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— ¿Y qué crees que se puede hacer?

No dijo nada.

— ¿Quieres morir?

— Creo que sí.

De nuevo, el silencio. Ella se había encogido, mientras yo, de pie, recorría con los ojos el vacío interior de la sala, las blancas placas del equipamiento, los brillantes utensilios esparcidos, en busca de algo muy necesario que no lograba encontrar.

— Harey, ¿puedo decirte algo yo también?

Esperó a que yo prosiguiera.

— Es cierto que no eres del todo como yo. Eso no significa que seas peor. Al contrario. Puedes pensar lo que quieras, pero gracias a esto… no has muerto.

Una sonrisa infantil, penosa, se apoderó de su cara.

— ¿Quiere decir eso que soy… inmortal?

— No lo sé. En cualquier caso eres mucho menos mortal que yo.

— Es terrible — susurró.

— Quizás no tanto como parece.

— Pero no me envidias…

— Harey, es cuestión más bien de tu… destino; lo definiría así. Aquí, en la Estación, tu destino es en realidad igual de oscuro que el mío y que el de cualquiera de nosotros. Los otros tienen pensado seguir adelante con el experimento de Gibarian y todo puede ocurrir.

— O nada.

— O nada. Pero te diré que preferiría que no sucediera nada, no tanto por el miedo (aunque quizás también eso desempeñe un papel importante, no lo sé), sino porque no serviría de nada. De eso estoy completamente seguro.

— ¿No serviría de nada? ¿Y por qué? ¿Se trata del… océano?

Se estremeció.

— Sí. Del Contacto. Creo que, en esencia, es increíblemente sencillo. El Contacto significa un intercambio de experiencias, de términos o, al menos, de resultados, de ciertos estados, pero ¿y si no hay nada que intercambiar? Si un elefante no es una enorme bacteria, un océano no puede, por tanto, ser un cerebro muy grande. Claro que ambas partes pueden, por supuesto, llevar a cabo ciertas acciones. Y la consecuencia de una de esas acciones es que, ahora mismo, te estoy mirando e intento explicarte que para mí vales más que los doce años que he dedicado a Solaris y que quiero seguir estando contigo. Quizás tu aparición pretendiera ser una fuente de tortura, o quizás un favor, o tan solo un análisis microscópico. ¿Muestra de amistad, un golpe astuto o una burla? O todo a la vez, o (lo que me parece más probable) algo completamente distinto; pero ¿qué pueden importarnos, a ti y a mí, las intenciones de nuestros padres, por muy distintos que fueran? Puedes decir que nuestro futuro depende de estas intenciones y estaré de acuerdo contigo. No puedo prever lo que sucederá. Ni tú tampoco. Ni siquiera puedo asegurarte que te querré siempre. Han pasado tantas cosas que todo puede ocurrir. ¿A lo mejor mañana me convierto en una medusa verde? No depende de mí. Pero estaremos juntos en lo que dependa de nosotros. ¿Te parece poco?

— Escucha… — dijo —, hay algo más. ¿Me… me parezco… mucho a ella?

— Antes sí, te parecías — dije —, pero ahora ya no lo sé.

— ¿Cómo?

Se levantó del suelo y me miró con sus enormes ojos.

— La has superado.

— ¿Y estás seguro de que no es a ella, sino a mí a quien quieres? ¿A mí?

— Sí. A ti. No sé. Puede que, si de verdad fueras ella, no podría quererte.

— ¿Por qué?

— Porque hice algo terrible.

— ¿A ella?

— Sí. Cuando estábamos…

— No lo digas.

— ¿Por qué?

— Porque quiero que sepas que yo no soy ella.

CONVERSACIÓN

Al día siguiente, al volver de la comida, me encontré encima de la mesa de la ventana una nota de Snaut. En ella me informaba de que Sartorius se abstenía, de momento, de proseguir sus trabajos sobre el aniquilador, a cambio de llevar a cabo el último intento de radiación del océano con un poderoso haz de rayos X duros.

— Cariño — dije —, tengo que ir a ver a Snaut.

La aurora roja llameaba en los cristales y dividía la habitación en dos. Nos encontrábamos ambos dentro de la sombra azulada. Fuera de sus fronteras todo era cobrizo, y teníamos la sensación de que si cualquier libro cayera al suelo, produciría un sonido metálico.

— Sí, se trata del experimento. Pero no sé cómo hacerlo. Preferiría, ya sabes… — me interrumpí.

— No me des explicaciones, Kris. Me gustaría tanto… ¿Crees que durará mucho?

— Va para largo — dije —. Escucha, ¿qué te parece si me acompañas y esperas en el pasillo?

— Está bien. Pero ¿y si no aguanto?

— ¿A saber cómo es en realidad? — pregunté y me apresuré a añadir—: No te lo pregunto por curiosidad, créeme, pero quizás, si tomaras conciencia de ello, tú misma podrías controlarlo.

