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— Te estoy diciendo que no tienes por qué contármelo. Bastará con que me digas que no puedes.

— No te estoy ocultando nada… — contesté con voz ronca.

— Entonces, perfecto — replicó al tiempo que se levantaba. Yo quería decir algo, sentía que no podía dejarla así, pero todas las palabras quedaban ahogadas.

— Harey…

Estaba de espaldas a mí, junto a la ventana. El océano azul marino yacía bajo el cielo desnudo.

— Harey, si piensas que… Harey, sabes perfectamente que te quiero…

— ¿A mí?

Me acerqué a ella. Intenté abrazarla. Se liberó, apartando mi mano.

— Eres tan bueno… — dijo —. ¿Me quieres? ¡Preferiría que me pegaras!

— Harey, ¡cariño!

—¡No! No. Será mejor que no digas nada.

Se acercó a la mesa y se puso a recoger los platos. Yo miraba el vacío azul marino. El sol estaba bajando y la enorme sombra de la Estación se mecía rítmicamente sobre las olas. Uno de los platos se le escapó a Harey de las manos y cayó al suelo. El agua gorgoteaba en el fregadero. El color bermejo, al llegar a los bordes del firmamento, se transformaba en un oro con tonos de rojo sucio. Si hubiera sabido qué hacer. Oh, si lo hubiera sabido… De repente, se hizo el silencio. Harey se colocó justo detrás de mí.

— No. No te des la vuelta — dijo, bajando el tono de voz hasta el susurro —. Tú no tienes la culpa de nada, Kris. Lo sé. No te preocupes.

Estiré mi mano hacia ella. Se escapó al fondo del camarote y cogiendo una pila de platos, dijo:

— Qué pena. Si pudieran romperse, los rompería, ¡oh, los rompería todos!

Por un momento pensé que de verdad los iba a arrojar al suelo, pero me lanzó una rápida mirada y sonrió.

— No tengas miedo, no te voy a hacer una escena.

Me desperté en mitad de la noche, tenso y alerta; me senté en la cama; la habitación estaba a oscuras y por la puerta entraba la tenue luz del pasillo. Algo silbaba con persistencia y el sonido fue aumentando, acompañado por unos golpes sordos y amortiguados, como si un objeto grande aporreara el otro lado de la pared. ¡Un meteoro! — se me pasó por la cabeza —. Ha debido de atravesar la coraza. Al escuchar un prolongado estertor, me di cuenta de que había alguien allí.

Me despejé del todo. Estaba en la Estación, no en un meteoro ni en un cohete, ¡aquel horrible ruido debía de ser…!

Salí disparado al pasillo. La puerta del pequeño taller estaba abierta de par en par, la luz encendida. Entré corriendo.

Me envolvió un tremendo soplo de aire frío. Un vaho que cuajaba el aliento, y lo transformaba en nieve, llenaba la habitación. Numerosos copos sobrevolaban un cuerpo que, envuelto en un albornoz, se golpeaba débilmente contra el suelo. Apenas pude distinguirla en medio de aquella nube gélida; me abalancé sobre ella, la agarré por la cintura; la bata me quemaba las manos y ella gemía. Salí corriendo al pasillo; pasé junto a varias puertas y ya no notaba el frío; solo su aliento, que le salía de la boca en forma de nubecillas de vaho, me seguía quemando el hombro como el fuego.

La deposité sobre la mesa, desgarré el albornoz a la altura del pecho y, por un segundo, me quedé mirando su cara congelada y temblorosa; la sangre coagulada cubrió los labios despegados con una capa negra y varios cristales de hielo brillaron sobre su lengua…

Oxígeno líquido. Había oxígeno líquido en el laboratorio, en los vasos de Dewar. Cuando levanté a Harey, noté cómo el cristal crujiente se partía bajo mis pies. ¿Cuánto pudo haber tomado? Qué más daba. La tráquea quemada, la garganta, los pulmones, todo: el oxígeno líquido es más corrosivo que los ácidos. Su respiración, chirriante y seca como el sonido del papel rasgado, se volvía cada vez más superficial. Tenía los ojos cerrados. Estaba agonizando.

Vi los enormes armarios acristalados llenos de instrumental y de medicamentos. ¿Una traqueotomía? ¿Intubarla? ¡Si carecía ya de pulmones! Estaban quemados. ¿Medicarla? ¡Había tantas medicinas! Filas de frascos de colores y de cajas se amontonaban en los estantes. El estertor llenaba toda la sala, la niebla seguía brotando de su boca entreabierta.

