— Harey — dije —, me gustaría pasar por la biblioteca, ¿te importa?
— Oh, en absoluto, buscaré algo para leer — contestó con un ánimo un tanto fingido.
Sabía que la noche anterior se había abierto una brecha entre nosotros y que debía esforzarme en mostrarme cordial con ella, pero la apatía se había apoderado por completo de mí. Sería difícil sacarme de aquel estado. Regresamos sobre nuestros pasos y luego atravesamos una rampa que llevaba hasta un pequeño recibidor de tres puertas, con plantas colocadas en vitrinas de cristal.
La puerta del medio daba a la biblioteca y por ambos lados estaba forrada de un cuero artificial que yo siempre evitaba tocar. Dentro de la gran sala circular, bajo el pálido techo plateado con soles estilizados, hacía un poco más de frío.
Acaricié con el dedo los lomos de los clásicos solarianos y a punto estaba de sacar el primer tomo de Giese, con su semblante grabado en la primera página y protegido con un papel de seda, cuando, ante mi sorpresa, descubrí el grueso tomo de Gravinski, editado en octavo, en el que no me había fijado la vez anterior.
Me senté en una silla tapizada. El silencio era absoluto. A un paso detrás de mí, Harey hojeaba un libro; podía escuchar la suavidad con que pasaba las páginas bajo sus dedos. El compendio de Gravinski, a menudo utilizado por los estudiantes como simple «chuleta», recogía un conjunto de hipótesis solarianas ordenadas alfabéticamente: desde la Abiológica hasta la Degenerativa. El compilador — quien, según creo, jamás había puesto el pie en Solaris —, se estudió todas las monografías, los protocolos de expedición, los trabajos fragmentarios y las informaciones provisionales; incluso se adentró en las citas de obras de planetólogos, investigadores de otros globos y, como resultado, ofreció un catálogo que, en cierta medida, horrorizaba por el estilo lapidario de sus formulaciones, devenidas, en ocasiones, triviales tras haber sido amputadas del sutil embrollo de ideas que habían tomado parte en su nacimiento. En cualquier caso, el conjunto, cuyo propósito era enciclopédico, poseía más bien el valor de una curiosidad; el tomo había sido editado hacía veinte años y, durante ese tiempo, habían surgido un montón de hipótesis imposibles de reunir en un solo libro. Eché un vistazo al índice alfabético de autores como si fuera el listado de los caídos: pocos seguían vivos y, al parecer, ninguno se dedicaba activamente a la solarística. De entre aquella riqueza de ideas que apuntaban en múltiples direcciones, una de aquellas hipótesis tenía, por necesidad, que ser cierta; era imposible que la realidad divergiera por completo, que fuese distinta a todas y cada una de la miríada de propuestas lanzadas. Gravinski escribió un prólogo en el cual dividió en varios periodos los, ya por aquel entonces, sesenta años de la ciencia solarística. Durante la primera etapa — fechada desde la primera exploración de Solaris —, realmente nadie planteó hipótesis de forma consciente. Se supuso de forma natural y por intuición, según el «sano juicio», que el océano era un inanimado conglomerado químico, una terrible masa de gelatina que circunnavegaba el globo, que fructificaba en las más extrañas criaturas gracias a su actividad cuasi volcánica y que — gracias al innato automatismo de los procesos— contribuía a estabilizar la inestable órbita, al igual que un péndulo mantiene invariable su movimiento en un mismo plano, una vez lanzado. Lo cierto es que, tres años más tarde, Magenon se pronunció a favor de la naturaleza animada de la «máquina gelatinosa», pero Gravinski fechaba el periodo de hipótesis biológicas nueve años más tarde, cuando la opinión de Magenon, al principio aislada, empezó a ganar cada vez más adeptos. Los años posteriores abundaron en detallados modelos teóricos del océano vivo, muy enrevesados y apoyados por un análisis biomatemático. Durante el tercer periodo, se desintegró la opinión hasta ese momento casi monolítica de los científicos.
