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Presidente: Prácticamente nulas. Es decir, que no se emprenderá investigación alguna en este sentido.

Berton: ¿Se está incluyendo en el protocolo cuanto decimos?

Presidente: Sí.

Berton: Entonces me gustaría decir que desde mi óptica, la comisión no me ha ofendido a mí —yo no cuento —, sino que ha transgredido el espíritu de la expedición. De acuerdo con lo que dije en la primera ocasión, no contestaré a las posteriores preguntas.

Presidente: ¿Eso es todo?

Berton: Sí. Pero me gustaría ver al doctor Messenger. ¿Es posible?

Presidente: Naturalmente.

El segundo informe acababa en este punto. A pie de página, había una nota impresa, en letra muy pequeña, informando sobre una conversación confidencial entre el doctor Messenger y Berton, que duró cerca de tres horas y que se celebró al día siguiente; una vez finalizada, el primero se dirigió al Consejo de la Expedición solicitando de nuevo que se emprendiera una investigación acerca de las declaraciones del piloto. Consideraba que los nuevos datos adicionales facilitados por Berton justificaban la medida, pero advirtió que solo los haría públicos una vez que el consejo hubiese tomado una decisión a favor. El Consejo, constituido por Shannahan, Timolis y Trahier se pronunció en contra de esa solicitud y el caso fue cerrado.

El libro contenía también la fotocopia de una página de la carta encontrada entre los documentos póstumos de Messenger. Probablemente, se trataba de un extracto de un cuaderno de notas. Ravintzer no consiguió establecer si aquel escrito había llegado a ser enviado o no, ni cuáles habían sido sus consecuencias.

… su piramidal embotamiento — el texto comenzaba con esas palabras —. Por el bien de su autoridad, el Consejo, o para ser más concretos, Shannahan y Timolis (ya que el voto de Trahier no cuenta), rechazó mi petición. Ahora me dirijo directamente al Instituto, pero, como comprenderás, no es más que una protesta impotente. Al haber dado mi palabra, desgraciadamente no puedo trasladarte lo que Berton me había contado. Por supuesto, la decisión del Consejo estuvo influida por el hecho de que una persona sin ningún título científico hubiese venido con aquella revelación, aunque más de un investigador podría envidiar a aquel piloto por su sangre fría y su talento observador. Te ruego me facilites los siguientes datos a vuelta de correo:

1) Currículum vítae de Fechner, incluida su infancia,

2) Todo cuanto sepas acerca de su familia y sus asuntos familiares; al parecer, dejó huérfano a un niño pequeño,

3) Topografía de la localidad donde se crio.

Me gustaría contarte también cuál es mi punto de vista sobre todo este asunto. Como bien sabes, un tiempo después de que Fechner y Carucci salieran de expedición, en el centro del sol rojo apareció una mancha que, a causa de su radiación corpuscular, desbarató las radiocomunicaciones, principalmente en el hemisferio sur, según los datos del sateloide, es decir, donde se encontraba nuestra Base. Fechner y Carucci fueron, de entre todos los grupos de investigación, los que más se alejaron de la Base. No hemos observado, durante todo el periodo de nuestra estancia en el planeta, una niebla tan espesa y tan duradera, acompañada de un silencio absoluto, hasta el día de la catástrofe.

Creo que lo que vio Berton constituyó una parte de la «operación ser humano» realizada por el monstruo pegajoso. La verdadera fuente de todas las criaturas divisadas por Berton era Fechner; en concreto, su cerebro, en medio de una «disección psíquica» incomprensible para nosotros; fue una recreación experimental, la reconstrucción de algunas huellas de su memoria (seguramente las más duraderas).

Sé que suena a ciencia ficción, sé que puedo estar equivocado. Por eso solicito tu ayuda; me encuentro actualmente en Alarico y aquí aguardaré tu respuesta.

Tuyo,

A.

