Me asusté un poco, porque mi voz sonó muy realista y toda la habitación, incluida Harey, parecía absolutamente real.
¡Qué sueño tan plástico y colorido! Además, estaba viendo, por el suelo, objetos en los que la noche anterior, al acostarme, ni siquiera había reparado. «Cuando me despierte — pensé— tendré que comprobar si de veras están ahí, o si son también fruto del sueño, al igual que Harey…».
— ¿Vas a seguir ahí sentada mucho tiempo…? — pregunté, y me di cuenta de que estaba hablando en voz baja, como si temiera que alguien me oyera, ¡como si alguien pudiera estar escuchando, a hurtadillas, lo que sucedía dentro de un sueño!
Mientras tanto, el sol se había elevado un poco más. «Bueno — pensé —, no está mal». Me acosté durante el día rojo, luego tocaba el azul y, después, otro día rojo. Como era imposible que llevase durmiendo quince horas seguidas, ¡estaba claro que se trataba de un sueño!
Más calmado, observé con detenimiento a Harey. El sol la iluminaba a contraluz: el rayo que se filtraba por la ranura de la cortina doraba el aterciopelado vello de su mejilla izquierda y sus pestañas proyectaban una larga sombra sobre su rostro. Era preciosa. Hay que ver, pensé, ¡qué meticuloso era, incluso fuera de la realidad! me esforzaba por controlar los movimientos del sol y también porque ella tuviera su hoyuelo allí donde nadie más lo tiene, justo debajo de la comisura de sus sorprendidos labios; pero hubiese preferido que aquello se acabara ya. Tenía que ponerme a trabajar. Apreté los párpados, tratando de despertarme cuando, de pronto, oí un crujido. Inmediatamente, abrí los ojos. Estaba sentada a mi vera, sobre la cama, y me miraba muy seria. Le sonreí y ella me sonrió y se inclinó sobre mí: el primer beso fue liviano, como el de dos niños. Luego, la besé durante largo rato. ¿Era justo aprovecharse así de un sueño? pensé. Pero aquello ni siquiera constituía una traición a su recuerdo, porque era ella quien, por su cuenta, había entrado en mi sueño. Nunca antes me había ocurrido… Seguíamos sin hablar. Yo estaba tumbado boca arriba; cuando alzaba el rostro, podía mirar dentro de las ventanas de su nariz, iluminadas desde el exterior, que habían sido siempre el barómetro de sus sentimientos; con la punta de los dedos, recorrí sus orejas, que tenían los lóbulos enrojecidos a causa de mis besos. No sé si era eso lo que tanto me inquietaba; yo me seguía repitiendo que solo se trataba de un sueño, pero tenía el corazón oprimido.
Me armé de valor para abandonar la cama de un salto; estaba preparado para no conseguirlo; en los sueños, a menudo uno no domina su propio cuerpo que está como paralizado o ausente; es más, pensaba que la mera intención de levantarme me despertaría. Pero no me desperté, sino que me quedé sentado, con los pies apoyados en el suelo. No me quedaba otra, tenía que soñarlo hasta el final, pensé, pero el buen ambiente se había desvanecido sin dejar huella. Tuve miedo.
— ¿Qué quieres? — pregunté. Mi voz sonaba ronca y tuve que aclararla.
Instintivamente, palpé el suelo con los pies desnudos en busca de las zapatillas, antes de recordar que no las había traído, pero entonces me di un golpe tan fuerte en un dedo que chillé de dolor. «¡Ahora acabará todo esto!», pensé satisfecho.
Pero todo seguía igual. Harey retrocedió al incorporarme. Apoyó la espalda contra el cabecero de la cama. Su vestido palpitaba ligeramente, justo a la altura de su pecho izquierdo, al ritmo de su corazón. Me observaba con sereno interés. Pensé que lo mejor sería ducharme, pero se me ocurrió que una ducha con la que uno sueña no sería capaz de despertarme.
— ¿De dónde has salido? — pregunté.
Me cogió la mano y la lanzó al aire, en un gesto familiar, jugueteando con las yemas de mis dedos.
— No lo sé —dijo —. ¿Te parece mal?