— Es el miedo — dijo, empalideciendo un poco —. Ni siquiera sabría decirte de qué tengo miedo, porque en realidad no tengo miedo, sino… sino que tengo la sensación de que me pierdo. Al final, además siento una… vergüenza, no sé explicarlo. Después, ya nada. Por eso pensé que se trataba de una enfermedad… — acabó de hablar en voz más baja y se estremeció.

— Puede que ocurra solo aquí, en esta maldita Estación — dije —. En lo que a mi respecta, haré lo posible para que la abandonemos cuanto antes.

— ¿Crees que es posible? — abrió los ojos.

— ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, no estoy encadenado… Además, dependerá de las decisiones que adoptemos con Snaut. ¿Cuánto tiempo crees que podrás estar sola?

— Depende… — dijo despacio. Agachó la cabeza —. Si escucho tu voz, creo que lo conseguiré.

— Preferiría que no oyeras de qué hablamos. No es que tenga nada que ocultar, pero no sé, no puedo saber, qué es lo que dirá Snaut.

— No sigas. Lo entiendo. Está bien. Me pondré en un sitio desde donde solo pueda oír tu voz. Será suficiente.

— En ese caso, voy a llamarlo ahora desde el taller. Dejaré la puerta abierta.

Ella asintió con la cabeza. Tras atravesar una pared de rojos rayos solares, salí al pasillo que, por contraste, estaba bastante oscuro, a pesar de la luz artificial. La puerta del pequeño taller estaba abierta de par en par. Los restos del termo de Dewar en el suelo, bajo la fila de grandes contenedores de oxígeno líquido, era el único rastro que quedaba de los incidentes nocturnos. La pequeña pantalla se iluminó cuando descolgué el auricular y marqué el número de la emisora de radio. La grisácea membrana de luz que parecía cubrir la superficie mate del cristal se rompió y Snaut, inclinado por encima del reposabrazos de una silla alta, me miró directamente a los ojos.

—¡Hola! — dijo.

— He leído la nota. Me gustaría hablar contigo. ¿Puedo ir a verte?

— Sí, puedes. ¿Ahora mismo?

— Sí.

— Te espero. ¿Vendrás acompañado?

— No.

Adoptó una expresión extraña: se inclinaba hacia un lado, tenía la cara morena delgada, y las arrugas le surcaban la frente; dentro del cristal cóncavo parecía un extraño pez en un acuario, asomado a una ventanita desde la que contemplar el mundo.

— Bueno, bueno — dijo —. Te espero, pues.

— Podemos irnos, cariño — dije sin que me fallara la voz, excesivamente animado quizás; entré en el camarote a través de la estela de luz roja, detrás de la cual se dibujaba la silueta de Harey quien, hundida en el asiento, entrelazaba sus brazos con los del sillón. No sé si oyó mis pasos demasiado tarde, o si no logró relajar a tiempo la tremenda contracción de sus músculos y adoptar una postura natural, la cuestión es que, por un segundo, la vi luchando contra aquella incomprensible fuerza que la habitaba y una mezcla de ira, ciega y loca, y de piedad se apoderó de mi corazón. Avanzamos en silencio por el largo pasillo y atravesamos sus diferentes secciones, adornadas con pintura multicolor (según los arquitectos, eso amenizaría la estancia en la acorazada carcasa). Ya de lejos, me di cuenta de que la puerta de la emisora de radio estaba entreabierta y que de dentro surgía una estela roja que se extendía hasta el fondo del pasillo; la luz del sol también alcanzaba aquel rincón. Miré a Harey, que ni siquiera trataba de sonreír; me había dado cuenta de que, durante todo el recorrido, había estado concentrada, preparándose para la lucha consigo misma. El inminente esfuerzo había transformado su rostro, ahora pálido y empequeñecido. Se detuvo a más de diez pasos de la puerta, la miré, me empujó suavemente con la punta de los dedos para que avanzara y de pronto todos mis planes, los experimentos, la Estación entera, todo aquello me pareció insignificante en comparación con el martirio que tenía que afrontar ella. Me sentí verdugo, y a punto estaba de dar media vuelta cuando una sombra humana cubrió la luz solar que se quebraba sobre la pared. Acelerando el paso, entré en la cabina. Snaut me esperaba justo en el umbral, como si hubiese salido a recibirme. El sol rojo quedaba a sus espaldas, en línea recta, y parecía que el reflejo púrpura procedía de su pelo gris. Nos miramos durante un buen rato sin decir palabra. Él debía de estar analizando mi cara. Yo, deslumbrado por la luminosidad de la ventana, no conseguía descifrar la expresión de la suya. Lo rodeé y me coloqué junto al alto pupitre adornado con los flexibles tallos de los micrófonos. Giró despacio sobre sí mismo, vigilándome con una ligera mueca en los labios que, sin variar apenas, a veces parecía una sonrisa y otras era un reflejo del cansancio. Sin apartar la vista de mí, se acercó a un armario de metal que ocupaba toda la pared; en frente, se hacinaban repuestos de piezas de radio, acumuladores térmicos y herramientas que, dispuestos a ambos lados, parecían amontonados de cualquier manera. Arrastró la silla hasta ese lugar y se sentó, apoyando la espalda contra la esmaltada puerta.