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Giese carecía de inventiva, pero esa es una cualidad que no puede sino perjudicar a un investigador de Solaris, pues en ningún otro sitio la imaginación y la capacidad de plantear hipótesis con rapidez resultan tan dañinas. Al fin y al cabo, todo es posible en este planeta. Las descripciones de la constelación creada por el plasma, que parecen inverosímiles son, muy probablemente, auténticas, aunque en general, imposibles de verificar, dado que el océano en raras ocasiones repite sus metamorfosis. Esos fenómenos sorprenden al observador primerizo a causa, principalmente, de su carácter extraño y su inmensidad; si estuvieran presentes a pequeña escala, en algún charco, sin duda serían considerados un «aborto de la naturaleza» más, una manifestación del azar y del juego de fuerzas a ciegas. El hecho de que la mediocridad y el genio se vuelvan en la misma medida impotentes ante la infinidad de formas que ofrece Solaris tampoco facilita el trato con los fenómenos del océano vivo. Giese no correspondía a ninguna de esas categorías. Era, básicamente, un meticuloso clasificador perteneciente a ese tipo de personas cuya tranquilidad exterior disimula el incansable encarnizamiento en el trabajo. Mientras le era posible, se limitaba al empleo del lenguaje descriptivo y, cuando le faltaban palabras, se ayudaba creando otras nuevas, a menudo de manera desafortunada, ya que no se correspondían con los fenómenos descritos. Pero, al fin y al cabo, no existen términos que reflejen lo que ocurre en Solaris. Sus «arbomontes», sus «luengones», los «hongotes», los «mimoides», las «simetriadas» y las «asimetriadas», los «estreptos» y los «raudos» suenan artificiales a más no poder; sin embargo permiten dar una idea de cómo es Solaris, incluso a aquellos que no lo hayan visto nunca de cerca, salvo en alguna fotografía borrosa o en películas sumamente imperfectas. Obviamente, también aquel minucioso clasificador erró, cometiendo más de una imprudencia. El hombre siempre formula hipótesis, incluso cuando procura ser prudente o lo hace de manera inconsciente. Giese consideraba los luengones una forma primitiva y, con frecuencia, los comparaba con las mareas altas de los mares terrestres, acumuladas y aumentadas varias veces. De todas formas, quien se ha adentrado en la primera edición de su obra sabe que, en un primer momento, los llamó «mareas», inspirado en un geocentrismo que, de no ser por su impotencia, resultaría ridículo. Se trata, pues — ya que estamos buscando equivalentes en la Tierra —, de formaciones que, por su tamaño, superan al Gran Cañón de Colorado; son moldeadas en una materia cuya consistencia, en la capa superior, es gelatinosa y espumosa (hay que señalar que la espuma se solidifica en forma de enormes festones que se desmoronan con facilidad, en encajes de punto gigante, e incluso a algunos investigadores se les presentaron como «excrecencias esqueléticas»); en cambio, su interior está constituido por una sustancia cada vez más firme, como un músculo en tensión cuya dureza, a una profundidad de más de diez metros, supera la de una piedra, pero que a la vez sigue manteniendo toda su elasticidad. Entre las paredes — tensadas como una membrana sobre el lomo de un monstruo y a las que se adhieren los esqueletones —, se extiende, a lo largo de varios kilómetros, el verdadero luengón, una criatura en apariencia autosuficiente, que recuerda una colosal pitón que se hubiera tragado montañas enteras y que las estuviera digiriendo en silencio, mientras su cuerpo, aprisionado como el de un pez, se contrae de cuando en cuando en lentas convulsiones. Sin embargo, ese es el aspecto que presenta un «luengón» visto únicamente desde una nave que lo sobrevuele. Si te acercas a él, dejando que ambas «paredes del desfiladero» se eleven centenares de metros por encima de la aeronave, el «tronco de la pitón» resulta ser una superficie en vertiginoso movimiento, extendida hasta el horizonte, que cobra el aspecto de un hinchado cilindro. A primera vista, uno observa la rotación de una resbaladiza sustancia, espesa y pegajosa, de color verde grisáceo, cuyas acumulaciones devuelven fuertes reflejos de luz solar, pero