Estaba sentado y la chica apoyó su espalda contra mis rodillas, su pelo rozaba mi mano inerte; permanecimos así, casi inmóviles. Consulté disimuladamente el reloj varias veces seguidas: había transcurrido media hora y el somnífero debería haber empezado a actuar. Harey murmuró algo en voz baja.
— ¿Qué dices? — pregunté, pero no me contestó. Lo consideré un síntoma de la pereza provocada por el sueño, aunque, a decir verdad, en el fondo dudaba de que la medicina surtiera efecto. ¿Por qué? Tampoco encuentro respuesta a esta pregunta, quizás porque mi truco era demasiado sencillo.
Deslizó la cabeza lentamente sobre mi regazo, el pelo oscuro la cubrió por completo, respiraba regularmente, como si estuviera dormida. Me agaché para llevarla a la cama cuando, de repente, sin abrir los ojos, me agarró del pelo con la mano y soltó una carcajada aguda.
Me quedé petrificado, mientras ella reía sin parar. Me observaba con los ojos entreabiertos, con una expresión al mismo tiempo ingenua y astuta. Yo me había sentado de nuevo, forzadamente tieso, atontado e impotente; Harey rio una vez más, luego apretó su cara contra mi mano y se calló.
— ¿De qué te ríes? — pregunté con voz sorda. Su cara de nuevo expresaba inquietud. Sabía que quería ser honesta. Se frotó con el dedo su pequeña nariz y dijo, por fin, suspirando:
— Ni yo misma lo sé.
Sus palabras sonaron sinceras.
— Me estoy comportando como una idiota, ¿verdad? — continuó —. De repente, he… pero tú tampoco lo estás haciendo mucho mejor: estás aquí sentado, malhumorado como… como Pelvis…
— ¿Como quién? — pregunté, porque me parecía haber entendido mal.
— Como Pelvis, ya sabes, ese gordo…
Sin lugar a dudas, resultaba imposible que Harey conociera a Pelvis; tampoco podía haberme oído hablar de él, por la sencilla razón de que el regreso de su expedición ocurrió unos tres años después de que ella muriera. Fue entonces cuando lo conocí y yo mismo ignoraba que, al presidir las reuniones del Instituto, tenía la insoportable costumbre de alargar las sesiones hasta el infinito. Por otro lado, se llamaba Pelle Villis, nombre que devino en el abreviado mote del que tampoco se tenía noticia antes de su regreso.
Harey apoyó los codos en mi regazo, mirándome fijamente. Le puse las manos sobre los hombros y las deslicé lentamente por la espalda, hasta que casi se juntaron a la altura del palpitante y desnudo comienzo de su cuello. Al fin y al cabo, podía tratarse de una simple caricia y, de acuerdo con su mirada, no había imaginado nada distinto. En realidad, estaba confirmando que, al tacto, su cuerpo no dejaba de ser un cuerpo humano corriente y cálido y que, bajo los músculos, se escondían huesos y articulaciones. Al ver sus tranquilos ojos, me poseyó el deseo de apretar los dedos con fuerza.
Estaba a punto de hacerlo, cuando de pronto me acordé de las manos ensangrentadas de Snaut y la solté.
— Qué manera de mirar, la tuya… — dijo con calma.
Mi corazón bombeaba sangre con tanta fuerza que no podía hablar. Cerré los párpados un instante.
De pronto visualicé el plan de acción, desde el principio hasta el final, con todos sus detalles. Sin perder ni un momento, me levanté del sillón.
— Tengo que irme ya, Harey — dije —, pero si te empeñas, puedes venir conmigo.
— Vale.
Se incorporó de un salto.
— ¿Por qué vas descalza? — pregunté mientras me acercaba al armario y elegía, de entre los monos de colores, dos: uno para mí y otro para ella.
— No lo sé… he tenido que dejarme los zapatos en algún sitio… — dijo insegura. Hice caso omiso de sus palabras.
— No podrás ponértelo con el vestido, tendrás que quitártelo…
— ¿Un mono? Pero ¿para qué? —preguntó e, inmediatamente, intentó quitarse el vestido; sin embargo, enseguida se dio cuenta de que no podía hacerlo, ya que no había ningún cierre. Los botones rojos del centro no eran más que un simple adorno. Tampoco había ninguna cremallera. Harey sonrió desconcertada. Fingiendo que aquello era lo más normal del mundo, corté la tela por el lugar donde acababa el escote de la espalda, ayudándome de un instrumento parecido a un bisturí que había recogido del suelo. Solo entonces pudo quitarse el vestido por la cabeza. El mono le quedaba un tanto holgado.
— ¿Vamos a volar? Pero ¿tú también? — No paraba de preguntar cuando, ya vestidos, abandonamos la habitación. Yo me limité a asentir con la cabeza. Temía que nos encontráramos con Snaut, pero el pasillo que llevaba al aeropuerto estaba desierto y la puerta de la estación de radio, por delante de la cual tuvimos que pasar obligatoriamente, cerrada.
Un silencio sepulcral seguía envolviendo la Estación. Harey me observaba mientras yo sacaba, desde el compartimento del medio y con ayuda de una pequeña carretilla eléctrica, el cohete a la pista libre. Comprobé por orden el estado del microrreactor, de los mandos teledirigidos y de las toberas y, a continuación, desplacé el cohete sobre la vagoneta hasta la superficie circular de la pista de despegue que se extendía bajo la bóveda central; previamente, había retirado de allí la cápsula vacía.
Era una pequeña nave utilizada para comunicar la Estación y el sateloide, que servía para transportar mercancías pero no personas, excepto en circunstancias extraordinarias, puesto que era imposible abrirla desde el interior. Era precisamente lo que necesitaba para llevar a cabo mi plan. Por supuesto, mi intención no era lanzar el cohete, pero actué como si lo estuviera preparando para un despegue de verdad: Harey, quien me había acompañado en tantos viajes, tenía ciertas nociones del protocolo. Para terminar, comprobé el estado de los aparatos de climatización y de oxígeno, los puse en marcha y cuando, tras encender el circuito principal, las luces de control se encendieron, salí del estrecho interior y le hice señas a Harey, que se encontraba de pie junto a la escalera.
— Entra.
— ¿Y tú?
— Después de ti. Tengo que cerrar la puerta.
No me pareció que pudiera descubrir mi trampa antes de tiempo. Una vez hubo descendido por la escalera hasta el interior, metí la cabeza por la escotilla y le pregunté si estaba cómoda; respondió con un sordo «sí», ahogado por la estrechez del espacio, y yo di un paso atrás y cerré la puerta con ímpetu. Aseguré ambos cerrojos con dos rápidos movimientos y empecé a apretar los cinco tornillos de cierre del caparazón, con ayuda de una llave que traía conmigo.
El afilado cohete en forma de huso se hallaba en posición vertical, como si de verdad estuviera a punto de partir al espacio. Sabía que a la persona a la que había encerrado en su interior no le ocurriría nada malo: dentro del cohete había suficiente oxígeno, e incluso algo de comida; de todas formas, tampoco tenía intención de retenerla allí para siempre.
Deseaba a toda costa ganar al menos un par de horas de libertad en las que trazar planes para el futuro y contactar con Snaut, ahora ya de igual a igual.
Tras apretar el penúltimo tornillo, noté que las tres tornapuntas metálicas que sujetaban el cohete temblaban ligeramente, pero pensé que yo mismo había causado el movimiento pendular del bloque de acero al manejar con demasiado brío la enorme llave.