—¡Doctor Kelvin! ¡Présteme atención durante unos instantes y concéntrese! No pretendo imponerle nada, porque eso nos desviaría del objetivo, pero debe dejar de pensar en sí mismo, en mí, en el colega Snaut, en cualquier otra persona, para que, tras la eliminación de las preocupaciones particulares, pueda concentrarse en el asunto que nos ha traído aquí. Los temas que deberían ocupar por completo su consciente son la Tierra y Solaris; generaciones de investigadores que constituyen una unidad, pese a que cada persona por separado tenga su particular principio y su fin; nuestra persistencia en tratar de alcanzar algún contacto intelectual; el alcance del camino recorrido por la humanidad; la certeza de prolongarlo en el futuro; la disposición a cualquier sacrificio y esfuerzo, a subordinar los sentimientos a la misión encomendada. El orden de estas asociaciones de ideas no depende del todo de usted, pero el hecho de que se encuentre usted aquí garantiza la autenticidad de la secuencia que acabo de enumerar. Si no está seguro de haber cumplido con su tarea, dígalo, y el colega Snaut repetirá el encefalograma. Tenemos tiempo…
Las últimas palabras las pronunció con una sonrisa pálida, seca, que no logró restar a sus ojos una expresión de asombro absoluto. Me retorcía por dentro, por culpa de aquella seria parrafada de tópicos triviales; por suerte, Snaut interrumpió el silencio que se estaba alargando.
— ¿Listo, Kris? — preguntó, con el codo apoyado sobre el alto pupitre del electroencefalógrafo, en una pose a la vez descuidada y familiar, como si se estuviera apoyando en una silla. Le estaba agradecido por haberme llamado por mi nombre.
— Listo — dije, cerrando los ojos.
De pronto, en el instante en que concluyó el ajuste de los electrodos y posó los dedos sobre el interruptor, me abandonó el miedo escénico; a través de las pestañas, entreví el rosado brillo de las bombillas de control sobre la negra placa del aparato. Al mismo tiempo, fue desapareciendo la húmeda y desagradable sensación de frío de los electrodos metálicos que rodeaban mi cabeza como si fueran monedas. Me sentía en medio de una arena gris e iluminada. Una muchedumbre invisible, reunida en el anfiteatro del silencio, asistía al espectáculo en medio de aquel vacío, en el que el irónico desprecio hacia Sartorius y la Misión se estaba desvaneciendo. Decrecía la tensión entre los observadores internos, deseosos ahora de desempeñar su improvisado papel. ¿Harey? pensé para probar, con inquietud nauseabunda, dispuesto a descartarla inmediatamente. Pero mi vigilante y ciego público no reaccionó. Durante unos instantes, fui todo ternura, una pena sincera, preparado para hacer frente a pacientes y largos sacrificios. Harey habitaba mi interior privada de rasgos, sin contorno, sin rostro y, de pronto, a través de su presencia impersonal, que exhalaba una desesperada ternura, en medio de la oscuridad gris, divisé el semblante serio del profesor Giese, el padre de la solarística y de los solaristas. Sin embargo, no pensé en la fangosa explosión, ni en el abismo apestoso que absorbió sus gafas doradas y su canoso bigote minuciosamente cepillado; lo único que veía era el grabado de la primera página de la monografía, un fondo sombreado con el que el artista había rodeado su cabeza, de forma que, sin pretenderlo, formaba casi una corona alrededor de su rostro, tan parecido al de mi padre, no tanto por la semejanza de rasgos como por la concienzuda y anticuada cautela. Al final, dejé de saber quién de los dos me estaba observando. Ninguno de los dos yacía bajo tierra, cosa tan habitual y corriente en nuestros tiempos que ya no suscita ninguna conmoción.