Apenas pude seguir leyendo, se había hecho de noche, el libro que tenía en la mano se había vuelto gris y, al final, las letras empezaron a desdibujarse, pero la hoja en blanco demostraba que había llegado al final de aquella historia que, a la luz de mis propias vivencias, consideraba harto verosímil. Me giré hacia la ventana. Un intenso color violeta la cubría, sobre el horizonte aún se elevaban unas cuantas nubes, que parecían carbón a punto de extinguirse. El océano, envuelto en la oscuridad, era invisible. Oí el leve aleteo de las tiras de los ventiladores. El aire caliente, con un débil sabor a ozono, estaba muerto. Un silencio sepulcral llenaba toda la Estación. Pensé que no había nada heroico en nuestra decisión de permanecer allí. Hacía mucho que se había cerrado el periodo de las heroicas luchas planetarias, de las expediciones valientes, o de las tremendas tragedias personales (como la de Fechner, la primera víctima del océano). Ya apenas me importaba quiénes podrían ser los respectivos «visitantes» de Snaut o de Sartorius. Dentro de un tiempo, pensé, dejaremos de avergonzarnos y de aislarnos. Si no conseguimos deshacernos de los «visitantes», entonces nos acostumbraremos y conviviremos con ellos, pero si su Creador cambia las reglas del juego, nos adaptaremos también a las nuevas, aunque durante una temporada nos resistiremos, protestaremos e incluso puede que alguno que otro se suicide; pero, al fin y al cabo, aquel futuro estado alcanzará su equilibrio. La oscuridad, cada vez más parecida a la terrestre, llenaba la habitación. Ya solamente iluminaban la penumbra la blanca silueta del lavabo y del espejo. Me levanté y, a tientas, encontré un pedazo de algodón sobre el estante, me lavé la cara con el tampón humedecido y me acosté sobre la cama, boca arriba. En algún lugar, por encima de mí, sonaba el zumbido del ventilador, parecido al aleteo de un lepidóptero nocturno. Ni siquiera podía ver la ventana, el negro lo envolvía todo, una estela de luz que no sé de dónde provenía permanecía suspendida sobre mí, no estoy seguro si en la pared, o a lo lejos, al fondo del desierto que se extendía al otro lado de la ventana. Me acordé de que, la noche anterior, me había espantado la mirada vacía del espacio solarista y por poco no sonreí. No le tenía miedo. No le tenía miedo a nada. Me acerqué la muñeca a los ojos. La esfera del reloj brilló, con su corona de cifras fosforescentes. El sol celeste saldría en una hora. Vacío y liberado de cualquier pensamiento, me deleitaba en la oscuridad, respirando profundamente.

De pronto, al darme media vuelta, noté la silueta plana del magnetófono. Me acordé de Gibarian y de su voz inmortalizada en las bobinas. Ni siquiera se me pasó por la cabeza resucitarlo, escucharlo. Era todo cuanto podía hacer por él. Saqué el magnetófono para guardarlo debajo de la cama. Escuché un rumor y un leve crujido en la puerta.

— ¿Kris…? — se escuchó una voz apagada, casi un susurro —. ¿Estás ahí, Kris? Está todo tan oscuro.

— No pasa nada — dije —. No tengas miedo. Ven.

LA CONFERENCIA

Estaba acostado, boca arriba, con su cabeza sobre mi hombro, sin pensar en nada. La oscuridad del cuarto empezaba a poblarse. Oí unos pasos. Las paredes estaban desapareciendo. Algo se amontonaba encima de mí, cada vez más alto, hacia el infinito. Traspasado de un extremo a otro, abrazado sin tacto, me quedé inmóvil en la oscuridad, sintiendo su afilada transparencia. Muy lejos se oían unos latidos. Concentré toda mi atención, el resto de mis fuerzas, en esperar la agonía. Tardaba en venir. Seguí empequeñeciéndome y el cielo invisible, sin horizontes, el espacio desprovisto de siluetas, de nubes, de estrellas, me convirtió en su punto central, mientras retrocedía y crecía. Intenté arrastrarme por la cama sobre la que yacía, pero debajo de mí ya no quedaba nada y la oscuridad no amparaba nada ya. Apreté los puños, escondí en ellos mi rostro. Ya no lo tenía. Los dedos lo atravesaron de lado a lado, tenía ganas de gritar, de aullar…