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Sin embargo, esta comparación, por mucho que haya sido desarrollada y enriquecida (de hecho, ha habido intentos por ilustrarla mediante modelos especiales o incluso mediante una película), en el mejor de los casos no deja de ser insuficiente, y en el peor, un burdo remedo, por no calificarlo de fraude, y es que una simetriada no se parece a ninguna creación terrestre…

El ser humano puede abarcar muy pocas cosas a la vez, tan solo vemos lo que ocurre delante de nosotros, aquí y ahora. Evidenciar una multitud de procesos simultáneos, de algún modo relacionados entre sí, o incluso complementarios, supera nuestra capacidad. Es una limitación que experimentamos incluso en contacto con fenómenos relativamente sencillos. El destino de un solo hombre puede significar mucho, es difícil abarcar el destino de varios centenares, pero la historia de miles, o millones de seres humanos, en realidad no significa nada. Una simetriada es un millón, o más bien mil millones elevados a la enésima potencia, en sí, es algo inimaginable; resulta abrumador encontrarse en medio de una de sus naves — cada una de las cuales, a su vez, corresponde a diez veces el espacio de Kronecker —, como hormigas agarradas al pliegue de una bóveda viva, ver cómo se elevan las gigantes superficies grisáceas a la luz de nuestras balizas de señalización, cómo se penetran mutuamente, percibir su suavidad y la infalible perfección de su forma que, no obstante, es solo momentánea, porque aquí todo fluye: el fundamento de esta arquitectura es el movimiento, concentrado e intencionado. Nosotros solo podemos ver una pequeña parte del proceso, el temblor de una única cuerda de una orquesta sinfónica de supergigantes; pero hay mucho más, porque sabemos — sabemos que es así, pero no lo comprendemos— que al mismo tiempo, encima y debajo de nosotros, en el insondable abismo, fuera de las fronteras de los ojos y de la imaginación, se produce una multitud de transformaciones simultáneas relacionadas entre sí como notas ligadas por un contrapunto matemático. Por ello, alguien la bautizó con el título de sinfonía geométrica, y nosotros somos sus sordos oyentes.

En este caso, para ver cualquier cosa de verdad, habría que alejarse, retroceder tanto que sería inabarcable, pero dentro de una simetriada todo constituye el interior, en una multiplicación de partos que estallan en forma de avalanchas, una formación incesante; hay que señalar que la creación es, al mismo tiempo, el creador y que ningún mimoide es tan sensible al tacto como cualquier fragmento de una simetriada — que se encuentra separada por centenares de pisos, a muchos kilómetros de distancia de nosotros— a los cambios que experimenta. Aquí, cada edificio monumental — cuya belleza no está al alcance de la vista— se convierte en copartícipe de la construcción y en jefe de obra de todos cuantos surgen al mismo tiempo y que, a su vez, ejercen sobre el primero una influencia modeladora. Sí, es una sinfonía, pero autogeneradora y autofagocitadora. El final de una simetriada es horrible. Nadie que lo haya visto ha podido evitar la sensación de haber sido testigo de una tragedia, por no decir de un asesinato. Al cabo de dos, como mucho tres horas — este explosivo crecimiento, esta multiplicación y autogénesis no suele durar más tiempo —, el océano vivo emprende el ataque, que transcurre de la siguiente manera: la lisa superficie se arruga; el oleaje, hasta ese momento tranquilo y cubierto de espuma reseca, empieza a hervir; desde el horizonte se aproximan, a la carrera, una sucesión de olas concéntricas, los mismos musculosos cráteres que acompañaron al nacimiento de un mimoide, pero en esta ocasión sus dimensiones son incomparablemente mayores. La parte submarina de la simetriada es estrujada, el coloso se eleva despacio, como si fuera a ser lanzado fuera del planeta; las capas superiores de la materia oceánica se activan, reptando cada vez más alto por las paredes laterales y cubriéndolas; al solidificarse, sellan las salidas; pero todo esto no es nada en comparación con lo que, en paralelo, sucede en las profundidades. En primer lugar, los procesos de formogénesis — la aparición de las sucesivas arquitecturas— se detienen por un momento; a continuación, sufren una brusca aceleración y los, hasta ahora, fluidos movimientos de infiltración, plegamiento, de despliegue de la urdimbre y de las bóvedas, todos ellos tan armónicos y seguros como si fueran a durar siglos, empiezan a arrasar con todo. La sensación de que el coloso, ante el inminente peligro, procura bruscamente autorrealizarse, se vuelve abrumadora. Cuanto más se aceleran los cambios, más evidente es la horrible y repugnante metamorfosis de la propia materia prima y su dinámica. Las maravillosas y esbeltas siluetas se ablandan, se tornan flácidas, se descuelgan, surgen errores, formas inacabadas, monstruosas, inválidas; de las profundidades invisibles, se eleva un bramido creciente y el aire, escupido en una respiración agónica mientras roza contra las grietas cada vez más estrechas, resoplando y, a ratos, tronando, incita a las paredes en derrumbe a proferir un estertor que suena como lanzado por laringes cubiertas por estalactitas de mucosidad, o por cuerdas vocales muertas, y el espectador no tarda en sumirse en la inercia ante el movimiento más violento, el movimiento de la destrucción. Tan solo el huracán que ruge desde el abismo y atraviesa miles de pozos sujeta la construcción celeste mientras la infla; esta empieza a hundirse como una placa envuelta en llamas, pero en algún sitio aún puede verse el aleteo agonizante, los movimientos caóticos, separados del resto, ciegos, cada vez más débiles, hasta que el gigante, atacado sin cesar desde el exterior, se derrumba con la lentitud de una montaña y desaparece en una vorágine de espumas; las mismas que habían acompañado su titánica creación.

¿Y qué significa todo esto? Sí, ¿qué significa…?

Recuerdo a un grupo de escolares, de visita en el Instituto Solarista de Aden; por aquel entonces, yo era el asistente de Gibarian; una vez que hubieron atravesado la sala lateral de la biblioteca, los jóvenes fueron conducidos a la estancia principal, ocupada en su mayor parte por las bobinas de los microfilms. En ellos se habían inmortalizado pequeñas fracciones del interior de las simetriadas desaparecidas hacía mucho tiempo, y su número, no fotografías sueltas, sino rollos enteros, alcanzaba más de noventa mil. Fue entonces cuando, de pronto, una niña regordeta, de unos quince años, de mirada inteligente y resolutiva tras los cristales de sus gafas, preguntó:

— ¿Y para qué sirve todo esto?

En medio del incómodo silencio que siguió a la pregunta, únicamente la profesora miró con severidad a su insubordinada alumna; ninguno de los solaristas que realizaban la visita guiada, y entre los cuales estaba yo, supimos responderle. Ello se debe a que las simetriadas son únicas, al igual que los procesos que transcurren en su interior. A veces, el aire deja de transmitir el sonido. A veces, el coeficiente de refracción sube o baja. Localmente surgen cambios de fuerza, palpitantes y regulares, como si la simetriada estuviera dotada de un corazón gravitatorio latiente. En ocasiones, los girocompases de los investigadores se vuelven locos, las capas de intensa ionización aparecen y desaparecen; en fin, esta enumeración podría proseguir indefinidamente. En cualquier caso, si algún día se consigue aclarar el misterio de las simetriadas, siempre nos quedarán las asimetriadas…