De todas formas, si bien no se dieron casos de atentados contra la propia vida tan patéticos, lo cierto es que también faltaron individualidades a la altura de las circunstancias. El reclutamiento de investigadores que se dedican a una determinada rama de la planetología es, en realidad, un proceso desconocido. Las personas de gran talento o gran fuerza de carácter nacen, más o menos, con la misma frecuencia, pero su elección no es la misma. Su presencia o su ausencia en un campo de investigación puede explicar las perspectivas que esta ofrece. Pese a las diferencias en la valoración de los clásicos de la solarística, nadie puede negar su grandeza y su genio. El silencioso gigante solarista ha atraído, durante décadas, a los mejores matemáticos, físicos, eminencias de la biofísica, de la teoría de la información, de la electrofisiología. De repente, de un año a otro, el ejército de investigadores se vio privado de sus líderes. Lo que quedó fue una masa gris, anónima, de pacientes coleccionistas, compiladores, autores de más de un experimento prometedor, pero faltaron expediciones en masa, a la escala del planeta, e hipótesis atrevidas y unificadoras.
La solarística, de algún modo, empezaba a resquebrajarse y, mientras decaía, iban surgiendo multitud de hipótesis que se diferenciaban entre sí apenas por detalles secundarios: la degeneración, la regresión, la involución de los mares solaristas. De vez en cuando, aparecía un planteamiento más atrevido, más interesante, pero, de alguna manera, todos juzgaban al océano, considerado el producto final del desarrollo que, antaño, hacía miles de años, había conocido su periodo de máxima organización y que ahora, ligado tan solo a nivel físico, se desintegraba en numerosas, inútiles y absurdas criaturas moribundas. Por lo tanto, se trataba de una agonía monumental, prolongada durante siglos; así es como se percibía Solaris: en los luengones o en los mimoides se intentaban descubrir señales de un renacimiento; en los procesos que impulsaban al cuerpo líquido, muestras de caos y anarquía; hasta el punto de que aquella disciplina se convirtió en una obsesión. Tanto es así que toda la literatura científica de los siguientes siete u ocho años — aunque desprovista, claro está, de descripciones que expresasen abiertamente los sentimientos de sus autores— se convirtió en un montón de ataques, en una venganza de solitarias y grises masas de solaristas contra el objeto de sus arduas investigaciones, siempre igual de indiferente y ajeno a su presencia.
Leí los trabajos de más de diez psicólogos europeos que, de forma injusta, no fueron incluidos en la colección de clásicos solaristas; su trato con la solarística consistió en un análisis de la opinión pública durante un largo periodo de tiempo: coleccionaban las declaraciones de gente corriente, voces de legos y, gracias a ello, demostraron la estrecha relación entre los cambios en la opinión pública y los procesos que se producían en los círculos de los científicos.
También en el seno del grupo que coordinaba el Instituto Planetológico, donde se tomaban las decisiones sobre el apoyo material a las investigaciones, tuvieron lugar cambios que se vieron reflejados en la constante, aunque gradual, reducción del presupuesto de los institutos y centros solaristas, así como de las subvenciones a los equipos enviados al planeta.
Las voces que proclamaban la necesidad de reducir el número de investigaciones se mezclaban con la exigencia, por parte de nuevos actores, de medios más eficaces, pero creo que, en todo esto, nadie superó al director administrativo del Instituto Cosmológico Universal, quien se empeñaba en propagar que el océano vivo no ignoraba a los seres humanos, sino que no sabía que estuvieran allí, de la misma forma que un elefante no ve a una hormiga paseándose por su lomo; con tal de llamar su atención y concentrarla en nosotros recomendaba el empleo de potentes estímulos e instrumentos gigantes, a escala de todo el planeta. Como curiosidad, cabe mencionar que era, según subrayó la malintencionada prensa, el propio director del Instituto Cosmológico — y no el del Planetológico, encargado de financiar la exploración solariana —, el que exigía tan costosas acciones; se trataba, pues, de ser generoso a costa del bolsillo ajeno.
Y luego, el caos de las hipótesis, la recuperación de las más antiguas, la introducción de cambios significantes; la precisión o, por el contrario, la ambigüedad empezaron a convertir la solarística — hasta entonces clara, pese a su extensión— en un laberinto cada vez más enredado, plagado de callejones sin salida. En medio de una atmósfera de indiferencia, de estancamiento y de desánimo generalizados, un océano de folios estériles comenzó a acompañar en el tiempo al investigador solariano.
