En el catálogo, hay unas trescientas variedades de formas nacidas del océano vivo que se repiten con cierta frecuencia y que pueden ascender a varias decenas o centenares en un solo día. Según la escuela de Giese, las más inhumanas, por su absoluta falta de parentesco con cualquier experiencia terrestre, son las simetriadas. Entonces ya se sabía que el comportamiento del océano no era agresivo y que, para morir en su plasmático abismo, había que esforzarse bastante: podía suceder por propia imprudencia o insensatez (naturalmente, no hablo de accidentes causados, por ejemplo, por una avería de la botella de oxígeno o del climatizador); pero sin el menor riesgo se pueden atravesar, con un avión o con cualquier otra aeronave, tanto los ríos de los cilindricos luengones como las terribles columnas de estreptos que se tambalean mientras vagan entre las nubes. Es posible abrirse camino a través del plasma que se escinde a la velocidad de la luz ante un cuerpo extraño dentro de la atmósfera solarista, cavando túneles, en caso de necesidad, incluso bajo la superficie del océano (en tal caso se libera inmediatamente una energía de un enorme potencial que, en casos extremos, equivale, según los cálculos de Skriabin, a 109 ergios. Las investigaciones acerca de las simetriadas se emprendieron con mucha prudencia y constantes retrocesos, multiplicándose las medidas de seguridad — por cierto, a menudo innecesarias—; los nombres de los que se adentraron por primera vez en su abismo son bien conocidos por cualquier niño de la Tierra.
Lo espantoso de esos gigantes no reside en su aspecto, aunque es cierto que son capaces de generar las peores pesadillas, sino más bien en la falta de elementos constantes y seguros en sus confines; una vez dentro, incluso las leyes de la física quedan anuladas. Fueron precisamente los investigadores de las simetriadas los que propagaron la tesis acerca de la inteligencia del océano vivo.
Las simetriadas surgen de repente. Su nacimiento es una especie de erupción. Una hora antes, el océano empieza a brillar con fuerza, como vitrificado en un perímetro de varias decenas de kilómetros cuadrados. Aparte de eso, ni su fluidez, ni el ritmo del oleaje varían. A veces, una simetriada explota dentro del cráter que se crea tras un raudo succionado, pero este fenómeno no constituye una regla. Al cabo de aproximadamente una hora, la capa vidriosa sale disparada, como una terrible burbuja dentro de la cual se reflejan, titilando y quebrándose, el firmamento, el sol, las nubes, todos los horizontes. El relampagueante juego de colores — en parte inducido por la difracción y, en parte, por la refracción de la luz— es inigualable.
Las simetriadas creadas durante los días celestes y justo antes de la puesta del sol ofrecen unos efectos lumínicos especialmente impetuosos. Uno tiene entonces la impresión de estar asistiendo al parto de un planeta, en el que este duplicara su tamaño a cada instante. Un globo ardiente, recién lanzado desde el abismo, se quiebra en lo alto en sectores verticales, pero no se trata, en ningún caso, de una descomposición. Este estadio, llamado, sin demasiado éxito, «fase del cáliz floral», dura unos segundos. Los arcos de los tramos membranosos que apuntaban al cielo ahora se dan la vuelta, se fusionan en el interior invisible y comienzan a formar apresuradamente una especie de tronco voluminoso, con una actividad que abarca centenares de fenómenos simultáneos. En el centro del tronco, examinado por primera vez por el equipo de setenta personas de la expedición Hamalei, se forma, como efecto de un proceso de policristalización, un mandril de carga axial, llamado también «columna vertebral», aunque personalmente no soy partidario de este término. La vertiginosa arquitectura de este soporte central se ve sostenida in statu nascendi por unos pilares verticales de gelatina muy diluida, que brota sin cesar desde la kilométrica hondonada. Durante todo este proceso, el coloso emite un sordo y prolongado rugido y termina envuelto en un manto de agitada espuma, blanca como la nieve. Se suceden — desde el centro hacia la periferia— una serie de complicadas rotaciones de diferentes superficies espesas, sobre las que se van superponiendo las capas de sustancia dúctil que brota del abismo. A la vez, los ya mencionados géiseres de aguas profundas se solidifican y se transforman en columnas de activos tentáculos que se dirigen a determinados puntos de la construcción, definidos con precisión por la dinámica del conjunto; este se asemeja a la gigantesca branquia de un embrión desarrollado a una velocidad mil veces mayor que la habitual, recorrido por arroyos de sangre rosa y agua de un verde tan oscuro que casi resulta negro. A partir de ese momento, la simetriada comienza a revelar su característica más increíble: la capacidad de modelar, o incluso de suspender, ciertas leyes físicas. Aclaremos de antemano que no existen dos simetriadas iguales y que la geometría de cada una de ellas es un nuevo «invento» del océano vivo. La simetriada fabrica en su interior lo que a menudo llamamos «máquinas momentáneas», aunque en realidad no se parecen en nada a las máquinas construidas por los humanos, pero sí consisten en una intencionalidad de la acción relativamente reducida y por tanto, y de alguna manera, «mecánica».
