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—¡Kris!

— ¿Qué?

— Estoy tan a gusto…

Yo seguía sentado, inmóvil. Levanté la cabeza y vi una parte de la cama, el pelo revuelto de Harey y mis rodillas desnudas reflejadas en el espejo del lavabo. Con un pie, acerqué una de aquellas herramientas semifundidas esparcidas por el suelo y la cogí con la mano libre. La punta estaba afilada. Me la acerqué a la piel, justo por encima de una rosácea cicatriz, semicircular y simétrica, y me la clavé. El dolor fue punzante. Observé la sangre que corría por la parte interior del muslo y goteaba silenciosamente sobre el pavimento.

Fue inútil. Los terribles pensamientos que rondaban mi cabeza aparecían cada vez más perfilados, ya no me repetía «es un sueño»; hacía mucho que había dejado de creerlo, ahora pensaba más bien «tengo que defenderme». Miré su espalda que, bajo la tela blanca, se prolongaba en la curva de la cadera, y ella dejó sus pies descalzos colgando sobre el suelo. Alargué las manos hacia ellos, con suavidad le cogí un talón y empecé a acariciarle con los dedos la planta del pie.

Era tan delicada como la de un recién nacido.

Estaba ya casi seguro de que no era Harey y casi seguro, también, de que ella no lo sabía.

El pie descalzo se movió dentro de mi mano, los oscuros labios de Harey se llenaron de risas que no emitían ningún sonido.

— Para… — susurró.

Con suavidad, abrí la mano y me incorporé. Seguía desnudo. Mientras me vestía apresuradamente, vi que se sentaba sobre la cama sin dejar de mirarme.

— ¿Dónde están tus cosas? — pregunté y enseguida me arrepentí.

— ¿Mis cosas?

— ¿Solo tienes ese vestido?

Ahora aquello era un juego. Conscientemente, procuré comportarme con despreocupación, de forma natural, como si nos hubiésemos separado el día anterior; no, como si nunca nos hubiésemos separado. Se puso de pie y con un leve pero enérgico gesto, de lo más familiar, se sacudió la faldita para estirarla. Mis palabras la intrigaron, aunque no dijo nada. Recorrió la estancia con la mirada, por primera vez curiosa, escrutadora, y la posó sobre mí, visiblemente sorprendida.

— No lo sé… —dijo con impotencia—; creo que en el armario… — añadió y entreabrió la puerta.

— No, allí solo están los monos de faena — contesté. Junto al lavabo, encontré una maquinilla eléctrica y empecé a afeitarme. Prefería no darle la espalda a la chica mientras lo hacía, fuese quien fuese.

Dio vueltas por la cabina, revisó todos los rincones, miró por la ventana; al final, se me acercó y dijo:

— Kris, tengo una sensación extraña, como si algo hubiese ocurrido.

Se interrumpió. Esperé, con la maquinilla encendida en la mano.

— Como si se me hubieran olvidado… muchas cosas. Lo sé… solo me acuerdo de ti… y… y de nada más.

La escuchaba, tratando de controlar la expresión de mi cara.

— ¿He estado enferma?

— Bueno… se podría decir que sí. Durante un tiempo, estuviste algo enferma.

— Ah. Será por eso.

Se había animado otra vez. No sé expresar lo que estaba viviendo: cuando se callaba, caminaba, se sentaba o sonreía, la sensación de que tenía delante a la propia Harey era más fuerte que mi miedo nauseabundo; sin embargo, en momentos como aquel, me parecía que solo se trataba de una Harey simplificada, reducida a una serie de réplicas características, a unos cuantos gestos y movimientos. Se me acercó, apoyando sus puños apretados contra mi pecho, justo bajo el cuello y preguntó:

— ¿Cómo nos va? ¿Bien o mal?

— Mejor que nunca — contesté.

Sonrió levemente.

— Si tú lo dices, será que las cosas van más bien mal.

— En absoluto, Harey. Cariño, ahora tengo que salir — dije precipitadamente —. Espérame, ¿vale? O quizás… Quizás tengas hambre — añadí, porque yo mismo empezaba a tener mucha hambre.

— ¿Hambre? No.

Negó con la cabeza, hasta que su cabello ondeó.

— ¿Tengo que esperarte? ¿Durante cuánto tiempo?

— Una hora — empecé a decir, pero me interrumpió.

— Te acompañaré.

— No puedes acompañarme, voy a trabajar.

— Te acompañaré.

Esta era una Harey completamente distinta: la otra no importunaba con su presencia. Nunca.