La imagen se estaba desvaneciendo y yo, durante un tiempo indefinido, me olvidé de la Estación, del experimento, de Harey, del negro océano, de todo; estaba absolutamente convencido de que aquellos dos hombres inexistentes, extremadamente menudos, convertidos en barro reseco, habían superado todo cuanto les había ocurrido, y la calma suscitada por aquel descubrimiento anuló a la muchedumbre que rodeaba la arena gris esperando mi fracaso. La luz artificial penetró en mis ojos, acompañada por un doble chirrido de la maquinaria al apagarse. Entorné los párpados. Sartorius me escrutaba con la misma pose de antes, mientras Snaut, de espaldas a él, arrastraba sus zuecos, en mi opinión a propósito, sin dejar de maniobrar con el aparato.
— Doctor Kelvin, ¿cree usted que lo hemos conseguido? — dijo Sartorius con su repugnante voz nasal.
— Sí —dije.
— ¿Está usted seguro? — preguntó con un matiz de sorpresa, o incluso de sospecha.
Mi seguridad y el tono brusco de la respuesta lo arrancaron, por un momento, de su rígida seriedad.
— Está… bien — balbuceó y miró alrededor como si no supiera qué hacer. Snaut se acercó a mi sillón y desató la vendas.
Me puse de pie y di una vuelta a la sala; entretanto Sartorius, que había desaparecido en el cuarto oscuro, regresó con la película revelada y ya seca. A lo largo de más de diez metros de cinta, se perfilaban unas líneas blancas, lenticulares y trémulas, que parecían moho o una telaraña extendida a lo largo de la negra y resbaladiza tira de celuloide.
No tenía nada más que hacer, pero me quedé. Los otros dos insertaron la película en el oxidado cabezal del modulador; Sartorius volvió a examinar uno de los extremos, desconfiadamente mohíno, como si quisiera descifrar el contenido de las flameantes líneas.
El resto del experimento se desarrolló lejos de mi vista. Sabía lo que ocurría únicamente cuando los dos hombres se colocaban detrás de los paneles de control, junto a la pared, y ponían en marcha los correspondientes aparatos. La corriente despertó con un leve murmullo, recorriendo los recovecos de las bobinas, bajo el suelo acorazado; después, los pilotos de los verticales y acristalados tubos de los indicadores se desplazaron hacia abajo, indicando la activación del enorme cañón del aparato de rayos X, que descendió por un pozo hasta ubicarse en su emplazamiento. Una vez dispuesto, las pequeñas luces permanecieron fijas en la parte inferior de la escala y Snaut comenzó a aumentar la tensión hasta que las agujas, o más bien, las rayas blancas que hacían las veces de aquellas, se agitaron, desplazándose media vuelta a la derecha. El ruido de la corriente era apenas perceptible, parecía que no estuviera pasando nada; las bobinas con la película giraban, ocultas por una cubierta protectora, el contador producía un tictac apenas audible, como el mecanismo de un reloj.
Por encima del libro, Harey nos miraba a mí y a ellos alternativamente. Me puse a su lado y entonces me dirigió una mirada interrogante. El experimento había finalizado, Sartorius se acercó despacio al enorme cabezal, en forma de cono, del aparato.
— ¿Nos vamos? — me preguntó Harey, moviendo tan solo los labios. Asentí con la cabeza. Se levantó. Sin despedirme de nadie, me parecía demasiado absurdo, pasé junto a Sartorius.
Una bellísima puesta de sol inundaba las ventanas del pasillo superior. No era el rojo habitual, lúgubre e hinchado, sino todas las tonalidades de un rosa tamizado por la luz, como espolvoreado con partículas de plata más finas. El negro de la interminable llanura del océano parecía parpadear con un suave resplandor violeta parduzco, en respuesta a aquella suave estela. Tan solo en su cenit el cielo se empeñaba aún en mantenerse bermejo.
De pronto, me detuve en mitad del pasillo inferior. No soportaba la idea de volver a encerrarnos en el camarote abierto al océano, como en la celda de una prisión.