La voz también era la misma, baja y un tanto distraída. Solía hablar sin preocuparse demasiado de lo que decía, como si estuviera entretenida con otra cosa; por eso, a veces, daba la sensación de ser una persona irreflexiva, incluso desvergonzada, porque todo lo miraba con una sorpresa abatida que solo se reflejaba en sus ojos.
— ¿Alguien… te ha visto?
— No lo sé. Simplemente he venido. ¿Acaso importa, Kris?
Siguió jugando con mi mano, pero su rostro se mostraba ya ausente. Se enfurruñó.
— ¿Harey…?
— Dime, cariño.
— ¿Cómo sabías dónde estaba?
Aquello la sorprendió. Descubrió el extremo de sus dientes al sonreír; sus labios eran tan oscuros que, cuando comía cerezas, no se notaba.
— No tengo ni idea. Es gracioso, ¿verdad? Estabas durmiendo cuando entré, pero no te desperté. No quería despertarte, porque te enfadas. Eres un gruñón y un aburrido — dijo y lanzó enérgicamente mi mano hacia lo alto, al compás de sus palabras.
— ¿Has estado abajo?
— Sí, he estado. Me he escapado de allí porque hacía mucho frío.
Me soltó la mano. Al tumbarse de lado, sacudió la cabeza hacia atrás para que todo el pelo le quedase a un lado y me miró con aquella media sonrisa que solo dejó de molestarme en el momento en que empecé a quererla.
— Pero… Harey… si… — balbuceé.
Me incliné sobre ella y le subí la manga del vestido. Justo encima de la cicatriz de la vacuna contra la varicela, en forma de flor, se divisaba la minúscula huella roja de un pinchazo. Aunque me lo esperaba (porque instintivamente seguía buscando retales de lógica en medio de lo inverosímil), tuve náuseas. Toqué con el dedo la pequeña marca de la inyección, con la que me había pasado años soñando — despertándome sobre las sábanas revueltas, gimiendo, siempre en la misma postura, doblado en dos, la misma postura en que la había encontrado a ella, ya casi fría —, porque intentaba imitarla en sueños, como si así pudiera implorar su perdón, o tal vez acompañarla en sus últimos momentos, cuando empezó a notar el efecto de la inyección y a tener miedo. Lo cierto es que un simple arañazo la asustaba, no soportaba el dolor, ni ver la sangre y, de pronto, hizo algo tan terrible, dejándome apenas cinco palabras en una hoja de papel a mi nombre. La guardaba entre mi documentación, la llevaba siempre conmigo, desgastada, desintegrándose en los pliegues, no me atrevía a separarme de ella; mil veces imaginé el momento en que la estaba escribiendo y lo que debió de sentir entonces. Me convencí de que únicamente pretendía montar una escena y asustarme y que, por error, la dosis resultó demasiado alta; todos me aseguraban que así había sido; o bien que había respondido a una decisión impulsiva, originada por la depresión, una depresión repentina. Sin embargo, ignoraban lo que yo le había dicho cinco días antes con el fin de hacerle daño; después, mientras yo recogía mis cosas y preparaba el equipaje para marcharme, ella me preguntó con sorprendente calma: «¿Sabes lo que significa…?». Y yo fingí no entenderla, aunque la entendía perfectamente, pero pensaba que era una cobarde y eso también se lo dije y ahora estaba tumbada sobre la cama, en diagonal, y me miraba atentamente, como si no supiera que fui yo quien la había matado.
— ¿Es todo lo que se te ocurre? — preguntó. El sol pintaba de rojo la habitación, el reflejo del amanecer brillaba en su pelo; ella se miró el hombro con repentino interés, solo porque yo lo había estado examinando durante mucho tiempo y, cuando dejé caer la mano, apoyó contra ella su fría y suave mejilla.
— Harey — dije con voz ronca —, esto no puede ser…
—¡Para!
Tenía los ojos cerrados, pude ver cómo temblaban bajo los tensos párpados, sus negras pestañas tocaban los pómulos.
— ¿Dónde estamos, Harey?
— En casa.
— ¿Y dónde está?
Abrió un ojo durante un segundo y enseguida lo cerró, cosquilleando mi mano con sus pestañas.