— No te conozco, no te conozco, ¿qué quieres…? — gimió.
El líquido derramado se evaporaba rápidamente. Noté el aroma a alcohol. ¿Había estado bebiendo acaso? ¿Estaba ebrio? Aún seguía plantado en mitad de la cabina. Me flaqueaban las piernas y tenía los oídos taponados. Percibía la presión del suelo bajo los pies, como si fuera poco seguro. El océano se bamboleaba rítmicamente tras el abombado cristal de la ventana. Snaut no me quitaba de encima sus ojos inyectados en sangre. La expresión de miedo fue abandonando su cara, pero no así la de aversión por mi presencia.
— ¿Qué te ocurre…? — pregunté a media voz —. ¿Estás enfermo?
— Te preocupas demasiado… — dijo sordamente —. ¡Ah! Porque vas a preocuparte, ¿verdad? Pero ¿por qué por mí? No te conozco.
— ¿Dónde está Gibarian? — pregunté. Por un instante se quedó sin aliento. Los ojos se le volvieron vidriosos y algo se encendió en su interior, aunque se apagó en un segundo.
— Gi… giba… — tartamudeó —. ¡No! ¡No puede ser!
Se estremeció a causa de una sorda risa entrecortada, que cesó de golpe.
— ¿Has venido a ver a Gibarian…? — dijo ya más calmado —. ¿Qué pretendes hacer con él?
Me miró como si de repente hubiera dejado de ser una amenaza; en sus palabras, y más aún en su tono, había algo odiosamente insultante.
— ¿Qué estás diciendo…? — balbuceé aturdido —. ¿Dónde está?
Pareció perplejo.
— ¿No lo sabes…?
«Está borracho — pensé —. Borracho como una cuba». Yo cada vez estaba más furioso. Lo cierto es que tendría que haberme marchado, pero noté que había empezado a perder la paciencia.
—¡Despierta! — vociferé —. ¡¿Cómo voy a saber qué ha sido de él si acabo de aterrizar?! ¡¿Qué es lo que te ocurre, Snaut?!
Se quedó boquiabierto. De nuevo, dejó de respirar por un momento y volvieron a brillarle los ojos pero ahora de otra forma. Agarró los brazos del sillón con manos temblorosas y se incorporó con dificultad, hasta que sus articulaciones crujieron.
— ¿Qué? —dijo, desembriagado casi por completo —. ¿Has aterrizado? ¿De dónde dices que vienes?
— De la Tierra — contesté furioso —. ¿Has oído hablar de ella? ¡Pues no lo parece!
— De la Tie… cielo santo… Entonces, ¡¿tú debes de ser Kelvin?!
— Sí, ¿por qué me miras de ese modo? ¿Qué hay de extraño en ello?
— Nada. Nada… — contestó parpadeando deprisa. Se frotó la frente —. Kelvin, te pido disculpas; no es por nada, ya sabes, simplemente estaba algo sorprendido. No te esperaba…
— ¿Cómo que no me esperabas? Si hace meses que recibisteis la noticia. Y, hoy mismo, Moddard os debió de enviar un telegrama desde la Prometeo…
— Sí, sí… Seguramente, tan solo que, como ves, aquí reina cierto… desorden.
— Sí, ya veo — contesté con sequedad —. Es difícil no darse cuenta.
Snaut comenzó a caminar alrededor de mí, como si estuviera comprobando el estado de mi escafandra, la más sencilla que uno pueda imaginar, con un arnés de tubos y cables saliendo del pecho. Tosió varias veces y se pasó los dedos por su huesuda nariz.
— ¿Te apetece darte un baño…? Te vendrá bien. Es en la puerta azul celeste, al otro lado.
— Gracias. Conozco la distribución de la Estación.
— Quizás tengas hambre…
— No. ¿Dónde está Gibarian?
