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—¡Harey!

Se encogió aún más.

— ¿Qué te ocurre, Harey?

Me senté, sin recobrar del todo la lucidez, y poco a poco me fui liberando de la pesadilla que un momento antes me estaba ahogando. La chica tiritaba. Al tratar de abrazarla, me apartó con el brazo, intentando esconder su rostro.

— Cariño.

— No digas eso.

— Pero ¡Harey! ¿Qué sucede?

Vi su cara mojada, trémula. Unos lagrimones infantiles se deslizaban por sus mejillas; remansados en el hoyuelo de la barbilla, relucían antes de gotear sobre la sábana.

— No me quieres aquí.

—¡Menuda ocurrencia!

— Lo he oído.

Noté que mi facciones se tensaban.

— ¿Qué es lo que has oído? No has entendido, no era más que…

— No. No. Decías que no era yo. Que me fuera. Y me iría. ¡Dios! Vaya que si me iría, pero no puedo. No sé qué es. Quisiera y no puedo. Soy tan… ¡tan despreciable!

—¡Mi pequeña!

La agarré y la abracé con todas mis fuerzas, todo se estaba desmoronando; le besaba las manos, los dedos, húmedos y salados, repetía conjuros, promesas, le pedía perdón y le decía, una y otra vez, que había sido un estúpido y asqueroso sueño. Se fue tranquilizando. Dejó de llorar. Sus ojos enormes y lunáticos terminaron por secarse. Giró la cabeza.

— No — dijo —, no digas eso, no hace falta. No eres el mismo conmigo…

—¡Que no soy el mismo!

Se me escapó un gemido.

— Sí. No me quieres aquí. Lo noto constantemente. Fingía no darme cuenta. Pensaba que me lo parecía, que eran cosas mías, pero no. Te comportas… de otra forma. No me tomas en serio. Sí, ha sido un sueño, pero eres tú quien ha soñado conmigo. Me llamabas por mi nombre. Te daba asco. ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?!

Me puse de rodillas frente a ella, abrazado a sus piernas.

— Mi niña…

— No quiero que me llames así. No quiero, ¿me oyes? No soy ninguna niña. Soy…

Rompió a llorar y hundió la cara en las sábanas. Me incorporé. Notaba el silencioso zumbido del aire fresco procedente de las salidas de ventilación. Tenía frío. Me puse el albornoz por encima y me senté en la cama. Le toqué el hombro.

— Escucha, Harey. Te diré algo. Te contaré la verdad…

Se alzó lentamente, apoyándose en los brazos. Vi cómo le palpitaba el pulso bajo la fina piel del cuello. Mi gesto volvió a tensarse y sentí frío, como si estuviera a la intemperie. No se me ocurría absolutamente nada.

— ¿La verdad? — dijo —. ¿Palabra de Dios?

Tardé en contestar, porque tenía un nudo en la garganta. Aquel era nuestro viejo juramento: después de pronunciarlo, ninguno de nosotros se atrevía ya no a mentir, sino ni siquiera a ocultar nada. Hubo una época en la que nos martirizamos a base de excesiva sinceridad, con el ingenuo convencimiento de que aquello nos salvaría.

— Palabra de Dios — contesté solemnemente —. Harey…

Esperó.

— Tú también has cambiado. Todos cambiamos. Pero no es eso lo que quería decirte. En realidad, el asunto es que… por motivos que ambos desconocemos… no puedes abandonarme. Pero esto, hasta nos viene bien, porque yo tampoco podría…

—¡Kris!

La cogí envuelta en la sábana. La esquina, empapada por las lágrimas, descansó sobre mi hombro. Caminé por la habitación, meciéndola en brazos. Acarició mi cara.

— No. Tú no has cambiado. Soy yo — me susurró al oído —. Algo me ocurre. ¿Quizás sea eso?

Contemplaba el negro y vacío rectángulo de la puerta rota, cuyos restos había llevado el día anterior al almacén. «Tendré que poner una nueva», pensé. La deposité sobre la cama.

— ¿Has dormido algo? — pregunté mientras me inclinaba sobre ella con los brazos estirados.

— No lo sé.

— ¿Cómo que no lo sabes? Piénsalo, cariño.

— No debe de ser un sueño de verdad. Quizás esté enferma. Mientras estoy tumbada en la cama, me dedico a pensar y, ¿sabes una cosa…?

Tembló.

— ¿Qué? —pregunté en un susurro, la voz podía fallarme.

— Son pensamientos muy extraños. No sé de dónde proceden.

— ¿Por ejemplo?

«Tengo que mantener la calma — pensé— independientemente de lo que oiga». Me estaba preparando para escuchar sus palabras como si fuera a recibir un fuerte golpe. Negó, desconcertada, con la cabeza.