Cuando los géiseres de aguas profundas se solidifican o se dilatan, se convierten en galerías y pasillos de anchas paredes que discurren en todas las direcciones, mientras las «membranas» crean un sistema de superficies salientes y techos cruzados. Es entonces cuando hay que justificar la denominación de una simetriada: a cada formación de pasos sinuosos, de vías y de rampas, le corresponde, en el polo opuesto, una estructura fiel en cada detalle.
Unos veinte o treinta minutos después, el gigante empieza a sumergirse lentamente, a veces con una inclinación de entre ocho y doce grados respecto de su eje vertical. Existen simetriadas de mayor y menor tamaño, pero incluso las enanas, una vez sumergidas, se elevan a una altura de ochocientos metros por encima del horizonte y son visibles desde una distancia de entre quince y veinticinco kilómetros. Para adentrarse en ellas, lo más prudente es hacerlo una vez establecido su equilibrio, cuando el conjunto deja de hundirse en el océano vivo y recupera su verticalidad; el mejor lugar para penetrar está justo debajo de la cumbre. El «cabezal» relativamente liso del polo se ve rodeado, en este punto, por una superficie horadada por las salidas de cámaras y conductos interiores. Esta formación constituye, en su totalidad, un desarrollo tridimensional de algún tipo de ecuación de orden superior.
Es bien sabido que cada ecuación puede ser reflejada mediante el lenguaje figurativo de la geometría superior, construyendo su equivalente en forma de sólido. En este sentido, una simetriada es una pariente de los conos de Lobachevski y de la curvatura negativa de Riemann, aunque, eso sí, una pariente muy lejana debido a la inimaginable complejidad que entraña. Constituye un desarrollo de todo el sistema matemático, que abarca varios kilómetros cúbicos, pero se trata de un desarrollo tetradimensional dado que los importantes coeficientes de las ecuaciones son reflejados también en el tiempo, en los cambios que se producen en su transcurso.
Lo más sencillo, indudablemente, era pensar que teníamos delante nada más y nada menos que una «computadora» del océano vivo, un modelo de cálculo creado a su escala, de aplicación desconocida, pero hoy en día nadie comparte ya esta hipótesis de Fermont. Indudablemente, era una hipótesis tentadora, pero fue imposible sostener la idea de que el océano vivo examinaba los problemas de la materia, del cosmos, de la existencia, mediante aquellas erupciones titánicas cuyas partículas se sometían a las cada vez más complejas fórmulas del gran análisis. El gigante alberga demasiados fenómenos que no se ajustan a esta sencilla imagen (ingenua, según algunos).
Abundaron los intentos por crear un modelo de simetriada asequible y visible. La divulgación del modelo de Awerian tuvo bastante éxito y su razonamiento fue el siguiente: imaginemos una remota edificación terrestre de la época del esplendor de Babilonia; supongamos que está construida a partir de una sustancia viva, activa y evolutiva; su arquitectura atraviesa de modo natural una serie de fases y adopta ante nuestros ojos la forma de construcciones griegas, romanas, dejando que más adelante las columnas se afinen como tallos; la bóveda pierde peso, se eleva, se estiliza; los arcos se convierten en empinadas parábolas para, finalmente, quebrarse en siluetas esbeltas y alargadas. Comienzan la maduración y el envejecimiento del gótico, que fluye hacia sus formas tardías: la anterior crudeza de la abrupta elevación es sustituida por la erupción de la exuberancia orgiástica, delante de nosotros brota el barroco con sus frutos excesivos. Si continuáramos con esta serie, tratando siempre a nuestra criatura como a un ser cambiante según las sucesivas etapas de la existencia real, terminaríamos llegando a la arquitectura de la era cosmodrómica, acercándonos de ese modo, quizás, a la comprensión de lo que es una simetriada.