—¡Tú eres el psicólogo, Kelvin! — me interrumpió con impaciencia —. ¿Quién no ha tenido, en alguna ocasión, semejantes sueños? ¿Fantasías? Piensa, por ejemplo, en un fetichista enamorado de, yo qué sé, un trozo de ropa interior sucia; arriesgando su pellejo consigue, por las buenas o por las malas, el asqueroso trapo, el más preciado. Tiene pinta de ser algo entretenido, ¿no te parece? Es alguien a quien el objeto de su deseo le produce asco y, al mismo tiempo, lo vuelve loco y está dispuesto a jugarse la vida por él, alcanzando quizás el mismo nivel de sentimientos que Romeo por Julieta… Esas cosas ocurren. Es cierto, pero comprenderás que también pueden existir otras… situaciones… que nadie se ha atrevido a poner en práctica, salvo en su cabeza, en un momento de aturdimiento, de vileza, de locura, llámalo como quieras. Y después, la palabra se hace carne. Eso es todo.
— Eso… es todo — repetí sin sentido, con voz ronca. Mi cabeza retumbaba —. Pero ¿y la Estación? ¿Qué tiene que ver la Estación con todo esto?
— Debes de estar bromeando — murmuró. Me examinaba atentamente —. Si no paro de hablar de Solaris, únicamente de Solaris, de nada más. No es culpa mía que sea algo tan radicalmente distinto de tus expectativas. Además, ya has vivido lo suficiente para escucharme hasta el final. Salimos al cosmos preparados para todo, es decir: para la soledad, la lucha, el martirio y la muerte. La modestia nos impide decirlo en voz alta, pero a veces pensamos, de nosotros mismos, que somos maravillosos. Entretanto, no queremos conquistar el cosmos, solo pretendemos ensanchar las fronteras de la Tierra. Unos planetas habrán de ser desérticos, como el Sáhara; otros gélidos, al igual que el polo; o bien tropicales, como la selva brasileña. Somos humanitarios y nobles. No aspiramos a conquistar otras razas, tan solo deseamos transmitirles nuestros valores y, a cambio, recibir su herencia. Nos consideramos caballeros del Santo Contacto. Esa es otra falsedad. No buscamos nada, salvo personas. No necesitamos otros mundos. Necesitamos espejos. No sabemos qué hacer con otros mundos. Con uno, ya nos atragantamos. Aspiramos a dar con nuestra propia e idealizada imagen: habrá planetas y civilizaciones más perfectas que la nuestra; en otras, en cambio, esperamos encontrar el reflejo de nuestro primitivo pasado. Mientras, al otro lado subsiste algo que no aceptamos, de lo que nos defendemos, ¡pero si de la Tierra no hemos traído más que un destilado de virtudes, la heroica estatua del Hombre! Hemos llegado aquí tal como somos en realidad y cuando la otra parte, la parte que silenciamos, nos muestra esa verdad ¡no somos capaces de aceptarlo!
— Entonces, ¿qué es? — pregunté tras escucharle pacientemente.
— Lo que anhelábamos: el Contacto con otra civilización. ¡Lo tenemos, hemos establecido ese Contacto! ¡Nuestra propia fealdad, aumentada como bajo un microscopio, nuestra necedad y nuestra vergüenza!
Su voz temblaba, cargada de ira.
— Así que crees que… ¿es el océano? ¿Es él? Pero ¿por qué? En este momento, no importa tanto el mecanismo, pero, por el amor de Dios, ¡¿por qué?! ¿Crees que quiere jugar con nosotros? ¡¿O castigarnos?! ¡Esto sí que es demonología primitiva! ¡Un planeta dominado por un diablo gigante que, para satisfacer su vena de humor demoniaco, ofrece súcubos a los miembros de una expedición científica! ¡¿No te creerás semejante idiotez?!
— Este diablo no es tan tonto — murmuró entre dientes. Lo miré sorprendido. Se me ocurrió que, finalmente, había podido sufrir una crisis nerviosa, aunque los acontecimientos de la Estación no se explicaran bajo el prisma de la locura. ¿Psicosis reactiva…? se me pasó por la cabeza antes de que él empezara a reírse silenciosamente.