Se asomó a la ventana, como si no me hubiera oído. De espaldas, parecía mucho más viejo. Tenía el pelo corto y gris; la nuca, quemada por el sol, estaba surcada por unas arrugas profundas como cortes. Al otro lado de la ventana, reverberaban los lomos de las olas que subían y bajaban con tanta lentitud que parecía que el océano se estuviera solidificando. Al mirarlo, daba la sensación de que la Estación se desplazaba ligeramente de lado, como si se deslizara desde una base invisible. A continuación, volvía a recuperar el equilibrio y con la misma perezosa inclinación tomaba la dirección contraria. Pero quizás era solamente una ilusión. Entre las olas se acumulaban trozos de una espuma mucosa. Por un momento, sentí una especie de presión nauseabunda en la boca del estómago. El estricto orden de la cubierta de la Prometeo se me antojaba algo valioso, irreparablemente perdido.
— Escucha… — dijo Snaut con impaciencia —, de momento estoy solo yo… — Se dio la vuelta. Se frotó las manos con nerviosismo —. Supongo que tendrás que conformarte con mi compañía. De momento. Llámame Rata. Me conoces solo por las fotografías, pero no pasa nada, todo el mundo me llama así. Me temo que no tiene remedio. De todas formas, si uno ha tenido unos padres con aspiraciones tan cósmicas como los míos, Rata empieza a sonarte más o menos bien…
— ¿Dónde está Gibarian? — insistí de nuevo. Él parpadeó.
— Siento mucho este recibimiento. Esto… no es solo culpa mía. Se me había olvidado por completo que venías; aquí han pasado muchas cosas últimamente, ¿sabes?
— Está bien — repliqué —. Dejémoslo. Entonces, ¿qué pasa con Gibarian? ¿No está en la Estación? ¿Está fuera, volando?
— No — contestó, mirando hacia un rincón lleno de bobinas de cable —. No se ha ido a ninguna parte. Ni tampoco se irá. Por eso… entre otras cosas…
— ¿Qué ocurre? — pregunté. Seguía con los oídos taponados y tenía la sensación de oír cada vez peor —. ¿Qué quieres decir? ¿Dónde está?
— Si ya lo sabes… — dijo con un tono completamente diferente. Me miraba fríamente a los ojos. Su gesto consiguió estremecerme. Puede que estuviera borracho, pero sabía lo que decía.
— ¿Ha ocurrido algo…?
— Vaya si ha ocurrido.
— ¿Un accidente?
Movió la cabeza. No solo asentía, sino que además aprobaba mi reacción.
— ¿Cuándo?
— Hoy al amanecer.
Por extraño que parezca no sentí conmoción alguna tras la noticia. Más bien, todo aquel breve intercambio de preguntas y respuestas casi monosilábicas en su concreción me tranquilizó. Me parecía entender, por fin, su incomprensible comportamiento de antes.
— ¿Cómo ha sido?
— Cámbiate, ordena tus cosas y vuelve aquí… Digamos dentro de una hora.
Vacilé por un momento.
— Está bien.
— Espera — dijo cuando ya me dirigía hacia la puerta. Me miraba de una manera muy peculiar. Sabía que le costaba formular lo que quería decirme —. Antes éramos tres. Así que ahora, contigo, volvemos a ser tres de nuevo. ¿Conoces a Sartorius?
— Igual que a ti, por fotografías.
— Está arriba, en el laboratorio, y no creo que salga de allí antes del anochecer, pero… en cualquier caso, lo reconocerás. Si vieras a otra persona, ¿entiendes? a cualquiera que no sea yo, ni Sartorius, ¿entiendes? entonces…
— Entonces, ¿qué?
No estaba seguro de no estar soñando. Con las olas negras de fondo, que se alzaban lanzando destellos de color rojo sangre, se sentó, con la cabeza agachada, igual que antes, mirando de reojo hacia las bobinas de cable enrollado.
— Entonces… Si pasa algo así, no hagas nada.
— ¿Y a quién diablos se supone que tengo que ver? ¡¿A un fantasma?! — estallé.
— Lo entiendo, lo entiendo. Piensas que me he vuelto loco. No. No estoy loco. No sé explicarlo de otra forma… de momento. Además, puede que… no pase nada. En cualquier caso, recuérdalo bien. Te he advertido.
—¡¿De qué tienes que advertirme?! ¿De qué estás hablando?
— Controla tus nervios — se obstinaba —. Compórtate como si… Has de estar preparado para cualquier eventualidad. Es algo imposible, lo sé. Pese a todo, inténtalo. Ese es el único consejo que puedo darte ahora. No conozco ningún otro.