Con cuidado y con una extraña sensación de respeto, volví a dejar la fina copia impresa, ni siquiera estaba encuadernada, en la estantería. Toqué con la punta de los dedos las verdes y marrones tapas del Almanaque Solarista. Era innegable que, pese al caos y la impotencia que nos rodeaban, gracias a las vivencias de los últimos diez días, habíamos alcanzado cierta certeza respecto de varias cuestiones básicas, en cuya investígación se había gastado un mar de tinta, puesto que había sido objeto de disputas, estériles por su carácter irresoluble.
La cuestión de si el océano era un ser vivo podría seguir planteando dudas a un obstinado amante de las paradojas. En cambio, era imposible negar la existencia de su psique, independientemente de lo que uno entendiera por ese término. Era obvio que notaba nuestra presencia sobre su superficie. Aquella única constatación suprimía de golpe una rama de la solarística bastante desarrollada, según la cual el océano era «un mundo independiente», «un ser independiente» desprovisto de órganos sensoriales a causa de un proceso degenerativo; un ente encerrado en una espiral de gigantescas corrientes mentales cuyo origen, presente y destino eran el abismo arremolinado bajo dos soles.
Además, habíamos averiguado que era capaz de llevar a cabo la síntesis artificial de nuestros cuerpos, algo de lo que nosotros no éramos capaces, e incluso de perfeccionarlos, transformándolos en una estructura subatómica de incomprensibles cambios que, con toda seguridad, algo tenían que ver con sus objetivos.
Por lo tanto, existía, vivía, actuaba; la posibilidad de reducir el «problema de Solaris» a un sinsentido, o de desecharlo, o la opinión de que no se trataba de ningún Ser Vivo (por lo que nuestro fracaso no era tal), se estaban derrumbando de una vez por todas. Había llegado el momento de que el ser humano aceptase, lo quisiera o no, la presencia de un vecino que, pese a estar separado de él por billones de kilómetros de vacío y por un buen puñado de años luz, se había cruzado en su camino hacia la expansión; y la tarea de comprenderlo era más difícil que cualquier otra que pudiera plantear el resto del Universo.
«Quizás estemos en un momento decisivo de la historia», pensé. Barajaba la posibilidad del abandono, de la retirada en un futuro inmediato, o a medio plazo; incluso consideraba viable el cierre de la propia Estación. Sin embargo, no creí que, gracias a eso, fuese posible salvar nada. El simple hecho de pensar en un coloso inteligente nunca más dejaría indiferente al ser humano. Aunque atravesase galaxias enteras, aunque lograse relacionarse con otras civilizaciones de seres parecidos a nosotros, Solaris seguiría siendo un eterno desafío impuesto al hombre.
Encontré otro volumen más, encuadernado en piel, perdido entre los anales del Almanaque. Examiné atentamente, durante unos instantes, la portada desgastada por el tacto antes de abrirlo. Era un viejo libro, la Introducción a la solarística de Muntius; recordé la noche que pasé leyéndolo y la sonrisa de Gibarian mientras me entregaba su propio ejemplar, y el amanecer terrestre visto desde mi ventana al llegar a la palabra «fin». La solarística, decía Muntius, es un sucedáneo de religión de la era cósmica, fe disfrazada de ciencia; el Contacto, el objetivo que pretende, no es menos vago y oscuro que el trato con los santos o el sacrificio del Mesías. Empleando fórmulas metodológicas, la exploración equivale a liturgia, el humilde trabajo de los investigadores se traduce en espera de una epifanía, de una Anunciación, ya que no existen, ni deben existir puentes entre Solaris y la Tierra. Ese paralelismo obvio, al igual que muchos otros (falta de experiencias comunes, carencia de ideas transmisibles) es rechazado por los solaristas, de la misma forma que los creyentes rechazaban los argumentos que cuestionan su dogma de fe. ¿Qué es lo que espera la gente que suceda, una vez establecida la «conexión informativa» con los mares inteligentes? ¿Un registro de vivencias relacionadas con una existencia interminable, tan remota que no recuerda ni siquiera sus inicios? ¿La descripción de los deseos, pasiones, esperanzas y sufrimiento liberados durante los momentáneos partos de las montañas vivas? ¿La transformación de la matemática en existencia encarnada, y de la soledad y el abandono en absoluta plenitud? Todo ello constituye una amalgama de conocimientos intransferibles y si intentamos traducirlos a cualquier lengua terrestre, los valores y los significados pretendidos se perderán, quedándose para siempre al otro lado. En cualquier caso, los «fieles» no esperan ese tipo de descubrimientos, más dignos de la poética que de la ciencia, no; sin darse cuenta, lo que de verdad esperan es una Revelación que les explique el sentido del ser humano en sí. La solarística es, pues, un sepulcro de mitos ya fallecidos, una manifestación de añoranzas místicas que los labios humanos no se atreven a pronunciar en voz alta; su piedra angular, escondida en lo más hondo de sus cimientos, la constituye la esperanza de la Redención.
