Entre las páginas del libro de Muntius, alguien había introducido un amarillento recorte, arrancado de la revista trimestral Parerga Solariana, de uno de los primeros artículos escritos por Gibarian, antes incluso de hacerse cargo de la dirección del Instituto. El título, «Por qué soy solarista», iba seguido de una enumeración de fenómenos concretos que justificaban la posibilidad real de llegar a establecer el Contacto. Y es que Gibarian pertenecía, en mi opinión, a la última generación de investigadores que se atrevieron a hacer referencia a los primeros años de esplendor y optimismo y no renunciaban a su particular fe, que sobrepasaba las fronteras de la ciencia; una fe en todo material, ya que confiaba en el éxito del esfuerzo, siempre que fuera tenaz e incesante.
Partía de las bien conocidas investigaciones de tres bioelectrónicos nacidos en Eurasia: Cho-En-Min, Ngyalla y Kawakadza. Sus experimentos demostraron la existencia de elementos analógicos entre la imagen eléctrica de un cerebro activo y ciertas descargas generadas dentro del plasma, previas a la creación de criaturas tales como las Polymorpha en su estadio inicial y las gemelas Soláridas. Rechazaba las interpretaciones excesivamente antropomorfas, todas las tesis mistificadoras de las escuelas de psicoanálisis, de psiquiatría y de neurofisiología, que intentaban buscar, en el fangoso océano, equivalentes de algunas de las enfermedades propias de los humanos; como, por ejemplo, la epilepsia (cuyo correlato analógico serían las convulsas erupciones de las asimetriadas). De entre todos los propagadores del Contacto, él era uno de los más prudentes y lúcidos y no había cosa que le repugnara tanto como el escándalo que, con muy poca frecuencia, se generaba en torno a algún que otro descubrimiento. Dicho sea de paso, mi tesis suscitó un interés semejante (de la que, por cierto, aquí, en una de las cápsulas de microfilms, había una copia, por supuesto sin imprimir). Para elaborarla, me basé en los reveladores estudios de Bergmann y Reynolds quienes, de un mosaico de procesos de corteza cerebral, habían conseguido aislar y «filtrar» los elementos que acompañan las emociones más intensas — la desesperación, el dolor, el placer—; por mi parte, comparé aquellos registros con las descargas de las corrientes oceánicas y descubrí ciertas oscilaciones y perfiles en las curvas (en ciertos fragmentos de la cabeza de las simetriadas, en la base de los mimoides inmaduros, etcétera) que presentaban una interesante analogía. Fue suficiente para que mi nombre apareciera en los tabloides bajo un ridículo título del estilo de «La gelatina desesperada» o «El orgasmo del planeta». En cualquier caso, me benefició (al menos eso creía hasta hace poco) porque Gibarian, que, como cualquier experto solarista, no se leía los miles de trabajos que se publicaban sobre el tema (y mucho menos los de los novatos), se fijó en mí y me envió una carta. Una carta que cerró un capítulo de mi vida y abrió otro nuevo.
LOS SUEÑOS
A los seis días, sin haber obtenido ninguna respuesta, decidimos repetir el experimento. Mientras, la Estación, que hasta ese momento había permanecido fija en la intersección del paralelo 43 con el meridiano 116, retomó el rumbo, y se mantuvo a una altura de cuatrocientos metros sobre el océano, en dirección sur donde, según los indicadores del radar y los radiogramas del sateloide, la actividad del plasma había aumentado considerablemente.
Durante cuarenta y ocho horas, el haz de rayos X modulado por mi encefalograma golpeó con intervalos de varias horas, aunque de forma invisible, la casi lisa superficie del océano.
Cuando estaba a punto de cumplirse la segunda jornada, nos encontrábamos ya tan cerca del polo que, apenas el escudo del sol azul se escondía tras el horizonte, el contorno púrpura de las nubes, al otro lado, anunciaba la llegada del sol rojo. En la negra inmensidad del océano y sobre el vacío firmamento se reflejaba, deslumbrante por la impetuosidad de su esplendor, una lucha entre colores duros, que ardían con destellos metálicos y verde chillón, y las sordas llamas del púrpura; entretanto, el resplandor de ambos escudos contrapuestos, como dos violentas hogueras, una de mercurio y otra escarlata, partía el océano en dos. Una pequeña nube en el cénit originaba increíbles centelleos de luces que resbalaban por las olas, junto con la pesada espuma. Inmediatamente después de la puesta del sol azul, sobre el horizonte noroeste surgió una simetriada: al principio, apenas anunciada por los sensores y fundida casi por completo con la niebla teñida de bermejo, emergió en forma de aislados destellos una gigantesca flor en la intersección del cielo con la materia oceánica: una simetriada. Sin embargo, la Estación no cambió de rumbo y, al cabo de aproximadamente un cuarto de hora, el coloso — con un parpadeo rojo, como el de una lámpara de rubíes cuya llama está a punto de apagarse— se escondió de nuevo tras el horizonte. Unos minutos más tarde, una alta y delgada columna, cuya base se ocultaba tras la curvatura del planeta, fue lanzada a varios kilómetros, alargándose silenciosamente hacia la atmósfera. Aquella señal indicaba que la simetriada estaba llegando a su fin; ardía en color sangre, iluminada en parte como el mercurio, y evolucionaba hacia la forma de un árbol bicolor; sus ramas, cada vez más hinchadas, se fundieron en un hongo cuya parte superior emprendió, a la luz de las llamas de ambos soles, un largo viaje en compañía del viento; mientras, los esparcidos racimos de la parte inferior descendían lentamente. Una hora más tarde, no quedaba ni huella de aquel espectáculo.
Pasaron dos días más y el experimento se repitió por última vez; las emisiones de rayos X se habían efectuado a lo largo de un buen tramo de la materia oceánica. Por el sur, aparecieron los Arrhénidos, perfectamente visibles desde nuestra elevada posición, pese a los trescientos metros que nos separaban: se trataba de una cadena de seis cumbres rocosas que parecían nevadas; en realidad, el efecto consistía en diferentes capas de procedencia orgánica, cuya presencia indicaba que aquella formación había pertenecido antaño al fondo del océano. Entonces cambiamos de rumbo hacia el noreste y avanzamos durante un tiempo en paralelo a la barrera montañosa mezclada con nubes, típicas de un día bermejo, hasta que aquellas también desaparecieron. Habían pasado ya diez días desde el primer experimento.
Durante ese periodo, nada interesante había ocurrido en el seno de la Estación; una vez que Sartorius hubo diseñado el programa del experimento, una máquina lo repetía de forma automática y ni siquiera estoy seguro de que hubiera alguien controlando su funcionamiento. Al mismo tiempo, en la Estación sucedían muchas más cosas de las esperadas. Aunque no entre nosotros. Temía que Sartorius exigiría que se reanudasen los trabajos del aniquilador; esperaba también la reacción de Snaut, después de que el primero le convenciera de que, en cierta medida, yo lo había engañando, exagerando el peligro que implicaba la desintegración de la materia de neutrinos. Sin embargo, nada de eso ocurrió, por razones que, al principio, resultaron del todo misteriosas para mí; por supuesto tenía en cuenta la posibilidad de que me hubieran tendido una trampa, de que me estuvieran ocultando los preparativos y sus propósitos; por eso, a diario, me pasaba por el cuarto en el que se guardaba el aniquilador, una habitación sin ventanas que había justo debajo del laboratorio principal. Nunca me encontré con nadie, pero la capa de polvo que cubría las corazas y los cables de los aparatos indicaban que no los habían tocado desde hacía muchas semanas.