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La habitación se había vuelto gris y celeste. Los objetos, las estanterías, las esquinas de las paredes habían sido repasados con anchas pinceladas mate, apenas perfilados, desprovistos de su auténtico color. La blancura más intensa, un blanco perla, desenvolvía el silencio al otro lado de la ventana. Tenía el cuerpo empapado en sudor. Al girar la cabeza hacia un lado, mi mirada se cruzó con la de ella.

— ¿Se te ha dormido el brazo?

— ¿Qué?

Levantó la cabeza. Sus ojos eran del mismo color que la habitación: grises y radiantes bajo los párpados. Noté el calor de su aliento antes de comprender el sentido de sus palabras.

— No. Ah, sí.

Puse una mano sobre su hombro. El tacto me causó un hormigueo. Lentamente, la atraje hacia mí con ambos brazos.

— Has tenido una pesadilla.

— ¿Una pesadilla? Sí, una pesadilla. Y tú, ¿no has dormido?

— No lo sé. Quizás no. No tengo sueño; pero tú, duerme. ¿Por qué me miras así?

Entorné los ojos. Notaba el delicado y rítmico latido de su corazón a la altura del mío, que trabajaba con mayor lentitud. «Forma parte del atrezo», pensé. Ya nada me sorprendía, ni siquiera mi propia indiferencia. Había dejado atrás el miedo y la desesperación. Me encontraba más lejos, ¡oh, nadie había estado aún tan lejos! Rocé su cuello con los labios, y seguí bajando hasta que llegué a una cavidad entre los tendones, pequeña y lisa como el interior de una concha. Aquí también se oía el latido.

Me incorporé sobre un codo. No había ninguna aurora, ni la suavidad del amanecer; un resplandor celeste envolvía eléctricamente el horizonte, el primer rayo atravesó la habitación a modo de disparo, un juego de luces lo inundó todo, los reflejos del arcoiris se quebraron dentro del cristal de la ventana, de los picaportes, de los tubos de vidrio; parecía que la luz quisiera chocar contra cada superficie que encontraba a su paso, como si quisiera liberarse, hacer explotar el estrecho habitáculo. Resultaba imposible seguir mirando. Me giré. Las pupilas de Harey se encogieron y sus iris de color gris me miraron.

— ¿Ya es la hora del amanecer? — preguntó con voz mate. Una especie de mezcla entre sueño y realidad.

— Aquí siempre es así, cariño.

— ¿Y nosotros?

— Nosotros, ¿qué?

— ¿Seguiremos aquí mucho tiempo?

Me entraron ganas de reírme. Sin embargo, cuando por fin hablé, la voz que me salió no parecía una risa.

— Me temo que sí. ¿No te apetece?

Sus párpados temblaban. Me observaba con atención. ¿Estaría parpadeando? No estaba seguro. Tiró de la manta y una pequeña marca triangular rosada se divisó sobre su hombro.

— ¿Por qué miras así?

— Porque eres bella.

Sonrió, pero solo por cortesía, en agradecimiento por el cumplido.

— ¿De veras? Porque me miras como si… como si…

— ¿Cómo?

— Como si estuvieras buscando algo.

—¡Qué dices!

— No, como si pensaras que algo me pasa, o bien que hay algo que yo no te he dicho.

— En absoluto.

— Si te empeñas en negarlo, seguro que es cierto. Pero haz lo que quieras.

Tras los cristales encendidos, nacía un calor mortecino, celeste. Busqué las gafas, mientras me protegía los ojos con la mano. Estaban encima de la mesa. Me coloqué de rodillas sobre la cama, me las puse y vi el reflejo de ella en el espejo. Estaba a la expectativa. Cuando me tumbé de nuevo a su lado, sonrió.

— ¿Y para mí?

De pronto, entendí.

— ¿Las gafas?

Me incorporé y empecé a rebuscar dentro de los cajones, en la mesa junto a la ventana. Encontré dos pares, ambos demasiado grandes. Se los entregué y se los probó, pero se deslizaban hasta la mitad de su nariz. Las trampillas de las ventanas empezaron a cerrarse con un prolongado crujido. En cuestión de segundos, en el interior de la Estación, que se resguardaba bajo su caparazón como una tortuga, se hizo de noche. Le quité las gafas a tientas y, junto con las mías, las coloqué debajo de la cama.

— ¿Y ahora qué hacemos? — preguntó.