si el aparato queda suspendido justo encima de la superficie (en ese momento, los bordes del «cañón» que esconde al «luengón» se aprecian como cumbres a ambos lados de la hondonada geológica), se percibe que el movimiento es mucho más complejo. Es de circulación concéntrica y en su interior se mezclan corrientes más oscuras y, a ratos, la «capa» exterior se convierte en una superficie de espejo que refleja las nubes y el cielo, atravesada — en medio del estampido— por las erupciones del semilíquido epicentro mezclado con gas. Poco a poco, uno empieza a comprender que, justo debajo, se extiende el núcleo de las fuerzas que mantienen separadas ambas paredes y las elevan hasta el cielo; son laderas de gelatina cristalizándose con indolencia. Pese a todo, no es fácil que la ciencia tome en consideración lo que resulta obvio para la vista. Las encarnizadas discusiones sobre lo que realmente sucede dentro de los luengones, que surcan a millones la inmensidad del vivo océano, se han prolongado durante años. Se consideraba que eran órganos de un monstruo, que en su seno se producían el metabolismo, la respiración, el transporte de sustancias alimenticias y un montón de procesos más, cuyo secreto albergan las empolvadas estanterías de las bibliotecas. Finalmente, se consiguió derribar todas y cada una de las hipótesis mediante miles de exhaustivos y, en ocasiones, peligrosos experimentos. Y todo ello se refiere tan solo a los luengones, al fin y al cabo, la forma más sencilla y duradera, dado que su existencia se cifra en semanas, algo realmente excepcional en este caso.

Otras formas más enrevesadas y caprichosas, las mismas que, quizás de manera más violenta, suscitan el rechazo del espectador — un rechazo, claro está, instintivo —, son los mimoides. Podríamos decir, sin exagerar en absoluto, que Giese se enamoró de ellos y se implicó por completo en su investigación, en su descripción y en la búsqueda de su esencia. Al bautizarlos, intentó reflejar su aspecto más singular, desde el punto de vista del ser humano: cierta tendencia a imitar las formas que lo rodean, independientemente de si son cercanas o lejanas.

Un día, en las profundidades del océano, un círculo plano, ancho, de bordes desgarrados y una superficie sobre la que parece que hayan vertido alquitrán, empieza a oscurecerse. Más de diez horas después, se despedaza, muestra una fragmentación cada vez más pronunciada y, al mismo tiempo, se abre camino hacia arriba, hacia la superficie. Cualquier observador juraría que debajo se está produciendo una violenta lucha, porque de los alrededores acuden infinitas filas de sincrónicas olas circulares a modo de labios fruncidos, como vivos y musculosos cráteres a punto de cerrarse; se acumulan sobre el negruzco y tambaleante delirio derramado en lo más hondo y, tras pararse en seco, se precipitan al vacío. Cada uno de estos desplomes de centenares de toneladas va acompañado por un estruendo — dilatado en segundos, pegajoso y chasqueante —, porque aquí todo sucede a una escala tremenda. El oscuro ser es empujado hacia el fondo, con cada golpe parece aplastarse y dispersarse; de las capas colgantes como alas mojadas, se separan alargados racimos que, a su vez, se estrechan, formando largos collares que se funden entre ellos y ascienden flotando, mientras soportan el peso del disco matriz adherido, aglutinado; entre tanto, por encima de ellos, anillos de olas desaparecen en medio de un enorme círculo cada vez más hundido. Este juego a veces se desarrolla durante un día; otras, a lo largo de un mes. En ocasiones, todo acaba aquí. El escrupuloso Giese denominó aquella variante «mimoide abortivo», como si tuviera unos conocimientos exactos y adquiridos de forma misteriosa, según los cuales el fin de esos cataclismos fuera un «mimoide maduro», es decir, una colonia de pólipos de piel clara (de tamaño habitualmente mayor al de una ciudad terrestre) cuyo destino es la imitación de las formas exteriores. Obviamente, no faltó otro solarista, llamado Uyvens, que consideró «degenerativa» esa última fase, una involución, una atrofia; y en el bosque de formas creadas vio una clara muestra de la liberación, por parte de los seres pedúnculos, del poder de la matriz.