— Una vieja historia. Es posible que tenga algo que ver con esto. Toma.
Del bolsillo, sacó un fino tomo forrado en piel, de esquinas desgastadas, y me lo tendió.
— ¿Y Sartorius…? — pregunté, guardando el libro.
— Sartorius, ¿qué? Cada uno, en una situación así, se comporta como… puede. Él intenta ser normal, lo que en su caso se traduce en el comportamiento de un oficial.
—¡Qué dices!
— Por supuesto que sí. Hace tiempo nos vimos en una situación… dejemos de lado los detalles, lo que importa es que nos quedaban quinientos kilogramos de oxígeno para cinco. Uno tras otro, dejamos de realizar las actividades cotidianas; al final, todos llevábamos barba, él era el único que se afeitaba, se limpiaba los zapatitos; es de ese tipo de personas. Obviamente, cualquier cosa que haga ahora será fingimiento, comedia o crimen.
— ¿Un crimen?
— Vale, un crimen no. Tenemos que inventarnos una palabra nueva para referirnos a él. Por ejemplo: «divorcio de reacción». ¿Suena mejor?
— Eres tremendamente gracioso — dije.
— ¿Preferirías verme llorar? Propón tú algo.
— Déjame en paz.
— No, lo estoy diciendo en serio: ahora sabes más o menos lo mismo que yo. ¿Tienes algún plan?
—¡Menudo eres! No sé qué hacer cuando… vuelva a aparecer, ¿aparecerá de nuevo?
— Más bien sí.
— ¿Y por dónde consiguen entrar? Si la Estación es hermética… A lo mejor la coraza…
Negó con la cabeza.
— La coraza no tiene ningún problema. No tengo ni idea de qué forma lo hacen. Habitualmente los visitantes acuden al despertar y lo cierto es que, de vez en cuando, tenemos que dormir.
— ¿Un cerrojo?
— No sirve de mucho. Quedan ciertas medidas, ya sabes cuáles.
Se puso de pie. Yo también.
— A ver, Snaut… ¿Te refieres a destruir la Estación y pretendes que tome yo la decisión?
Sacudió la cabeza.
— No es tan sencillo. Por supuesto, siempre podemos huir, aunque sea hasta el sateloide y desde allí emitir una señal de SOS. Está claro que nos tratarán como a locos, nos mandarán a un balneario en la Tierra, hasta que nos portemos bien negándolo todo; siempre hay casos de locura colectiva en centros tan aislados… Eso no sería lo peor. Un jardín, la tranquilidad, unas habitacioncitas blancas, paseos de la mano de los enfermeros.
Hablaba bastante en serio, con las manos en los bolsillos, mirando fijamente sin ver hacia la esquina de la habitación. El sol rojo había desaparecido ya tras el horizonte y las olas encrespadas se fundieron con el oscuro desierto. El cielo ardía. Por encima de aquel paisaje bicolor, indescriptiblemente lúgubre, corrían nubes de bordes lila.
— Entonces, ¿quieres esperar? ¿O no? ¿Aún no?
Sonrió.
— Conquistador invencible… todavía no los has catado, en caso contrario no insistirías tanto. No se trata de lo que yo quiera, sino de lo que resulte posible.
— ¿El qué?
— Eso es precisamente lo que no sé.
— Así pues, ¿nos quedamos aquí? Crees que encontraremos un medio…
Me miró, delgaducho, con la piel descamándose en su rostro lleno de surcos.
— ¿Quién sabe? A lo mejor merece la pena — dijo por fin —. Sobre él, seguramente no averigüemos nada, pero quizás sobre nosotros…
Se dio la vuelta, recogió sus papeles y salió. Quería retenerlo, pero me quedé con la boca abierta y sin poder articular palabra. No había nada que hacer; solo esperar. Me asomé a la ventana y miré el océano de color negro sangre, sin darme cuenta de lo que veía. Se me ocurrió que podría encerrarme en uno de los cohetes del aeropuerto, pero no lo pensaba en serio, era una idea demasiado absurda: tarde o temprano tendría que salir. Me senté junto a la ventana y saqué el libro que me había entregado Snaut. La cantidad de luz era aún suficiente e iluminó en rosa la página, mientras la habitación entera ardía en rojo. Tenía delante artículos y trabajos de valor, en general, inequívoco, reunidos por un tal Otton Ravintzer, licenciado en Filosofía. A cada ciencia, habitualmente, la acompaña una seudociencia, debido a un proceso de extraña deformación en cierta clase de mentes: la caricatura de la astronomía es la astrología y la alquimia lo fue antaño de la química. Por lo que es comprensible que el nacimiento de la solarística viniera acompañado por una verdadera explosión de engendros intelectuales; el libro de Ravintzer estaba precisamente lleno de semejante alimento del espíritu, aunque iba precedido, eso sí —y todo hay que decirlo —, de una introducción de su autoría en la que se distanciaba de aquel panóptico. Simplemente, y no sin razón, consideraba que semejante compendio podía constituir un valioso documento de la época, tanto para un historiador como para un psicólogo de la ciencia.