Unos dos años antes, antes de que, graduado por el Instituto, ingresara en el laboratorio de Gibarian, se había constituido la Fundación Mett-Irving, que destinaba suculentos premios a quien pudiera aprovechar la energía generada por la materia del océano para ser utilizada por el hombre. Esa idea había sido, desde siempre, enormemente tentadora y más de una nave cósmica había trasladado a la Tierra cargas enteras de gelatina plasmática. Durante mucho tiempo, se elaboraron pacientemente métodos para su conservación, mediante altas o bajas temperaturas, una microatmósfera artificial y un microclima parecidos a los solarianos, algunas dosis de radiaciones de recuerdo; en definitiva, miles de recetas químicas y todo ello para observar un proceso de desintegración, más o menos vago, que, obviamente como todo lo demás, fue descrito con todo detalle en cada una de sus fases: la autolisis, la maceración, la licuefacción de primer grado (primaria), o tardía (secundaria). Las muestras de todo tipo de eflorescencias y creaciones de plasma corrían la misma suerte, con algunas variantes en lo que refiere al proceso de descomposición final, del que solo quedaba una aguachirle licuada por la fermentación, ligera como la ceniza y metalizada. Cualquier solarista al que despertaran en mitad de la noche era capaz de proporcionar su composición, la proporción de los elementos y las fórmulas químicas.
El absoluto fracaso a la hora de mantener con vida — aunque solo fuera en un estado vegetativo o de hibernación— un fragmento, pequeño o grande, del monstruo fuera de su organismo planetario, dio lugar al convencimiento (desarrollado por la escuela de Meunier y Proroch) de que había que resolver un único misterio y que, el día que consiguiéramos abrirlo con la llave interpretativa adecuada, todo quedaría explicado.
Gente que a menudo no guardaba ninguna relación con la ciencia dedicó tiempo y energías a la búsqueda de dicha llave, la piedra filosofal de Solaris. En la cuarta década de la solarística, la cantidad de charlatanes y maniacos procedentes de fuera del ámbito científico — locos que superaban en entusiasmo a sus antecesores, una especie de profetas del perpetuum mobile o de la «cuadratura del círculo»— alcanzó la magnitud de una epidemia, lo que terminó preocupando a algunos psicólogos. Sin embargo, esa pasión se extinguiría pasados unos años, y para cuando yo preparaba mi viaje a Solaris, ya hacía tiempo que había desaparecido de la primera plana de los periódicos y de las conversaciones, al igual que todo lo relacionado con el océano.
Al colocar el tomo de Gravinski en su sitio, encontré, justo al lado — los libros estaban colocados por orden alfabético —, un pequeño folleto de Grattenstrom, apenas visible entre los gruesos lomos, una de las manifestaciones más peculiares de la literatura solariana. Se trata de una publicación que, en su esfuerzo por comprender lo extrahumano, estaba enfocada en contra de la gente, en contra del ser humano. Anteriormente, el autor había publicado unos sorprendentes apuntes acerca de ciertas ramas muy exactas y marginales de la física cuántica. El libelo que ahora tenía entre las manos era un trabajo extremadamente frío escrito por un autodidacta empeñado en demostrar, en menos de veinte páginas, que incluso los logros de la ciencia, los aparentemente abstractos, los más teóricos y basados en cálculos matemáticos, en realidad estaban a uno o dos pasos de la prehistórica, sensorial y antropomórfica idea del mundo que nos rodea. Entre las fórmulas de la teoría de la relatividad, del teorema de campos magnéticos, de la paraestática y en la hipótesis del campo cósmico unificado buscó indicios del cuerpo humano, de la estructura de nuestro organismo, de las limitaciones e imperfecciones de la fisiología animal del hombre; aquello llevó a Grattenstrom a la conclusión definitiva de que el Contacto del hombre con una civilización no antropomorfa ni humanoide nunca había sido, ni sería posible. Era un panfleto en contra de toda la especie que, sin mencionar en ningún momento al océano inteligente, lograba que su presencia, disimulada bajo un desdeñoso silencio triunfador, se percibiera casi en cada frase. Eso fue lo que sentí al familiarizarme por primera vez con el folleto de Grattenstrom. En cualquier caso, aquel trabajo era más una mera curiosidad que un ejemplo propiamente dicho de la literatura solariana y si se hallaba en la biblioteca clásica era porque Gibarian lo había colocado allí personalmente; fue él quien me animó a leerlo.