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Sin embargo, al alejarme unos pasos, observé algo que espero no tener que volver a ver jamás.

¡El cohete entero temblaba, impulsado por series de golpes procedentes de su interior! ¡Y menudos golpes! ¡Seguro que un autómata de acero, en lugar de la esbelta joven de pelo negro, no habría sido capaz de causar semejantes estremecimientos a aquella mole de ocho toneladas!

Las luces del aeropuerto se reflejaban en su pulida superficie, temblando y titilando. No obstante, los golpes habían cesado; dentro del proyectil reinaba el más absoluto silencio, tan solo las barras del andamio, de las que colgaba el cohete, separadas entre sí, se veían borrosas, vibrando como las cuerdas de un instrumento. La frecuencia de las vibraciones alcanzó un nivel que me hizo temer por la integridad del caparazón. Apreté el último tornillo con manos temblorosas, tiré la llave y, de un salto, bajé de la escalera. Al retroceder despacio y de espaldas, vi cómo los pernos de los amortiguadores, calculados para soportar una presión constante, bailaban en sus fijaciones. Me parecía que la acorazada superficie perdía, poco a poco, su brillo uniforme. Como un loco, me abalancé sobre el panel de mandos y con ambas manos alcé la palanca de activación del reactor; en ese momento, a través del altavoz conectado con el interior del cohete, se oyó un penetrante silbido, una especie de aullido que en nada se parecía a la voz humana, pero en el que, a pesar de ello, pude distinguir, una y otra vez repetido, mi nombre: «¡Kris! ¡Kris! ¡Kris!».

Aunque no llegué a oírlo demasiado claro. Mis nudillos heridos sangraban, por culpa de mis caóticos y violentos esfuerzos por poner el cohete en marcha. Una aurora azulada resbalaba por las paredes, una humarada brotó de golpe del panel de control, por debajo de los tubos de escape, convirtiéndose en una columna de chispas venenosas, y todos los ruidos se vieron envueltos en un alto y prolongado zumbido. El cohete se elevó sobre tres llamas que enseguida se fundieron en una sola columna de fuego, dejando tras de sí un trepidante lecho de ascuas, y la nave salió despedida por la trampilla abierta. Los accesos en forma de diafragma no tardaron en cerrarse, los compresores automáticos iniciaron la limpieza del aire, inyectándolo limpio dentro del hangar, en cuyo interior remolineaba el corrosivo humo. No me di cuenta de nada de todo aquello. Tenía las manos apoyadas contra el panel, la cara ardiendo a fuego vivo, el pelo encrespado y chamuscado por el golpe térmico, y tragaba a bocanadas un aire con olor a quemado y a los gases producidos por la ionización. Pese a que, en el momento del despegue, había cerrado instintivamente los ojos, el fuego me deslumbró. Durante un buen rato, no vi más que círculos negros, rojos y dorados que, poco a poco, se fueron diluyendo. El humo, el polvo y la niebla se desvanecían, absorbidos por los conductos de ventilación que gemían prolongadamente. Lo primero que conseguí ver fue la pantalla verdosa del radar iluminado. Empecé a buscar el cohete con ayuda de un foco de luz direccional. Cuando por fin logré localizarlo, ya estaba fuera de la atmósfera. En mi vida había enviado al espacio un cohete de forma tan loca y a ciegas, desconociendo por completo qué aceleración y qué trayectoria adjudicarle. Pensé que lo más sencillo sería introducirlo en la órbita de Solaris, a una altura aproximada de mil metros; entonces podría apagar los motores, porque no estaba seguro de, si después de tanto tiempo encendidos, corría el riesgo de provocar una catástrofe de consecuencias difíciles de calcular. Como pude averiguar consultando la tabla, la órbita de mil metros era estacionaria. Para ser sinceros, tampoco aquello garantizaba un resultado óptimo, pero, simplemente, no encontré otra salida.

