— En tal caso, deberíamos de disponer de dos, quizás hasta de tres horas — concluyó. Me miraba con una sonrisa desagradable; por fin, continuó—: Entonces, ¿dices que me consideras un cerdo?
— Un cerdo integral — confirmé con fuerza.
— ¿Sí? ¿Y me habrías creído si te lo hubiese dicho? ¿Habrías creído una sola palabra?
Guardé silencio.
— Primero le ocurrió a Gibarian — prosiguió, siempre con la misma falsa sonrisita —. Se encerró en su cabina y hablaba solamente a través de la puerta. Y nosotros, ¿adivinas qué opinamos?
Lo sabía, pero prefería no decir nada.
— Está claro. Pensamos que se había vuelto loco. Nos contó algo a través de la puerta, pero no todo. Incluso puedes figurarte por qué ocultaba la identidad de la persona que estaba con él. Venga, si ya lo sabes: suum cuique. Pero era un auténtico investigador. Exigió que le diéramos una oportunidad.
— ¿Qué oportunidad?
— Bueno, supongo que intentaba clasificarlo, ordenarlo, resolverlo trabajando por las noches. ¿Sabes lo que hacía? ¡Seguro que lo sabes!
— Cálculos — dije —. Hay un montón en el cajón de la emisora de radio. ¿Son suyos?
— Sí. Pero entonces no sabía nada de eso.
— ¿Cuánto tiempo duró?
— ¿La visita? Una semana, creo. Conversaciones a través de la puerta. Menuda la que se lio allí. Creíamos que sufría de alucinaciones y de excitación motriz. Le administraba escopolamina.
— ¿Cómo? ¿A él?
— Pues sí. La cogía, pero no para tomársela él. Hacía experimentos con ella. Él era así.
— ¿Y vosotros?
— ¿Nosotros? Al tercer día, decidimos que teníamos que llegar a él, tirando incluso la puerta abajo, a falta de una solución mejor. Somos buena gente y lo que queríamos era someterlo a tratamiento.
—¡Ah… es por eso! — se me escapó.
— Sí.
— Y allí… en el armario…
— Sí, querido muchacho, sí. No sabía que también vendrían a vernos también a nosotros. Y ya no podríamos cuidar de él. Pero entonces no lo sabía. Ahora es… es ya una rutina.
Lo dijo en voz tan baja que la última palabra, más que escucharla, la adiviné.
— Espera, no lo entiendo — dije —. Teníais que estar escuchando. Tú mismo dijiste que escuchabais a hurtadillas. Por tanto, tuvisteis que oír dos voces, y…
— No. Solo su voz, pero incluso aunque se hubiesen producido allí susurros incomprensibles, como comprenderás, se los hubiéramos adjudicado todos a él…
— ¿Solo a él…? Pero ¿por qué?
— No lo sé; aunque, a decir verdad, he desarrollado cierta teoría al respecto. Pero creo que no merece la pena precipitarse; sobre todo teniendo en cuenta que aclarar ciertas cosas no ayuda. Sí. Pero tú, ayer, tuviste que percatarte ya de algo; en caso contrario, nos habrías tomado por una pareja de locos.
— Creía que yo mismo me había vuelto loco.
— ¿Ah, sí? ¿Y, para entonces, habías visto a alguien?
— Sí.
—¡¿A quién?!
Su mueca dejó de ser una sonrisita. Lo examiné durante un buen rato antes de contestar:
— A la… mujer negra…
No dijo nada, pero todo su cuerpo, encorvado e inclinado hacia delante, se relajó ligeramente.
— En cualquier caso, podrías haberme advertido — empecé a decirle, ya con menor convencimiento.
— Pero si te había advertido.
—¡De qué manera!
— De la única posible. ¡Entiéndelo, ignoraba quién podría ser! Nadie lo sabía, es imposible saberlo…
— Escucha, Snaut, tengo unas cuantas preguntas. Tú lo sabes desde… hace un tiempo. Ella… ello… ¿qué pasará?
— ¿Te refieres a si va a volver?
— Sí.
— Volverá y no volverá…
— ¿Qué quieres decir?