Los solaristas no son capaces de reconocer que esta sea la verdad y se preocupan por evitar cualquier descripción del Contacto, que, en sus escritos, siempre se convierte en algo definitivo, mientras que, en los inicios, todavía dominados por la objetividad, se trataba solo de un principio, una introducción, el comienzo de un nuevo camino, uno de tantos; sin embargo, tras su beatificación, se había convertido con el paso de los años en una nueva eternidad y un nuevo paraíso.
El análisis de Muntius — el «hereje» de la planetología— es sencillo y amargo, deslumbrante en su negación, en la fragmentación del mito solariano, o más bien de la Misión del Ser Humano. La primera voz que se atrevió a discrepar durante aquella fase de desarrollo de la solarística, aún plena de confianza y romanticismo, fue silenciada e ignorada por completo; ese mutismo venía dado porque la aceptación de las palabras de Muntius equivalía a tachar a la solarística de lo que en el fondo era. En vano se esperó a que apareciera el fundador de una nueva etapa de la solarística, alguien que, con objetividad, fuese capaz de hacer borrón y cuenta nueva. Cinco años después de la muerte de Muntius — cuando su libro se convirtió en una suerte de mirlo blanco bibliográfico, imposible de encontrar en las colecciones de literatura solariana o en las de filosofía— se fundó una escuela con su nombre; se trata del círculo noruego, dividido entre las grandes figuras de pensadores que adoptaron su herencia, y que transformaron su ponderado discurso en la punzante e incisiva ironía de Erle Ennesson y, en versión un tanto trivializada, en la solarística aplicada, o sea, en la «utilitarística» de Phaelangi. Este último, a raíz de las investigaciones, exigió concentrarse en los beneficios concretos, sin reparar en las falsas esperanzas, adornadas con ilusiones, que aspiraban al Contacto y a la comunión intelectual de dos civilizaciones. Ante la despiadada claridad del análisis de Muntius, todos los escritos de sus herederos espirituales no son nada más que notas explicativas, salvo, quizás, las obras de Ennesson o, tal vez, las de Takat. El propio Muntius ya había completado él mismo el trabajo, bautizando la primera fase de la solarística como periodo de «profetas», entre los que incluía a Giese, a Holden y a Sevada; a la siguiente etapa, la denominó «gran cisma» — la escisión de la Iglesia unitaria solariana en un puñado de sectas enfrentadas—; y predijo una tercera etapa de dogmatización y de estancamiento escolástico, que habría de producirse una vez analizado todo lo examinable. No obstante, aquello no llegó a ocurrir. Pensé que Gibarian estaba en lo cierto al considerar el liquidador discurso de Muntius como una gran simplificación que obviaba todo lo que, dentro de la solarística, era contrario a las cuestiones de fe, y se regía por el carácter temporal de trabajos de investigación que no prometían nada salvo la materialidad de un planeta que giraba alrededor de dos soles.