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Me dediqué a escuchar en la penumbra aquella voz, regular y lejana, cuyo timbre había reconocido inmediatamente: era Gibarian hablando. Extendí las manos y comprobé que la cama estaba vacía.

«Me he despertado dentro de otro sueño», pensé.

— ¿Gibarian? — dije. La voz se interrumpió inmediatamente, en mitad de una frase. Algo sonó muy bajito y sentí el soplo del viento en la cara.

— Hay que ver, Gibarian — murmuré mientras bostezaba —. Me vas acosando de sueño en sueño… ¡cómo eres!

Oí un susurro a mi lado.

—¡Gibarian! — repetí más alto.

Los muelles de la cama crujieron.

— Kris… soy yo — escuché un murmullo muy cerca.

— Eres tú, Harey. ¿Y Gibarian?

— Kris… Kris… pero si él está… tú mismo dijiste que había muerto…

— Puede estar vivo dentro de un sueño — dije, hablando muy despacio. Ya no estaba tan seguro de que se tratara de un sueño —. Me ha estado contando cosas. Ha estado aquí —solté. Tenía un sueño atroz. «Si tengo sueño, será que estoy durmiendo». Mientras pensaba en esas estupideces, deslicé los labios por el hombro de Harey y me acomodé. Para cuando me respondió, yo ya lo había olvidado todo.

A la mañana siguiente, el sol iluminaba en rojo la habitación y recordé los acontecimientos de la noche. Había soñado que conversaba con Gibarian, pero ¿qué pasó después? Había oído su voz, podría jurarlo, aunque no recordaba bien qué había dicho. No parecía una conversación, sino, más bien, una conferencia. ¿Una conferencia?

Harey se estaba lavando. Podía escuchar el chapoteo del agua en el baño. Eché un vistazo debajo de la cama donde, unos días atrás, había arrojado el magnetófono. Ya no estaba allí.

—¡Harey! — grité. Su cara chorreando agua asomó por detrás del armario.

— ¿No habrás visto, por un casual, un magnetófono bajo la cama? Uno pequeño, de bolsillo…

— Había varias cosas. Las puse todas allí. —Señaló una estantería junto al botiquín y desapareció en el baño. Me levanté de un salto, pero mi búsqueda resultó infructuosa.

— Has tenido que verlo — dije cuando regresó a la habitación. No contestó, se estaba peinando delante del espejo. Fue entonces, mientras nuestras miradas se cruzaban en el espejo, cuando me fijé en lo pálida que estaba y en cómo me miraba, escrutándome.

— Harey — insistí, como un borrico —, el magnetófono no está en la estantería.

— ¿No tienes nada más importante que decirme?

— Lo siento — murmuré —, tienes razón. Es una tontería.

¡Solo me faltaba una pelea!

Después, fuimos a desayunar. Ese día, Harey lo hacía todo de forma distinta a la habitual, pero no fui capaz de definir la diferencia. Miraba alrededor, en varias ocasiones no oyó lo que le estaba diciendo, totalmente ensimismada. Y, una vez, al levantar la cabeza, me di cuenta de que le brillaban los ojos.

— ¿Qué te ocurre? — bajé la voz hasta susurrar —. ¿Estás llorando?

— Oh, déjame. No son lágrimas de verdad — gimió. Quizás no hubiera debido bastarme esa respuesta, pero no había nada que temiera más que las «conversaciones sinceras». Además, tenía otra cosa en la cabeza: aunque estaba convencido de que las intrigas de Snaut y Sartorius no habían sido más que un sueño, me pregunté si en la Estación habría algún tipo de arma de fácil manejo. No me planteaba qué hacer con ella, simplemente quería hacerme con una. Informé a Harey de que tenía que pasar por la bodega y por los almacenes. Me siguió en silencio. Revisé las cajas, rebusqué entre los cohetes y, una vez en el sótano, no pude evitar echar un vistazo dentro de la cámara frigorífica. Sin embargo, no quería que Harey entrara allí, por lo que entorné la puerta y barrí el cuarto con la vista. La oscura lona se abombaba, cubriendo la alargada silueta, pero desde mi ubicación no era capaz de ver si la mujer negra aún seguía allí. Me pareció que estaba vacío.

No di con nada que me sirviera. Seguí dando vueltas, cada vez de peor humor, hasta que de repente me di cuenta de que Harey no estaba conmigo. No tardó en volver — se había quedado en el pasillo —, pero el mero hecho de que intentara alejarse de mí, lo cual, incluso aunque fuera un instante, le costaba mucho, debería haberme dado que pensar. Sin embargo, yo seguía comportándome como si estuviera enfadado, sin saber con quién, o simplemente como un cretino. Empezaba a dolerme la cabeza, pero no encontré ninguna pastilla y, rabioso, puse patas arriba el contenido del botiquín. Tampoco tenía ganas de acudir a la sala de operaciones, estaba muy raro aquel día. Harey deambulaba por el camarote como una sombra, desapareciendo de vez en cuando, y por la tarde, ya después de comer (lo cierto es que ella no había comido nada y yo, sin apetito por culpa de la cabeza que me estallaba, ni siquiera traté de animarla), se sentó inesperadamente a mi vera y comenzó a deshilachar la manga de mi jersey.

— ¿Qué pasa? — murmuré mecánicamente. Quería subir, porque me había parecido oír, por las tuberías, el débil eco de unos golpes que indicaban que Sartorius andaba maquinando algo con los aparatos de alta tensión, pero se me quitaron las ganas de golpe al pensar que tendría que llevarme a Harey, cuya presencia, medio justificada en la biblioteca, allí, entre los aparatos, podría ocasionar algún desafortunado comentario de Snaut.

— Kris — susurró —, ¿estamos bien juntos?

Suspiré sin querer, no se puede decir que aquel día yo fuera feliz.

— Mejor que nunca. ¿Qué pasa ahora?

— Me gustaría hablar contigo.

— Dime. Te escucho.

— Así no.

— ¿Entonces cómo? Vale. Ya sabes que me duele la cabeza, te he dicho que tengo un montón de problemas…

— Muestra un poco de buena voluntad, Kris.

Me obligué a sonreír, seguro que fue penoso.

— Sí, cariño. Dime.

— ¿Me vas a decir la verdad?

Arqueé las cejas. No me gustaba cómo empezaba aquello.

— ¿Por qué iba a mentirte?

— Quizás tengas tus razones. Serias razones. Pero si quieres que… bueno, ya sabes…, entonces, no me mientas.

Guardé silencio.

— Yo te contaré una cosa y tú a mí otra. ¿Vale? Será la verdad. Sea cual sea.

No estaba mirándola a los ojos, fingí no darme cuenta de que su mirada buscaba encontrarse con la mía.

— Ya te he dicho que no sé cómo he llegado hasta aquí. Quizás tú sepas algo. Espera, me toca a mí. Quizás tampoco lo sepas. Pero si lo sabes, y ahora no puedes decírmelo, tal vez lo hagas más adelante, en otro momento. No sería lo peor. En cualquier caso, me darás una oportunidad.

Tenía la sensación de que una corriente gélida me atravesaba el cuerpo.

— Mi niña, ¿qué estás diciendo? ¿Qué oportunidad? — balbuceé.

— Kris, sea quien sea, seguro que no soy una niña. Me has hecho una promesa. Responde.

Aquel «sea quien sea» hizo que se me pusiera un nudo en la garganta, así que no podía hacer otra cosa que mirarla fijamente, como un tonto, negando con la cabeza, como si me resistiera a escucharlo todo.