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No obstante, él se había introducido dentro de mí, aunque ignoro cómo, para atravesar toda mi memoria y localizar el átomo más doloroso. Lo hizo sin ayuda de nadie; sin ningún tipo de «transmisión lumínica», irrumpió a través de la doble coraza hermética y de los pesados caparazones de la Estación, donde buscó mi cuerpo, y se marchó con el botín.

— ¿Kris? — dijo Harey en voz baja. Yo estaba junto a la ventana, mirando ensimismado cómo empezaba a caer la noche. La nebulosa, muy débil en esta latitud, ocultaba las estrellas. Era una fina y uniforme capa de nubes tan altas que el sol, desde el abismo, situado ya por debajo del horizonte, la obsequiaba con su resplandor más delicado, de plata rosáceo.

Si ella desaparece, significará que lo he deseado. Que la he matado. ¿Y si no acudo a la cita? No pueden obligarme. ¿Qué les diré? Esto no. No puedo. Sí, hay que fingir, hay que mentir, siempre lo mismo. Pero es porque dentro de mí se albergan pensamientos, intenciones, esperanzas crueles, maravillosas y asesinas, de las que no sé nada. El ser humano ha emprendido el viaje en busca de otros mundos, otras civilizaciones, sin haber conocido a fondo sus propios escondrijos, sus callejones sin salida, sus pozos, o sus oscuras puertas atrancadas. ¿Entregarla… por vergüenza? ¿Entregarla tan solo porque me falta valentía?

— Kris — susurró Harey, aún más bajo. Sentí, más que oírlo, que se me acercaba sin hacer ruido y fingí no darme cuenta. Quería estar solo en ese momento. Tenía que estar solo. Aún no me había atrevido a tomar ninguna decisión, ni estaba determinado a nada. Con la mirada fija en el cielo cada vez más oscuro, en las estrellas que no eran más que la sombra fantasmagórica de las estrellas terrestres, permanecí inmóvil y, en medio del vacío que sustituía a la fuga de ideas de hacía un rato, dentro de mí fue creciendo, sin palabras, la inerte e impasible seguridad de que, en ese lugar al que no tenía acceso, ya había hecho una elección y, mientras fingía que no pasaba nada, ni siquiera tenía fuerzas suficientes como para despreciarme a mí mismo.

LOS PENSADORES

— Kris, ¿es por culpa de ese experimento?

Me encogí al oír su voz. Llevaba horas insomne, mirando fijamente la oscuridad, en soledad, sin ni siquiera escuchar su aliento; me había olvidado de ella, mientras recorría los recovecos de mis laberínticos pensamientos nocturnos: delirantes y en parte razonables, por lo que cobraban una nueva dimensión y significado.

— ¿Qué? ¿Cómo sabías que no estaba durmiendo…? — pregunté. Había miedo en mi voz.

— Por tu respiración… — contestó en voz baja, con tono de disculpa —. No quería molestarte… Si no puedes, no digas nada…

— No, no pasa nada. Es por el experimento. Lo has adivinado.

— ¿Qué esperan de él?

— Ellos mismos no lo saben. Algo. Cualquier cosa. No es la operación «Pensamiento», sino «Desesperación». Ahora solo hace falta una cosa, un ser humano con el suficiente valor que asuma la responsabilidad de la decisión tomada, pero casi todo el mundo considera que ese tipo de muestras de valor son simple cobardía, porque se trata de una retirada, ¿entiendes? Resignación, una huida indigna del ser humano. Como si fuera digno del hombre adentrarse, hundirse y ahogarse en medio de algo que no comprende, ni comprenderá nunca.

Interrumpí mi discurso, pero antes de que mi acelerada respiración se calmara, un nuevo ataque de ira me obligó a decir:

— Claro está que nunca faltan sujetos con un enfoque práctico. Dicen que, incluso si no se consigue establecer contacto a través de los estudios del plasma, de todas esas locas ciudades que emergen de él cada día para desaparecer acto seguido, por lo menos alcanzaremos a conocer el misterio de la materia; pero se engañan a sí mismos, es como caminar por una biblioteca de libros escritos en un idioma desconocido, fingiendo que uno solo está examinando los lomos de colores. ¡Cómo no!

— ¿Existen más planetas de este tipo?

— No se sabe. Tal vez sí, pero solo conocemos uno. En cualquier caso, este es muy poco frecuente, al contrario que la Tierra. Nosotros somos de lo más común, ¡somos el césped del universo! Y nos enorgullecemos de nuestra ordinariez, de que sea tan vulgar; creíamos que podíamos abarcarlo todo. Es un esquema con el que emprendimos, alegremente y con osadía, el camino: ¡otros mundos! ¿Qué son, pues, aquellos otros mundos? Los dominaremos o seremos dominados, no había nada más en esos desgraciados cerebros; ¡bah, no merece la pena! No vale la pena.

Me levanté y, a tientas, localicé el frasco plano de somníferos en el botiquín.

— Me voy a dormir, cariño — dije girándome hacia la oscuridad animada por un zumbido de ventilador, arriba, en alguna parte —. Tengo que dormir. En caso contrario, no sé…

Me senté en la cama. Ella me tocó la mano. La agarré, invisible, y la sujeté sin moverme hasta que el sueño relajó la fuerza del apretón.

Por la mañana, amanecí fresco y descansado; el experimento me pareció algo insignificante, no entendía cómo había podido darle tanta importancia. Tampoco me importó demasiado que Harey tuviera que acompañarme al laboratorio. Todos sus esfuerzos resultaban infructíferos en cuanto me ausentaba de la habitación unos minutos, así que abandoné los posteriores intentos de dejarla a solas, aunque ella siguió insistiendo (estaba incluso dispuesta a dejarse encerrar) y le aconsejé que se llevara un libro para leer.

Más que mi propia intervención, me interesaba lo que iba a encontrarme en el laboratorio. Aparte de importantes huecos en las librerías y los armarios con recipientes de vidrio, no había nada de particular en aquella enorme sala blanquiazuclass="underline" en algunos de los armarios faltaban los cristales y la hoja de alguna de las puertas mostraba un roto en forma de estrella, como si recientemente se hubiese desarrollado allí una lucha cuyas huellas habían sido meticulosamente borradas. Snaut trajinaba con sus aparatos y su comportamiento fue más que correcto; se tomó la aparición de Harey como algo normal y, de lejos, le hizo una ligera reverencia; mientras me humedecía las sienes y la frente con suero fisiológico, apareció Sartorius. Entró por una pequeña puerta que daba al cuarto oscuro. Llevaba una bata blanca, con un negro delantal antirradiactivo por encima, que le llegaba hasta los tobillos. Me saludó sobria y enérgicamente, como si perteneciéramos a un equipo de cien personas de un gran instituto terrestre y nos hubiésemos despedido el día anterior. No me había fijado, hasta ese momento, en que las lentillas que se había puesto, en vez de sus gafas, le daban a su rostro una expresión moribunda.

Siguió de pie, de brazos cruzados, observando a Snaut que sujetaba los electrodos colocados alrededor de mi cabeza con ayuda de una venda, que moldeó en forma de gorro blanco. Recorrió la sala con la vista varias veces, como si no advirtiera la presencia de Harey quien, acurrucada e infeliz, estaba sentada en un pequeño taburete junto a la pared, fingiendo leer su libro. Cuando Snaut se apartó de mi sillón, moví la cabeza cargada de metal y cables para ver cómo encendía los aparatos, pero Sartorius levantó la mano inesperadamente y habló con solemnidad: