Sin embargo, Giese — quien en todas las descripciones de las demás creaciones solaristas muestra una actitud de hormiga caminando sobre un glaciar y no se permite desviación alguna de su medido y rígido discurso— estaba tan convencido de estar en lo cierto que clasificó las siguientes fases de aparición de un mimoide en un orden creciente de perfección.
Un mimoide visto desde arriba parece una ciudad; sin embargo, eso es solo una ilusión causada por la necesidad de encontrar analogías con lo conocido. Cuando el cielo está limpio, una masa de aire caliente envuelve el conjunto de excrecencias de varios pisos de altura, coronadas por altas estacadas; en consecuencia, las formaciones, ya de por sí difíciles de determinar, empiezan a balancearse y a doblarse. La aparición de la primera nube sobre el cielo azul (lo digo por costumbre, dado que el «celeste» cobra aquí un tono bermejo o extremadamente blanco, dependiendo de los días) causa una respuesta inmediata. Comienza así una brotación acelerada: una capa dúctil, ahuecada en forma de coliflor, es lanzada al aire, separándose casi por completo de la base; al mismo tiempo, empalidece y, a los pocos minutos, acaba pareciéndose a un cúmulo. Este objeto gigante proyecta una sombra rojiza, como si los picos del mimoide se lo fueran pasando unos a otros con un movimiento siempre inverso al de la nube real. Creo que Giese se hubiera dejado cortar un brazo a cambio de poder averiguar el origen de este fenómeno. No obstante, esas «solitarias» creaciones del mimoide no son nada en comparación con la desenfrenada actividad que desencadena cuando se «irrita» por la presencia de objetos y formas que surgen sobre su superficie por culpa de los forasteros llegados de la Tierra.
La reproducción de las formas abarca todo lo que se encuentre dentro de un radio de entre doce y quince kilómetros. El mimoide realiza, por lo general, una reproducción aumentada, aunque en ocasiones la deforma, dando lugar a caricaturas o simplificaciones grotescas, sobre todo en lo que a las naves se refiere. Está claro que se trata siempre de la misma materia que empalidece deprisa y que, una vez lanzada al aire, se queda suspendida en lugar de caer y permanece unida a la base por un cordón umbilical fácil de romper; el mimoide lo utiliza para reptar, mientras se encoge, se estrecha o se infla, creando complejos dibujos. Un avión, un armazón o un mástil son reproducidos con la misma rapidez; un mimoide únicamente es incapaz de reaccionar ante los propios humanos o, para ser más exactos, ante ningún ser vivo, incluidas las plantas (que también los científicos han llevado a Solaris con fines experimentales). En cambio, un maniquí, un pelele, la figurita de un perro o de un árbol, esculpidos en cualquier material, son copiados inmediatamente.
Aquí, desgraciadamente, es preciso hacer un paréntesis y señalar que esa «obediencia» de los mimoides hacia los investigadores, tan inusual en Solaris, en ocasiones queda en suspenso. El mimoide más maduro tiene sus «días perezosos», durante los que se limita a palpitar lentamente. Ese pálpito es imperceptible a la vista: su ritmo, la fase individual del «pulso», dura más de dos horas y fue necesaria una filmación muy precisa para poder descubrirlo.
Cuando se dan estas circunstancias, un mimoide, en especial uno viejo, es perfecto para ser visitado, puesto que, tanto el escudo de sujeción sumergido en el océano como las creaciones que lo coronan ofrecen un apoyo más que seguro.
Claro que también es posible permanecer sobre un mimoide en sus días «laborables», pero en este caso la visibilidad es prácticamente nula a causa de la suspensión coloidal que, suave y blanda como la nieve en polvo, desciende constantemente desde las hinchadas ramificaciones del tronco generador de formas. Además, debido a su gran envergadura, casi como montañas, es imposible abarcar todas esas formas. Asimismo, la base de un mimoide «trabajador» se torna pantanosa por culpa de una lluvia pulposa que, transcurridas diez horas, se solidifica, convirtiéndose en una coraza varias veces más ligera que la piedra pómez. Por último, sin un equipamiento adecuado, es relativamente sencillo perderse en medio del laberinto de abombados pedúnculos, parecidos a columnas contráctiles o a semilíquidos géiseres. El riesgo existe incluso a plena luz del día, porque sus rayos son incapaces de atravesar el manto de «explosiones imitadoras», constantemente proyectadas a la atmósfera.
La observación de un mimoide durante sus días felices (aunque, para ser más exactos, son días felices para el investigador que se ocupa de ellos) puede constituir una fuente de sensaciones inolvidables. Se dan casos de «vuelos creativos» al comienzo de su increíble sobreproducción. Crea entonces variedades propias de las formas externas, o bien sus variantes, o incluso «prolongaciones formales»; puede pasarse así horas, para gozo del pintor abstracto y desesperación del científico que intenta, en vano, comprender los procesos en curso. En ocasiones, la actividad de un mimoide muestra rasgos de una simplificación infantil; en otras, cae en «desviaciones barrocas», en las que todas sus creaciones exhiben una pronunciada elefantiasis. En especial, los mimoides mayores fabrican formas capaces de provocar ataques de risa. Yo, personalmente, nunca he podido reírme de ellos, porque el misterioso espectáculo me deja demasiado aturdido.
Está claro que, durante los primeros años de investigación, todos se abalanzaron literalmente sobre los mimoides, que se consideraron idealizados núcleos del océano solarista, lugares perfectos para el deseado encuentro de dos civilizaciones. Muy pronto resultó que era imposible hablar de ningún tipo de encuentro, ya que todo empezaba y acababa con una mera imitación de formas abocada un callejón sin salida.
Tanto el antropomorfismo como el zoomorfismo aparecían de manera recurrente en las desesperadas búsquedas llevadas a cabo por los investigadores, quienes (como Maartens y Ekkonai) se empeñaron, durante un tiempo, en considerar las diferentes creaciones del océano vivo como «órganos sexuales» o incluso como «extremidades»; este fue el caso de los «estreptos» y de los «raudos» de Giese. Pero esas protuberancias del océano vivo, disparadas a veces a la atmósfera a una altura de tres kilómetros, son «extremidades» en la misma medida que un terremoto es «gimnasia» para la corteza terrestre.