El informe de Berton ocupaba un lugar notable dentro del libro. Constaba de varias partes. La primera contenía la transcripción de su diario de a bordo, en general muy lacónico.
Desde las catorce horas hasta las dieciséis cuarenta del horario acordado por la expedición, los apuntes eran sumarios y negativos.
Altura: 1000 o 1200, quizás 800 metros, no se observa nada, el océano está vacío.
Más tarde, a las 16.40: una niebla roja se eleva. Visibilidad: 700 metros. El océano está vacío.
A las 17.00 horas: la niebla se está espesando, silencio, visibilidad: 400 metros, con claros. Bajo a 200.
A las 17.20: me encuentro en medio de la niebla. Altura: 200. Visibilidad: 20–40 metros. Silencio. Subo a 400.
A las 17.45: altura: 500. Banco de niebla hasta el horizonte. En medio de la niebla: orificios en forma de embudo, a través de ellos se visualiza la superficie del océano. Algo ocurre en su interior. Intento entrar en uno de los embudos.
A las 17.52: percibo una especie de remolino; escupe una espuma de color amarillo. Rodeado por una pared de niebla. Altura: 100. Bajo a 20.
Aquí finaliza la transcripción del diario de a bordo de Berton. La segunda parte del pretendido informe lo constituía un extracto de su historial médico o, de forma más precisa, el texto de una declaración dictada por Berton e interrumpida por las preguntas de los miembros de la comisión:
Berton: Cuando bajé a treinta metros, se volvió difícil mantener la altura, porque aquel espacio redondo, libre de niebla, estaba dominado por fuertes vientos. Tuve que ocuparme de los mandos y por eso, durante un tiempo, quizás unos diez o quince minutos, no miré hacia fuera. Como consecuencia de ello, me adentré accidentalmente en la niebla, una fuerte ráfaga de viento me empujó dentro de ella. No era una niebla habitual, sino, según me pareció, una especie de suspensión coloidal, porque cubrió todos los cristales. Tuve bastantes problemas con la limpieza. La sustancia era muy pegajosa. Mientras tanto, las revoluciones se redujeron en un treinta por ciento, por culpa de la resistencia que aquella niebla ofrecía a la hélice, de modo que empecé a perder altura. Dado que me encontraba ya muy abajo y temía capotar encima de alguna ola, pisé el acelerador a fondo. La máquina mantuvo la altitud, pero no logró ascender. Aún disponía de cuatro cartuchos de aceleradores de cohete. No los había utilizado, pensando en que la situación aún podía empeorar y que podría necesitarlos. Ir a tantas revoluciones generó una vibración muy fuerte, y me imaginé que aquella extraña emulsión debía de estar envolviendo la hélice; sin embargo, los altímetros seguían marcando cero, y no podía hacer nada para evitarlo. Llevaba sin ver el sol desde que me adentré en la niebla y ya solo quedaba una roja fosforescencia. Seguí dando vueltas con la esperanza de que, finalmente, lograría dar con alguna zona libre de niebla. En efecto, lo conseguí aproximadamente media hora más tarde. Salí a un espacio despejado, un círculo casi perfecto, de un diámetro de cientos de metros. La frontera la marcaba la niebla arremolinada con violencia, como si unas fuertes corrientes de convección la elevasen. Por eso procuré permanecer el máximo tiempo posible dentro del «agujero»; allí, el aire estaba más tranquilo. Fue entonces cuando advertí el cambio en la planicie del océano. Las olas habían desaparecido casi por completo y la capa superficial de aquel líquido del que se componía el océano se volvió semitransparente, con sobresalientes cortinas de humo, hasta que, tras un breve periodo de tiempo, todo volvió a iluminarse y fui capaz de penetrar con la mirada en su interior a través de una capa de varios metros de grosor. Allí se acumulaba una especie de limo amarillo que ascendía en forma de finos trazos verticales y, al llegar arriba, cobraba un brillo vítreo, empezaba a agitarse y a hacerse espuma y se endurecía; algo parecido a un almíbar de azúcar muy espeso y quemado. Aquel limo o mucosidad se juntaba en gruesos nudos, crecía en el aire, generando elevaciones en forma de coliflor y, lentamente, transformaba sus contornos. Empezaba a desviarme hacia la pared de niebla, así que, durante unos minutos, me vi obligado a frenar la deriva mediante movimientos de rotación y golpes de timón y cuando, por fin, pude mirar hacia afuera de nuevo, vi, debajo de mí, algo que me recordó un jardín. Sí, un jardín. Había árboles enanos, setos y caminos, todos de mentira: estaban hechos de esa misma sustancia, ahora ya completamente solidificada, como yeso amarillo. Ese era su aspecto; la superficie brillaba con intensidad y descendí todo lo que pude para poder observarlo con más detalle.