— Volverá como la primera vez… igual; será lo mismo que durante la primera visita. Simplemente, no recordará nada; o, para ser más precisos, se comportará como si nada de lo que hayas hecho para deshacerte de ella hubiera ocurrido. Si no fuerzas la situación, no se tornará agresiva.
— ¿Qué situación?
— Dependerá de las circunstancias.
—¡Snaut!
— ¿A qué te refieres?
—¡No podemos permitirnos el lujo de ocultar información!
— No es ningún lujo — me interrumpió secamente —. Kelvin, tengo la sensación de que tú aún no lo entiendes… o… ¡espera!
Sus ojos brillaron.
— ¿Puedes decirme quién ha venido a verte?
Tragué saliva, bajando la cabeza. No quería mirarlo. Hubiese preferido que fuese otra persona, en lugar de él. Pero no tenía elección. Un fragmento de gasa se me había despegado y cayó sobre mi brazo. Su tacto viscoso hizo que me estremeciera.
— La mujer que…
No acabé.
— Se mató. Se hizo… se inyectó…
Él seguía esperando.
— ¿Se suicidó? —preguntó, al ver que no hablaba.
— Sí.
— ¿Eso es todo?
Guardé silencio.
— No puede ser todo…
Levanté la cabeza rápidamente. No me estaba mirando.
— ¿Cómo lo sabes?
No contestó.
— Está bien — dije, humedeciéndome los labios —. Nos habíamos peleado. O, más bien, no. Fui yo quien le dijo ciertas cosas, ya sabes, las cosas que se dicen cuando uno está enfadado. Recogí mis bártulos y me marché; me hizo entender, sin decirlo expresamente, que cuando llevas años viviendo con alguien, un vínculo de necesidad te une a esa persona… Estaba convencido de que solo lo decía por decir, que tendría miedo de hacerlo, y también se lo dije… Al día siguiente, recordé que había dejado en el cajón aquellas… inyecciones; ella sabía que estaban allí y cómo actuaban, las había traído yo del laboratorio… las necesitaba. Me asusté y quise ir a buscarlas, pero luego pensé que parecería que me había tomado en serio sus palabras y… lo dejé correr; de todas formas, fui al tercer día, el asunto me tenía intranquilo. Cuando… cuando llegué, ya estaba muerta.
— Ah, muchacho inocente.
Me levanté de un salto. Pero al mirarlo, entendí que no estaba bromeando. Fue como si lo viera por primera vez. Su rostro era gris, un cansancio indescriptible reposaba en los profundos surcos de sus mejillas, parecía un hombre gravemente enfermo.
— ¿Por qué dices eso? — le pregunté, extrañamente avergonzado.
— Porque es una historia trágica. No, no — añadió deprisa, al ver que estaba conmovido —, sigues sin entenderlo. Por supuesto, puedes sufrir por ello de la peor forma, incluso considerarte un asesino, pero… esto no es lo peor.
—¡¿Qué dices?! — dije con sarcasmo.
— Me alegro de que no me creas, de veras. Lo que ocurrió quizás sea horrible, pero lo más horrible es… lo que no ha ocurrido. Nunca.
— No entiendo… — dije con voz débil. Era cierto que no entendía nada. Movió la cabeza.
— Una persona normal — dijo —. ¿Qué es una persona normal? ¿Es alguien que nunca ha cometido nada espeluznante? Sí, pero ¿significa eso que nunca haya pensado hacerlo? O quizás no lo haya pensado, sino que algo en su interior lo ha pensado por él; una especie de ilusión, ocurrida hace diez o treinta años. Tal vez entonces se defendiera de ese pensamiento y acabara olvidándolo; y nada en aquel asunto le daba miedo porque sabía que nunca lo haría realidad. Sí, y ahora imagínate que, de repente, en pleno día, entre otra gente, se encuentra con AQUELLA personificación, arraigada en él, indestructible, ¿qué ocurre entonces? Entonces, ¿qué es lo que te queda?
Guardé silencio.
— La Estación — dijo en voz baja —. Entonces, lo único que te queda es la Estación Solaris.
— Pero… al fin y al cabo, ¿qué podría ser? — pregunté con vacilación —. Tú no eres un delincuente, ni tampoco Sartorius…