— Lo que suele hacerse de noche: dormir.

— Kris.

— ¿Qué?

— Será mejor que te prepare una compresa nueva.

— No, no hace falta. No hace falta… cariño.

Al decirlo, ni yo mismo sabía si estaba fingiendo, pero de pronto, en medio de la oscuridad, abracé a ciegas su esbelta espalda y, al notar su temblor, creí en ella. No sé. De repente me pareció que era yo quien la engañaba, y no al revés, porque ella tan solo era ella misma.

A continuación, me volví a dormir y a despertar varias veces seguidas y, en cada ocasión, un espasmo me arrancaba del sueño; los fuertes latidos de mi corazón tardaban en aquietarse, la estrechaba contra mí, mortalmente cansado; ella escrutaba mi rostro, mi frente, comprobando con mucho cuidado si tenía fiebre. Era Harey. Era imposible que existiese otra más real que aquella.

Tras esos pensamientos, se produjo un cambio dentro de mí. Dejé de luchar. Me quedé dormido casi de inmediato.

Me despertó un delicado roce. Sentía una agradable sensación de frío en la frente. Tenía la cara cubierta por algo húmedo y suave que se fue deslizando lentamente, permitiéndome ver el rostro de Harey inclinado sobre mí. Escurría, con ambas manos, el exceso de líquido de la gasa en el interior de un cuenco de porcelana. Junto a este, había un frasco de ungüento contra las quemaduras. Me sonrió.

—¡Qué sueño tienes! — dijo, colocando de nuevo la gasa —. ¿Te duele?

— No.

Moví la piel de la frente. Era cierto, las quemaduras habían dejado de molestarme. Harey estaba sentada al borde de la cama, envuelta en un albornoz masculino, blanco con rayas naranjas, su cabello negro suelto a lo largo del cuello. Se había remangado hasta los codos, con el fin de tener libertad de movimientos. Noté un hambre tremenda, debía de llevar unas veinte horas sin probar bocado. Una vez que Harey hubo terminado las curas, me levanté. De repente, mi vista se posó sobre dos idénticos vestidos blancos de botones rojos: el primero era el mismo que le había ayudado a quitarse mediante el corte en el cuello y el segundo, el que traía el día anterior. Esta vez, ella misma había descosido la costura con ayuda de las tijeras. Decía que lo más probable es que se hubiera enganchado la cremallera.

La visión de los dos vestidos idénticos fue lo peor que había vivido hasta ese momento. Harey estaba ocupada, ordenando el botiquín. A escondidas, me di la vuelta y me mordí el puño. Sin dejar de mirar ambos vestidos — o más bien el mismo vestido duplicado —, comencé a retroceder hacia la puerta. El grifo seguía goteando, haciendo ruido. Abrí la puerta, me deslicé silenciosamente hasta el pasillo y la cerré con cuidado. Escuchaba el suave susurro del agua corriendo y el sonido de las botellas; de pronto, el ruido cesó. Las alargadas luces del pasillo estaban encendidas, una indefinida mancha de luz se reflejaba sobre la puerta; me quedé allí a la espera, con los dientes apretados. Mantenía sujeto el picaporte, aunque dudaba de que fuese capaz de resistir mucho tiempo. Una violenta sacudida por poco me lo arrancó de la mano, pero la puerta no se abrió, tan solo tembló y empezó a crujir de forma terrible. Estupefacto, solté el picaporte y retrocedí; estaba ocurriendo algo increíble: la plancha lisa de plástico se doblaba hacia el interior de la habitación, como hundida a presión. La laca empezó a desconcharse en pequeñas láminas, dejando al desnudo el acero del marco que cada vez se tensaba más. Entonces lo entendí: en lugar de empujar la puerta, que abría hacia el pasillo, Harey estaba intentando abrirla tirando de ella. El reflejo de la luz se deformó sobre su superficie como sobre un espejo cóncavo; se oyó un tremendo crujido y la uniforme hoja, doblada por un extremo, se resquebrajó. Al mismo tiempo, el picaporte, arrancado de su soporte, cayó en la habitación. Inmediatamente, unas manos ensangrentadas aparecieron por el hueco, dejando huellas rojas sobre la pintura; siguieron tirando hasta que el tablero de la puerta se partió en dos y quedó colgando oblicuamente de los pernios, y el monstruo albinaranja de cara lívida se lanzó contra mi pecho, sollozando.