Fue la época en que surgieron la gran mayoría de las escuelas, enfrentadas entre sí. Panmaller, Strobel, Freyhouss, le Greuille, Osipowicz desarrollaron su labor por aquel entonces, pero la herencia de Giese fue sometida a una crítica abrumadora. Se elaboraron los primeros atlas y los primeros catálogos; se tomaron estereofotografías de las asimetriadas, consideradas hasta ese momento creaciones fuera del alcance de cualquier investigación; el cambio se produjo gracias a los nuevos instrumentos teledirigidos que fueron enviados a las tormentosas profundidades, que amenazaban con la explosión de los colosos constantemente. Al margen de las enloquecidas discusiones, empezaron a lanzarse hipótesis minimalistas, aisladas y silenciadas con desprecio: aunque no se consiguiera establecer el famoso Contacto con el «monstruo racional», las investigaciones acerca de la osificación de las ciudades mimoidales y de las montañas abombadas, escupidas por el océano para ser reabsorbidas, con seguridad aportarían preciados conocimientos químicos, fisicoquímicos, nuevos datos sobre la formación de las moléculas gigantes; pero nadie entraba en polémica con los pregoneros de aquellas tesis. Hay que recordar que, en aquellos tiempos, se crearon catálogos de metamorfosis típicas, vigentes hasta hoy en día, o la teoría bioplasmática de los mimoides de Franck que, aunque rechazada por falsa, ha permanecido como un magnífico ejemplo de razonamiento impetuoso y construcción lógica.
Los «periodos de Gravinski» (que, en su totalidad, sumaban más de treinta años) abarcaban desde la ingenua juventud, caracterizada por un romanticismo optimista y espontáneo, hasta la edad madura de la solarística, marcada ya por las primeras voces escépticas. Ya a finales del primer cuarto de siglo, se formularon unas hipótesis tardías, que retomaban las primeras — las coloido-mecánicas —, acerca del carácter apsíquico del océano solarista. Cualquier tipo de búsqueda de indicios de voluntad consciente, de teleología de procesos, de acciones motivadas por la necesidad interior del océano, se consideraba, en general, como una aberración causada por toda una generación de investigadores. La apasionada campaña lanzada para arrebatar sus tesis preparó el terreno para los análisis del grupo de Holden, Eonides, Stoliwa, cuya aproximación era juiciosa, analítica y se basaba en una minuciosa catalogación de los hechos. Fueron tiempos en los que los archivos aumentaron bruscamente su tamaño, se crearon catálogos de microfilms, se llevaron a cabo expediciones equipadas con toda clase de aparatos existentes en la Tierra (registradores automáticos, indicadores y sondas). Había años en los que más de mil personas a la vez participaban en las investigaciones; pero, mientras crecía la acumulación de materiales a un ritmo incesante, el animado espíritu de los científicos se iba volviendo progresivamente estéril, y comenzó —aunque es difícil delimitarlo con exactitud— el periodo de decadencia de aquella fase de la exploración solariana que, pese a todo, aún respiraba optimismo.
Se caracterizó, sobre todo, por la genialidad de sus figuras señeras — valientes, en ocasiones, por su imaginación teórica; otras, por su espíritu crítico —, gente como Giese, Strobla, o Sevada; aquel último — el último de los grandes solaristas— murió en misteriosas circunstancias, en las cercanías del polo del planeta, tras haber hecho algo que no se le hubiese ocurrido ni siquiera a un novicio. Ante la mirada de cientos de espectadores, introdujo su nave, que planeaba sobre el océano a poca altura, en el interior de un raudo que inequívocamente se estaba apartando de su camino. Se comentó que fue víctima de una indisposición repentina, un desmayo o bien un fallo de los mandos, pero en realidad, según creo, se trató de un suicidio, el primer estallido público de desesperación.
Sin embargo, no sería el último. El tomo de Gravinski no contiene esos datos, soy yo quien añade fechas, hechos y detalles mientras repaso sus amarillentas páginas cubiertas de letra menuda.