Los termóforos…

Me puse a buscarlos, pero antes de que consiguiera dar con ellos, alcancé a zancadas el segundo armario: removí, dejándolas caer, cajas de viales; ahora, una jeringuilla, ¿dónde? en los esterilizadores; no conseguía montarla, tenía las manos congeladas, los dedos estaban tiesos y no se doblaban. Empecé a dar golpes desesperados contra la tapa del esterilizador, pero no sentía ningún dolor, si acaso un leve hormigueo. Ella, tumbada, gimió con más intensidad. Me acerqué de un salto.

Tenía los ojos abiertos.

—¡Harey!

Ni siquiera era un susurro. No podía decir nada. Mi cara era una cara ajena, hecha de yeso, incómoda. Sus costillas se movían deprisa bajo la blanca piel; el cabello, empapado por la nieve derretida, se esparció por el cabecero. No dejaba de mirarme.

—¡Harey!

Fue todo cuanto pude decir. Estaba de pie, rígido como un tronco, con aquellas manos de madera que no me pertenecían; los pies, los labios, los párpados comenzaban a escocerme cada vez más, pero apenas lo notaba; una gota de sangre licuada por el calor resbaló por su mejilla dibujando una diagonal. Su lengua tembló y desapareció, aún seguía gimiendo.

La cogí de la muñeca, apenas tenía pulso, le abrí aún más el albornoz y acerqué mi oído a su cuerpo helado, justo por debajo del pecho. A través de un zumbido que sonaba a incendio, escuché el galope de sus latidos, demasiado rápidos para poder ser contados. Mientras me inclinaba, con los ojos cerrados sobre ella, algo me tocó la cabeza. Era ella, que había enredado sus dedos en mi pelo. La miré a los ojos.

— Kris — gimió. Agarré su mano, me respondió con un apretón que casi me la aplasta, su cara se retorcía en una tremenda mueca. Entonces se desmayó, entre los párpados entornados se veía el blanco de sus ojos, de la garganta escapó un estertor y el cuerpo entero se estremeció a causa de los vómitos. Colgada del borde de la mesa, apenas si conseguí asirla. Se golpeó la cabeza repetidas veces con el borde de un embudo de porcelana. Yo la sujetaba, presionando su cuerpo contra la mesa, pero ella conseguía liberarse con cada espasmo. Enseguida empecé a sudar y me flaquearon las piernas. Cuando cesaron los vómitos, intenté volver a tumbarla. Cogía aire a bocanadas roncas. De pronto, en medio de aquella horrible y ensangrentada cara, los ojos de Harey se iluminaron.

— Kris — gimió —, ¿cuánto… cuánto tiempo, Kris?

Empezó a ahogarse y a echar espuma por la boca; de nuevo, los vómitos retorcieron su cuerpo. Recurrí a las pocas fuerzas que me quedaban para inmovilizarla. Sus dientes castañearon cuando se tumbó.

— No, no, no — repetía deprisa con cada respiración y cada una de ellas parecía ser la última. Los vómitos regresaron una vez más y de nuevo se retorció entre mis brazos, mientras, durante los breves intervalos entre un ataque y el siguiente, aspiraba el aire con tanta dificultad que parecía que las costillas se le iban a salir del pecho. Por fin, los párpados cubrieron sus ojos ciegos, entreabiertos. Se quedó rígida. Creí que aquello era el final. Ni siquiera intenté eliminar los restos de espuma rosa de sus labios; seguía inclinado sobre ella y, a lo lejos, oía el sonido de una enorme campana, mientras aguardaba su último aliento para, justo después, derrumbarme en el suelo; pero ella seguía respirando, ya casi sin estertores, cada vez más bajo, y la parte alta del pecho, que había dejado de temblar, se movía al ritmo enloquecido de su corazón. Derrotado, vi cómo su cara empezaba a sonrosarse. Aún no comprendía nada, únicamente las palmas de las manos me sudaban y me pareció que me estaba quedando sordo, tenía la sensación de que algo mórbido, elástico, me tapaba los oídos; pese a ello, seguía escuchando las campanadas, ahora ya ahogadas, como si el badajo se hubiera partido.