— Es algo como… alrededor…

— No entiendo…

— Como si no estuvieran solo dentro de mí, sino más lejos… no sé expresarlo. No existen palabras para definirlo…

— Serán sueños — dije como quien no quiere la cosa, y suspiré —. Ahora, apagaremos la luz y no nos preocuparemos de nada hasta mañana. Y mañana, si nos apetece, ya nos esforzaremos por inventarnos nuevos problemas. ¿Te parece?

Alargó la mano hacia el interruptor y volvió la oscuridad, me coloqué sobre las sábanas temblorosas y noté, cada vez más cerca, el calor de su aliento.

La abracé.

— Más fuerte — susurró. Y, al cabo de un largo rato, añadió—: ¡Kris!

— ¿Qué?

— Te quiero.

Tenía ganas de gritar.

La mañana amaneció en rojo. El enorme escudo del sol estaba suspendido muy bajo sobre el horizonte. Encontré una carta en el umbral y abrí el sobre. El canturreo de Harey me llegaba desde el baño. De vez en cuando salía para echar una ojeada, con el pelo mojado pegado a la cara. Me acerqué a la ventana y leí:

Kelvin, estamos estancados. Sartorius está a favor de emprender acciones más intensas. Confía en conseguir la desestabilización de los sistemas de neutrinos. Para llevar a cabo sus experimentos, necesita cierta cantidad de plasma del océano para emplearla como materia prima de un F. Propongo que hagas un reconocimiento en el exterior y tomes muestras de plasma. Actúa según tu criterio, pero comunícame tu decisión. Yo no tengo ninguna opinión al respecto. Al parecer, ya no tengo nada en absoluto. Preferiría que lo hicieras tú solo porque de ese modo progresaríamos, aunque solo fuera en apariencia. En caso contrario, tan solo nos queda envidiar a G.

El Rata

P.D. No entres en la emisora de radio. Es una de las pocas cosas que aún puedes hacer por mí. Será mejor que telefonees.

Se me fue encogiendo el corazón a medida que iba leyendo la carta. Volví a repasarla con atención una vez más, luego la rompí y tiré los trozos a la pila del lavabo. A continuación, me puse a buscar una escafandra para Harey. Solo eso ya resultaba horrible. Exactamente igual que la primera vez. Sin embargo, ella no sabía nada; si no, no se hubiese alegrado tanto cuando le dije que tenía que hacer un pequeño reconocimiento en el exterior de la Estación y que me gustaría que me acompañara. Desayunamos en la pequeña cocina (Harey, de nuevo, apenas probó bocado) y fuimos a la biblioteca.

Me apetecía repasar las publicaciones referentes a la problemática de campo y a los sistemas de neutrinos antes de hacer lo que me pedía Sartorius. No sabía aún cómo lograría abarcarlo todo, pero decidí controlar su trabajo. Se me ocurrió que el aún inexistente aniquilador de neutrinos podría liberar a Snaut y a Sartorius, mientras Harey y yo esperábamos en el exterior, a bordo de la nave, por ejemplo, el fin de la «operación». Elucubré durante un rato delante del gran catálogo electrónico, formulándole preguntas a las que contestaba con un lacónico «No existe bibliografía»; a veces, en cambio, me ofrecía la posibilidad de adentrarme en una jungla de trabajos especializados de física, imposibles de abarcar. Sin embargo, tenía pocas ganas de abandonar aquel enorme espacio circular de paredes lisas, cubierto de una amplia cuadrícula de cajones llenos de microfilms y de grabaciones electrónicas. La biblioteca, que ocupaba el mismo centro de la Estación, carecía de ventanas y era el lugar mejor aislado en el seno del caparazón de acero. Quizás por eso me encontraba tan bien allí, pese al aparente fracaso de mis pesquisas. Vagué por la gran sala hasta dar con una gigantesca estantería, llena de libros, que llegaba hasta el techo. No solo era un lujo — dudoso, dicho sea de paso —, sino una conmemoración y una muestra de respeto hacia los pioneros de la exploración solarista: los estantes soportaban el peso de unos seiscientos tomos de todas las obras clásicas en la materia, empezando por la monumental — aunque en su mayor parte ya anticuada— monografía de Giese en nueve volúmenes. Me dediqué a sacar aquellos ladrillos, que inmediatamente hacían caer mi brazo, y a hojearlos con desgana, sentado en el brazo del sillón. Harey también encontró un libro del que, por encima de su hombro, leí unas cuantas líneas. Se trataba de uno de los pocos libros pertenecientes a la primera expedición, quizás en su momento propiedad del propio Giese: El cocinero interplanetario. No hice ningún comentario, viendo la concentración con que Harey estudiaba las recetas culinarias adaptadas a las severas condiciones de la cosmonáutica y regresé al respetado volumen que reposaba sobre mi regazo. Diez años de investigación de Solaris se publicó dentro de la serie «Solariana», cuyos tomos fueron numerados desde el cuarto hasta el trigésimo; los actuales exhiben ya números de cuatro cifras.