— ¿Me estás diagnosticando? Espera un poco. ¡En realidad, lo has padecido bajo una forma tan benigna que sigues sin saber nada!
— Ya. El diablo se ha apiadado de mí —solté. La conversación empezaba a aburrirme.
— ¿Qué quieres realmente? ¿Que te diga qué están tramando, en contra de nosotros, equis billones de partículas de plasma metamórfico? Quizás nada.
— ¿Cómo que nada? — pregunté estupefacto. Snaut seguía sonriendo.
— Deberías saber que la ciencia se ocupa de averiguar cómo suceden las cosas y no por qué suceden. ¿Cómo? Bueno, todo empezó ocho o nueve días después de aquel experimento de rayos X. Quizás el océano respondiera a la radiación con un tipo de radiación diferente; quizás sondara con él nuestros cerebros, extrayendo de su interior ciertos quistes psíquicos.
— ¿Quistes?
Aquello empezaba a interesarme.
— Sí, se trata de procesos desvinculados del resto, encerrados en sí mismos, reprimidos, aherrojados, una especie de focos de inflamación de la memoria. Los consideró una receta, un plan de construcción… ya sabes cuánto se parecen entre sí las estructuras cristalinas asimétricas de los cromosomas y las uniones nucleínicas de los cerebrósidos que constituyen el substrato de los procesos de memorización… El plasma hereditario es, al fin y al cabo, un plasma «memorizante». Así que nos lo extrajo, tomó apuntes y más tarde… ya sabes lo que pasó después. Pero ¿por qué lo hizo? ¡Bah! En cualquier caso, no para destruirnos. Eso le habría resultado mucho más fácil. En realidad, con semejante libertad tecnológica, pudo haber hecho cualquier cosa; por ejemplo, colocarnos dobles.
—¡Ah! — grité —. ¡Por eso te asustaste tanto la primera noche cuando llegué!
— Sí. De todas formas — añadió —, quizás lo hiciera. ¿Cómo puedes saber si soy de verdad el viejo Rata bonachón que llegó aquí hace dos años…?
Empezó a reírse en voz baja, como si mi asombro le causara una enorme satisfacción, pero enseguida cesó.
— No, no — murmuró —, basta de tonterías… Quizás haya más diferencias, pero solo conozco una: tanto a ti como a mí se nos puede matar.
— ¿Y a ellos no?
— No te aconsejo que lo intentes. ¡Es un espectáculo lamentable!
— ¿Con nada?
— No lo sé. En cualquier caso, no mediante veneno, ni con un cuchillo, ni ahorcándolos…
— ¿Con un lanzallamas atómico?
— ¿Lo intentarías?
— No lo sé. Si uno sabe que no se trata de humanos…
— Resulta que sí lo son, en cierto sentido. Subjetivamente, son humanos. Aunque no tengan ni idea de su… procedencia. Te habrás dado cuenta, ¿no?
— Sí. Entonces… ¿qué les pasa?
— Se regeneran a un ritmo increíble. A un ritmo imposible, delante de tus narices, te lo aseguro, y de nuevo empiezan a comportarse como… como…
— ¿Como qué?
— Partiendo del conocimiento que tenemos de ellos, esos registros de memoria según los cuales…
— Sí. Es cierto — consentí. No presté atención a que la pomada se empezaba a deslizar por mis quemadas mejillas y goteaba sobre mis manos.
— ¿Gibarian lo sabía? — pregunté de pronto. Me miró con seriedad.
— ¿Si sabía lo mismo que nosotros?
— Sí.
— Casi seguro que sí.
— ¿Cómo lo sabes? ¿Te lo dijo?
— No, pero encontré un libro en su habitación…
—¡¿El Pequeño apócrifo?! — grité, levantándome de un salto.
— Sí. Pero ¿cómo es posible que tú lo sepas? — preguntó con repentina inquietud, clavándome sus ojos. Negué con la cabeza.
— Tranquilo — dije —. ¿No ves que he sufrido quemaduras y mi piel no se está regenerando en absoluto? Había una carta para mí en la cabina.
—¡¿Qué dices?! ¿Una carta? ¿Qué decía?
— No mucho. En realidad, era una nota, no una carta. Referencias bibliográficas al anexo solarista, al mencionado Apócrifo. ¿Qué quiere decir?