O tal vez sí. Porque lo cierto es que la «solarística» existe, pero no es exactamente la ciencia — casi el arte— de interpretar la actividad del planeta Solaris e intentar contactar con él, sino el arte — casi ciencia— de interpretar la novela Solaris, y satisfacer así nuestra inquietud devoradora. Caso único en la historia de la literatura, al menos eso creo, el libro Solaris de Stanislaw Lem se ha hecho uno y lo mismo con su principal protagonista, el planeta Solaris, hasta el punto de que descifrar el primero sería, quizás, descubrir la clave del segundo. Y a la inversa. Así, el peculiar invento de Lem, la «solarística», nueva escolástica alrededor de un ente no por ficticio menos auténtico (¿suena familiar?), no es ya una entelequia, sino una realidad: «Solaris es una novela de ciencia ficción extraordinariamente interesante y sofisticada, que elabora la noción de un Dios imperfecto, omnipotente pero no omnisciente y plantea el problema de la comunicación entre esa extraña entidad y un grupo de humanos»,[2] concluye el historiador de la ciencia ficción Sam J. Lundwall. El filósofo y cinéfago Slavoj Žižek, fiel a sus principios lacanianos, piensa de otra forma: «¿Y no es acaso el planeta alrededor del cual gira la historia (compuesto por una misteriosa materia que parece capaz de pensar, es decir, que es en cierto modo la materialización misma del Pensamiento) un nuevo ejemplo de la Cosa lacaniana como “Gelatina Obscena”, como lo Real traumático, como el punto en el cual desaparece la distancia simbólica y deja de haber necesidad de discurso ni de signos, puesto que el pensamiento pasa a intervenir directamente en lo Real? (…) Solaris es una máquina que genera/materializa en la realidad el suplemento/pareja objetual último que yo nunca podré aceptar en la realidad, por más que toda mi vida psíquica gire alrededor de él.»[3] Más pedestre, el escritor y también historiador de la ciencia ficción, Jacques Sadoul, nos dice sencillamente: «Solaris fue escrita en 1961; su tema no es nuevo en la ciencia ficción, ya que versa sobre la imposibilidad de comunicación con una criatura extraterrestre aunque inteligente. Pero la idea, verdaderamente extraordinaria (…) se centra en la naturaleza de este extraterrestre; se trata, simplemente, de un gigantesco océano-cerebro protoplásmico que recibe el nombre de Solaris.»[4] Franz Rottensteiner, experto austríaco en el género, que saludó a Lem como «el más importante escritor de ciencia ficción contemporánea» (para horror de Brian Aldiss y otros muchos), apunta: «La novela de ciencia ficción más famosa de Lem es, quizás, Solaris, que según un crítico británico puede leerse como “una inspirada colaboración entre Freud y H. G. Wells”.»[5] David Ketterer, en su valioso ensayo Apocalipsis Utopía Ciencia Ficción, tras una interpretación psicoanalítica, netamente sexual, de la novela, concluye sabiamente: «… la precedente interpretación vale la pena aun cuando sea totalmente falsa. El alcance de mi análisis señala cierta medida del grado en que la novela Solaris estimula toda clase de hipótesis, ninguna finalmente comprobable, y algunas indiscutiblemente incorrectas. Sin embargo, la naturaleza paradójica de la novela es tal que las interpretaciones erróneas no hacen sino realzar su impacto.»[6] (Las cursivas son mías). De hecho, muchos otros académicos y estudiosos de la ciencia ficción, como Darko Suvin, Bryan Appleyard, Adam Roberts,[7] etc., tienen también sus propias opiniones, mejor dicho: teorías e hipótesis, sobre Solaris y, claro, sobre Solaris. Porque he utilizado adrede, mezcladas, referencias tanto a la novela como a su planeta protagonista, para sugerir e indicar cómo ambos se funden y confunden, confundiendo a su vez sanamente al lector, que se verá sin duda alguna, finalmente, tentado a reflexionar y ofrecer su propia versión del tema. En definitiva, a convertirse también un poco en «solarista».
Este es el gran mérito de una joya de la literatura moderna — dentro y fuera de la ciencia ficción —, que sobrepasa las expectativas más sofisticadas y que, al cerrar las puertas a la posibilidad de comprender al Otro, abre al tiempo infinitas posibilidades y combinaciones para intentarlo, sin cejar en el empeño, aunque el destino pueda ser la muerte o, peor aún, vivir junto a los fantasmas de nuestra culpa, quienes, a su vez, tarde o temprano — genial pirueta existencial y absurdista, a la par que implacablemente lógica— han de sentirse también culpables por su (no)existencia. Solaris es la única obra literaria que hace de sí misma el principal objeto de su estudio, y proyecta sobre la realidad una ficción científica iluminadora a la vez que se lee como espléndida narración de género, llena de suspense, Sentido de la Maravilla, horror, humor y sorpresa. Y pese a lo que pueda decirse o pensarse a primera vista, una obra divertida y en absoluto pesimista, lo que su hermoso final deja bien sentado.
Como se ve, es fácil dejarse arrastrar al interior de Solaris, ser atrapado por sus mimoides, sus simetriadas y asimetriadas, o por sus «visitantes» fantasmáticos, es decir, por sus paradojas, sus vericuetos filosóficos, sus metáforas y parábolas de la existencia misma y su misterio (¿no es Solaris símbolo o, mejor, alegoría de la imposibilidad de conocer, de entender, la propia contingencia humana, el mito de Dios, el origen de la vida?). Y aquellos que hayan visto las dos meritorias adaptaciones a la pantalla, genial la de Tarkovsky, simpática la de Soderbergh, no crean por un momento conocer o haber penetrado lo más mínimo en los secretos de Solaris. Antes al contrario, tanto el cineasta ruso — escultor del Tiempo —, como el norteamericano — con un pie en el cine indi y otro en Hollywood —, se han limitado, como Kelvin, como Snaut y Sartoris, como tantos otros «solaristas», a dejarse engañar por sus fantasmas, proyectando sus propias interpretaciones de Solaris — ambas, curiosamente, apegadas al romanticismo y la pareja, centradas más en el problema de la identidad que en el de la comunicación —, creyendo ingenuamente que son Solaris. Pero nada más lejos de la realidad — el propio Lem, muy educadamente, renegó en su día de estas versiones —,[8] antes al contrario, las dos películas son obras que, como acotaciones «solarísticas» al margen o notas al pie, pueden enriquecer la lectura del libro, pero nunca sustituirlo ni, mucho menos, superarlo.
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Sadoul, Jacques:
5
Rottensteiner, Franz:
7
A este respecto, resulta también significativo el número de historiadores del género que ignoran a Lem y
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«Definitivamente, no me gusta el