— Eso es imposible, mi niña…

Levantó la mirada y, de pronto, me cogió de la mano. Recorrí su antebrazo con la mía, hacia arriba: su brazo era redondo y caliente; sin la menor intención, mi gesto fue casi una caricia. Mi cuerpo la estaba reconociendo, la deseaba, me sentía atraído por ella más allá de toda razón, más allá de los argumentos y del miedo.

Intentando, a toda costa, mantener la calma, repetí:

— Harey, es imposible: tienes que quedarte.

— No.

¡Qué tono!

— ¿Por qué?

— N… no lo sé.

Miró a su alrededor y de nuevo levantó los ojos hacia mí.

— No puedo… — dijo muy bajo.

— Pero ¡¿por qué?!

— No lo sé. No puedo. Me parece que… me parece que…

Al parecer, buscaba la respuesta en algún lugar de su mente y cuando consiguió encontrarla, fue para ella un descubrimiento.

— Me parece que tengo que estar contigo… a todas horas.

Su tono perentorio había privado a sus palabras del carácter sentimental de una confesión; aquello era algo completamente diferente. El sentido de mi abrazo cambió, aunque, en apariencia, todo siguiera igual, ya que seguía abrazándola; sin dejar de mirarla a los ojos, empecé a tirar de sus brazos hacia atrás: entonces supe a qué respondía aquel movimiento, ejecutado, en principio, de forma instintiva: yo ya estaba buscando con la mirada algo con que atarla.

Sus codos, doblados por detrás de la espalda, chocaron ligeramente el uno contra el otro y se tensaron al mismo tiempo, tornando vano mi esfuerzo. Resistí, como mucho, un segundo. Ni siquiera un atleta, arqueado hacia atrás como Harey y tocando apenas el suelo con la punta de los pies, conseguiría liberarse, pero ella, con el rostro de quien no ha roto jamás un plato, suavemente, sonriendo insegura, deshizo la presión, se enderezó y bajó los hombros.

Me observaba con el mismo sereno interés que al principio, en el momento de mi despertar, como si no se hubiese dado cuenta de mi desesperado esfuerzo, causado por un ataque de pánico. Ahora estaba de pie, pasiva, como a la espera de algo, al mismo tiempo indiferente, concentrada y un tanto sorprendida por todo aquello.

Me rendí. La dejé en medio de la habitación y me acerqué a la estantería, junto al lavabo. Sentía que había caído en una trampa peligrosa y trataba de encontrar una salida, considerando modos de alcanzarla cada vez más despiadados. Si alguien me hubiese preguntado entonces qué me estaba pasando y qué significaba todo aquello, no habría sabido qué contestar, pero a esas alturas ya era consciente de que los acontecimientos en la Estación constituían una unidad, tan terrible como incomprensible; de todas formas, en aquel momento no estaba pensando en ello, sino en tratar de dar con algún truco, una maniobra que me facilitara la huida. Aunque yo estaba de espaldas, notaba que Harey me estaba mirando. En la pared, sobre la estantería, habían fijado un pequeño botiquín de mano. Revisé por encima su contenido. Encontré un botecito de somníferos y eché cuatro pastillas, la dosis máxima permitida, en el vaso. Ni siquiera intenté disimular delante de Harey. No sabría decir por qué. Ni me lo planteé siquiera. Llené el vaso con agua caliente, esperé a que las pastillas se diluyeran y, a continuación, me acerqué a Harey, que seguía en el centro de la habitación.

— ¿Estás enfadado? — preguntó en voz baja.

— No. Tómate esto.

No sé por qué, pero supuse que me obedecería. En efecto: cogió el vaso sin protestar y se tomó su contenido de un trago. Dejé el vaso vacío sobre la mesita y me senté en un rincón, entre el armario y la librería. Harey se me acercó despacio y se sentó en el suelo, junto al sillón, como solía hacer a menudo, encogiendo las piernas y, con un gesto muy familiar, se echó el pelo hacia atrás. Aunque estaba seguro de que no era ella, cada vez que la reconocía en aquellos pequeños hábitos se me hacía un nudo en la garganta. Era una situación incomprensible y horrorosa, y lo peor de todo era que yo mismo tenía que comportarme de manera pérfida, fingiendo que la tomaba por Harey, aunque lo cierto es que ella misma estaba convencida de serlo y, a su modo de ver, no obraba con malicia. No sé cómo llegué a la conclusión de que esa era la cuestión, pero estaba seguro de ello, ¡suponiendo que hubiera algo de lo que pudiera estar seguro!