No tuve el valor de encender el altavoz que había apagado inmediatamente después del despegue. Habría preferido hacer lo que fuera con tal de no volver a escuchar aquella terrible voz, desprovista ya de todo rasgo de humanidad. Todas las apariencias — de eso estaba seguro— se habían desvanecido y a través de la máscara del rostro de Harey había empezado a entreverse otro, verdadero, frente al cual la alternativa de la locura se convertía en auténtica liberación.

Era la una cuando abandoné el aeropuerto.

PEQUEÑO APÓCRIFO

Tenía quemaduras en la cara y en los brazos. Me acordé de haber visto, mientras buscaba el somnífero para Harey (ahora, si pudiera, me reiría de mi ingenuidad), en el botiquín, un frasco con pomada contra las quemaduras, así que regresé a mi cuarto. Al abrir la puerta de la habitación, inundada por la luz roja del atardecer, había alguien sentado en el sillón junto al que, poco antes, se había acurrucado Harey. El miedo me paralizó e intenté retroceder para emprender la huida; toda la escena duró apenas una fracción de segundo. La persona que ocupaba el asiento levantó la cabeza. Era Snaut. Con las piernas cruzadas, de espaldas a mí (seguía llevando el mismo pantalón de tela manchado de reactivos), hojeaba unos papeles. Junto a él, sobre la mesita, había una pila de documentos. Al verme, los apartó todos y durante un rato me miró ensombrecido, por encima de las gafas apoyadas en la nariz.

Sin decir palabra, me acerqué al lavabo, saqué del botiquín la pomada semilíquida y comencé a distribuirla por las zonas más afectadas, sobre la frente y las mejillas. Afortunadamente no se habían inflamado demasiado; los ojos no se habían dañado, gracias a que los había apretado con fuerza. Con ayuda de una aguja estéril de practicante, pinché las ampollas de mayor tamaño, en las sienes principalmente y una en la mejilla, extrayendo el suero de su interior. Después, me cubrí la cara con dos láminas de gasa humedecida. Durante todo este tiempo, Snaut no dejó de observarme con atención. Lo ignoré. Concluida la cura (mi cara ardía cada vez más), tomé asiento en el segundo sillón, del que previamente tuve que retirar el vestido de Harey. Se trataba de un vestido muy corriente, salvo por el hecho de que no tenía ni un solo cierre.

Snaut, con las manos entrelazadas sobre su rodilla puntiaguda, vigilaba con sentido crítico mis movimientos.

— ¿Y bien? ¿Vamos a charlar un rato? — dijo, una vez me hube sentado.

No contesté, apretando el trozo de gasa que empezaba a deslizarse por mi mejilla.

— Hemos tenido invitados, ¿verdad?

— Sí —contesté con sequedad. No tenía ni la más mínima intención de adaptarme a su tono.

— ¿Y nos hemos deshecho de ellos? Bueno, bueno, con qué ímpetu te has puesto a ello.

Se tocó la piel de la frente, que seguía descamándose y en la que empezaban a vislumbrarse manchas rosa de cutis fresco. Lo miraba estupefacto. ¿Por qué hasta ahora, el bronceado de Snaut y Sartorius no me había llamado la atención? Durante todo ese tiempo, había dado por hecho que era por el sol, pero nadie se broncea en Solaris…

— Pero creo que empezaste modestamente — siguió hablando, sin prestar atención al súbito cambió de expresión que se debía de reflejar en mi cara —. Diferentes narcotica, venena, lucha libre, ¿verdad?

— ¿Qué pretendes? Podemos hablar de igual a igual. Si quieres hacer el payaso, será mejor que te vayas.

— En ocasiones, uno hace de payaso en contra de su voluntad — dijo. Me miró con los ojos entornados —. No conseguirás convencerme de que no usaste ni cuerda ni martillo. ¿Por un casual no habrás arrojado el tintero, igual que Luter? ¿No? ¿Eh? — Hizo una mueca —. En ese caso, ¡eres un hombre gallardo! Incluso el lavabo sigue entero, ni siquiera intentaste romperle la cabeza, nada en absoluto; en vez de destrozar la habitación, desde un principio, ¡la empaquetaste en el cohete, a la de tres, lo lanzaste y ya está!

Consultó el reloj.