Su nacimiento es parecido, la única diferencia reside en su final y lo único que se puede percibir en su interior es el tintineo, el ardor, el centelleo; solo sabemos que son un foco de procesos vertiginosos, al límite de la velocidad posible desde el punto de vista de la física; también se las llama «exagerados fenómenos cuánticos». Su parecido matemático con ciertos modelos de átomo es, pese a todo, inconstante y fugaz, de manera que algunos lo consideran una característica colateral, o incluso casual. Su periodo de vida es incomparablemente más corto, poco más de diez minutos, y su final, mucho más horrible: tras el huracán de aire duro y atronador que las rellena y las hace explotar, un líquido arremolinado en su interior, que se desplaza a una velocidad infernal bajo la sucia capa de espuma, lo inunda todo, borbolleando, inmundo. Luego surge un volcán de barro, que escupe una irregular columna de restos que siguen cayendo durante mucho tiempo sobre la inquieta superficie del océano, en forma de lluvia macerada. Algunos de ellos se encuentran a la deriva, a decenas de kilómetros del epicentro de la explosión, arrastrados por el viento: resecos, amarillentos y cartilaginosos.
A este último grupo pertenecen formaciones que se mantienen completamente separadas del océano vivo durante breves o largos periodos de tiempo, son mucho menos frecuentes que las anteriores y más difíciles de observar. Cuando sus restos fueron identificados por primera vez — erróneamente, como se comprobó mucho más tarde —, se pensó que eran cadáveres de las criaturas que habitaban las hondonadas del océano. A veces parecen estar huyendo, como si fueran unos extraños pájaros multialas, ante nubes de raudos, pero este término, prestado de la Tierra, de nuevo se convierte en una muralla infranqueable. Muy de vez en cuando, en las rocosas orillas de las islas y junto a los grupos de focas, se pueden ver pájaros bobos mientras descansan al sol, o arrastrándose perezosos hacia el mar para fundirse con él.
De esta forma, se fue empleando, una y otra vez, la terminología terrestre, humana; en cuanto al primer encuentro…
Las expediciones atravesaron centenares de kilómetros por las profundidades de las simetriadas, se dedicaron a colocar instrumental de grabación, cámaras sensibles al movimiento; los ojos televisivos de los satélites artificiales registraron a los mimoides y a los luengones mientras brotaban, al igual que su proceso de maduración y muerte. Las estanterías de las bibliotecas y los archivos se fueron llenando, y el precio que hubo que pagar por ello a menudo fue alto. Fallecieron setecientas dieciocho personas durante los cataclismos, antes de que les diera tiempo a huir del interior de los colosos que se destruyeron; de ellos, ciento seis desaparecieron en una sola catástrofe, famosa porque el propio Giese, entonces un anciano de setenta años, encontró en ella la muerte cuando una simetriada claramente caracterizada se extinguió siguiendo la pauta propia de las asimetriadas. El estallido de una sustancia fangosa absorbió a setenta y nueve personas vestidas con escafandras acorazadas, así como toda su maquinaria e instrumental; más tarde, alcanzó con sus tentáculos a veintisiete pilotos de aviones y helicópteros que sobrevolaban el fenómeno investigado. El lugar, en la intersección del paralelo cuarenta y dos con el meridiano ochenta y nueve, viene señalado en los mapas como Erupción de los Ciento Seis. No obstante, este punto solo existe en los mapas, ya que en la superficie del océano no se distingue ningún resto de aquella tragedia.
A raíz de aquellos acontecimientos, por primera vez en la historia de la exploración solarista, se levantaron voces que exigían el empleo de armas termonucleares. En realidad, eso hubiera sido más cruel que la venganza: destruir algo que no éramos capaces de comprender. Tsanken era el segundo del grupo de reserva de Giese; se salvó gracias al error de un transmisor automático que había marcado erróneamente la posición de la simetriada que examinaba el resto del equipo; Tsanken estaba perdido, volando sobre el océano, y solo acudió al lugar de la explosión unos minutos después de que se produjera. Mientras volaba, le dio tiempo a ver el hongo negro. En el momento de tomar una decisión, Tsanken amenazó con hacer explotar la Estación, en la que había diecinueve personas a bordo, incluido él mismo; aunque nunca se reconociera oficialmente que aquel ultimátum suicida influyó en el resultado de la votación, se puede suponer que así fue.
Sin embargo, la época de numerosas expediciones visitando el planeta pertenece ya al pasado. La propia Estación — cuya construcción fue supervisada desde los satélites, siendo una obra de ingeniería a una escala tal que la Tierra podría sentirse orgullosa, si no fuera porque el océano, en cuestión de segundos, es capaz de escupir construcciones millones de veces más grandes— fue concebida como un disco de doscientos metros de diámetro, con cuatro pisos en el centro y dos en los laterales, suspendido entre quinientos y mil quinientos metros por encima del océano gracias a la energía aniquiladora de los gravitadores; además, todos los aparatos propios de cualquier estación y de los grandes sateloides de otros planetas se equiparon con unos detectores de radar especiales, destinados a ejercer una fuerza adicional ante cualquier cambio en la planicie del océano, de forma que el disco de acero se elevara hacia la estratosfera en cuanto se detectaran los primeros síntomas del nacimiento de una nueva creación.
Ahora la Estación estaba prácticamente deshabitada. Desde que los autómatas fueran encerrados — por motivos que aún desconozco— en los almacenes del sótano, uno podía circular por los pasillos sin encontrarse con nadie, como en el naufragio de un buque a la deriva cuya maquinaria hubiera sobrevivido al exterminio de su tripulación.
Mientras colocaba el noveno volumen de la monografía de Giese en la estantería me pareció que el acero, cubierto por una capa de blanda espuma plástica, temblaba bajo mis pies. Me quedé inmóvil, pero el temblor no se repitió. La biblioteca estaba perfectamente aislada del resto del edificio, así que solo podía haber una causa para esa sacudida: el despegue de un cohete de la Estación. Aquel pensamiento me devolvió a la realidad. Aún no me había decidido del todo a volar, tal como me había pedido Sartorius. Fingiendo que aceptaba sus planes al pie de la letra, lo único que conseguía era aplazar la crisis; estaba casi convencido de que la confrontación se produciría, porque estaba decidido a hacer todo lo posible para salvar a Harey. La cuestión era si Sartorius tenía posibilidades de éxito. Su ventaja sobre mí era inmensa: como físico conocía el problema diez veces mejor que yo y lo único con lo que, paradójicamente, yo podría contar, sería la perfección de las soluciones que nos brindaba el océano. Pasé la siguiente hora revisando minuciosamente los microfilms, intentando pescar cualquier cosa comprensible del mar de infernales matemáticas, a cuyo lenguaje recurría la física de procesos de neutrinos. En un principio, la búsqueda me pareció desesperante porque había nada más y nada menos que cinco teorías acerca de los campos de neutrinos, a cual más ininteligible: señal inequívoca de que ninguna era perfecta. No obstante, al final, conseguí encontrar algo prometedor. Estaba anotando las fórmulas cuando alguien llamó a la puerta.
Me acerqué rápidamente y la abrí tapando el hueco con mi cuerpo. Vi la cara de Snaut, reluciente por el sudor. Detrás de él, el pasillo estaba vacío.