioteca unos enormes mapas celestes, las tablas logarítmicas, el almanaque del desplazamiento diurno del satélite y unos cuantos libros auxiliares y, a continuación, me dispuse a buscar la respuesta a esa misma pregunta. Tardé al menos una hora en resolver ecuaciones; no recordaba la última vez que había dedicado tanto tiempo a unos cálculos; quizás fuera en la universidad, en el examen de Astronomía práctica.
Realicé las operaciones en la calculadora gigante de la Estación. Mi razonamiento fue el siguiente: los datos proporcionados por los mapas celestes no deberían coincidir a la perfección con los datos facilitados por el sateloide. O no necesariamente, puesto que el sateloide estaba sometido a unas perturbaciones muy complicadas, por efecto de las fuerzas gravitatorias de Solaris, de los dos soles que giraban a su alrededor, así como de los cambios gravitatorios locales inducidos por el océano. Cuando dispusiera de dos series de números, las facilitadas por el sateloide y las calculadas teóricamente a partir de los mapas celestes, introduciría las correcciones a mis cálculos; los resultados de ambos grupos deberían coincidir en los cuatro primeros decimales; las variaciones aparecerían tan solo a partir del quinto decimal, como consecuencia de la incalculable actividad del océano.
Incluso si los números proporcionados por el sateloide no fueran reales, sino tan solo el fruto de mi mente enloquecida, no coincidirían de todas formas con la segunda serie de datos numéricos. Y es que mi mente podía estar enferma, pero no sería capaz, en ninguna circunstancia, de llevar a cabo los cálculos realizados por la enorme calculadora de la Estación, ya que semejante operación requeriría muchos meses. Por lo tanto, el que las cifras coincidiesen significaría que la gran calculadora de la Estación existía de verdad y que realmente la había usado y yo no estaba delirando.
Las manos me temblaban al sacar del cajón la tira de papel del telégrafo y mientras la extendía junto a la otra, más ancha, proporcionada por la calculadora. Ambas series de números coincidían según lo previsto, hasta el cuarto decimal. Las variaciones se observaban en el quinto.
Guardé todos los papeles en el cajón. La calculadora, entonces, existía de verdad, independientemente de mí; aquello implicaba la existencia de la Estación y de todo cuanto se encontraba en su superficie.
Estaba a punto de cerrar el cajón cuando me fijé en que, en su interior, había una pila de folios cubiertos con impacientes cálculos. La saqué y, al ojearlos, comprobé que alguien había llevado a cabo un experimento parecido al mío, con la diferencia de que, en vez de los datos en relación a la esfera estelar, había requerido del sateloide mediciones del albedo de Solaris, con intervalos de cuarenta segundos.
No estaba loco. El último rayo de esperanza se había apagado. Desconecté el emisor, me tomé el resto del caldo del termo y me fui a dormir.
HAREY
Ejecuté los cálculos con un silencioso encarnizamiento, que era lo único que me mantenía de pie. Me sentía tan torpe a causa del cansancio que no fui capaz de desplegar la litera de mi camarote y, en vez de liberar los enganches superiores, tiré de la manivela de forma que las sábanas se me vinieron encima; cuando por fin conseguí abrirla, me quité el traje y la ropa interior, los arrojé al suelo y a continuación me dejé caer, semiinconsciente, sobre la almohada, sin terminar de inflarla siquiera. Me quedé dormido sin darme cuenta, con la luz encendida. Al abrir los ojos, tuve la sensación de haber dormido apenas unos minutos. La habitación estaba inundada de un nublado resplandor rojo. Tenía algo de frío y me encontraba a gusto. Yacía desnudo, completamente destapado. Enfrente de la cama, bajo una ventana que tenía la cortina descorrida hasta la mitad, había alguien sentado en una silla, bañado por la luz roja del sol. Era Harey que, con un vestido de playa blanco, las piernas cruzadas, descalza, el pelo moreno peinado hacia atrás, la fina tela ceñida sobre el pecho, extendía sus bronceados antebrazos y me observaba, inmóvil, por debajo de sus negras pestañas. La contemplé durante un largo rato, completamente tranquilo. Mi primer pensamiento fue: «Qué bien que sea un sueño, que eres consciente de estar soñando». Aun así, hubiese preferido que desapareciera. Cerré los ojos y empecé a desearlo con mucha intensidad, pero, al abrirlos de nuevo, ella seguía sentada en la misma postura. Fruncía los labios, como si fuera a silbar, un gesto habitual en ella, pero sus ojos no sonreían.
Me acordé de mis reflexiones de la noche anterior, antes de acostarme, acerca de los sueños. Tenía exactamente el mismo aspecto que la última vez que la había visto viva, cuando solo tenía diecinueve años; ahora tendría veintinueve, pero no había cambiado en absoluto: los muertos se mantienen jóvenes. Ella seguía mirándome y parecía estar sorprendida. «Voy a arrojar algo contra ella», pensé, pero aunque solo se trataba de un sueño no me atreví, ni siquiera dormido, a arrojarle nada a una muerta.
— Pobrecita, mi niña — dije —, has venido a hacerme una visita, ¿verdad?