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Por aquel entonces, Snaut se había vuelto igual de invisible que Sartorius, pero mucho más inaccesible, dado que ni siquiera su visófono contestaba a las llamadas. Alguien tenía que estar dirigiendo los desplazamientos de la Estación, pero no puedo decir quién porque, aunque parezca extraño, tampoco me importaba en absoluto. La falta de respuesta del océano también me resultaba indiferente, hasta el punto de que, al cabo de dos o tres días, dejé de contar con ella, o de temerla: me olvidé por completo del experimento y de sus resultados. Me pasaba días enteros en la biblioteca, o en el camarote, con Harey, que vagabundeaba a mi vera como una sombra. Sabía que estábamos mal y que el estado de aquella apática e irreflexiva suspensión no podría alargarse indefinidamente. Debería haberme sobrepuesto, cambiar algo en nuestro trato, pero aplazaba ese momento, incapaz de tomar ninguna decisión; no sé explicarlo de otra manera, pero me parecía que todo dentro de la Estación, y en concreto lo que me unía a Harey, se hallaba en un inestable equilibrio, vertiginosamente acumulado, y que su ruptura podría arruinarlo todo. ¿Por qué? No lo sé. Lo más extraño era que ella también, al menos en parte, sentía algo parecido. Cuando ahora me pongo a pensar en ello, me parece que aquella sensación de inseguridad, de suspensión, o de sentir la llegada inminente de un terremoto, fue generada por una presencia imperceptible que llenaba todas las plantas y habitaciones de la Estación. Quizás a través de los sueños también se podría haber averiguado qué era. Dado que nunca antes había tenido semejantes visiones, ni las volvería a tener más adelante, decidí apuntar su contenido; gracias a ello puedo contar, no sin esfuerzo, algunos detalles, pero no son más que sobras que carecen de su tremenda riqueza original. En circunstancias prácticamente indescriptibles, me encontraba en medio de espacios desprovistos de cielo, de tierra, suelos, techos o paredes; estaba encorvado o aprisionado dentro de una sustancia desconocida, como si mi cuerpo estuviera enraizado en una pieza parcialmente muerta, inmóvil e informe; o bien, como si yo fuera ella, desprovisto de cuerpo, rodeado por unas manchas rosa pálido, al principio indescifrables, suspendidas en un centro de propiedades ópticas distintas a las del aire; había que acercarse para poder ver las cosas, incluso entonces demasiado grandes y sobrenaturales: en aquellos sueños, mi entorno más inmediato superaba en concreción y materialidad las experiencias de la realidad. Al despertarme, experimentaba la sensación paradójica de que aquella era la única realidad, la única verdadera, y que lo que veía aquí, después de abrir los ojos, no era más que su pálida sombra.

Esa era la primera imagen, el principio del que surgía el sueño. Algo a mi alrededor aguardaba mi consentimiento, mi permiso, un gesto interior de aprobación; y yo sabía, o más bien, algo en mi interior sabía que no debía someterme a la incomprensible tentación, porque cuanto más me comprometía, sin decir nada, tanto peor sería el desenlace. En realidad, no lo sabía porque en tal caso, supongo, hubiera tenido miedo y jamás lo tuve. Seguí esperando. Algo emergió por primera vez de la niebla rosa que me rodeaba y me tocaba y yo, inerte como un tronco, totalmente inmovilizado en mi encierro, no podía ni retroceder, ni moverme, y aquello, ciego y vidente a la vez, palpaba las paredes de mi prisión, convirtiéndose en una especie de mano que me iba creando; hasta ese momento, yo no tenía ojos y, de pronto, ya veía; de los dedos que recorrían a ciegas mi cara nacían de la nada los labios, las mejillas y, a medida que aquel tacto, fraccionado en incontables fragmentos, se expandía, fui teniendo una cara y un torso que respiraba, llamados a la vida mediante aquel simétrico acto de creación: porque yo, a la vez que era creado, era también creador; y así aparecía una cara que no había visto nunca, ajena y familiar; intentaba mirarla a los ojos, pero no lo conseguía porque las proporciones seguían siendo distintas; no existían las direcciones y tan solo en medio de una silenciosa oración nos estábamos descubriendo y haciendo; yo ya era yo, pero multiplicado, como si no tuviera límites y aquel ser, ¿una mujer? permanecía junto a mí, inmovilizado. Nos animaba el pulso palpitante y éramos uno, pero de pronto, en la lentitud de aquella escena, fuera de la cual nada existía y, de alguna manera, no podía existir, algo indescriptiblemente cruel se introducía, imposible y contrario a la naturaleza. El mismo tacto que nos había creado, y que se había adherido a nuestros cuerpos como un manto dorado, empezaba a hormiguear. Nuestros cuerpos, desnudos y blancos, se ennegrecían mientras nadaban en un arroyo de repugnantes insectos que se retorcían y que exhalábamos como si fueran aire; y yo era, éramos, una reluciente masa entrelazada desatándose, una masa de lombrices en movimiento, imperecedera, inacabada y, en medio del infinito, ¡no! yo, el infinito, aullaba, en silencio, clamando porque aquello se apagara, clamando por el final; pero en ese momento, empecé a dispersarme en todas direcciones y mi sufrimiento se multiplicó por cien, más auténtico que en la realidad, concentrado en lejanías negras y rojas, solidificado como una roca o culminando a la luz de otro sol o de otro mundo.

Entre todos los sueños, ese era el más sencillo, no soy capaz de contar los demás, porque las fuentes del mal que de ellos brotaban no tenían equivalente alguno en mi consciente en alerta. Mientras soñaba, no sabía de la existencia de Harey, pero tampoco conseguía dar con recuerdos o experiencias de mi vida.

Tuve también otros sueños en los que, en medio de la solidificada y muerta oscuridad, creía estar en el centro de laboriosos y lentos experimentos que no se servían de ninguna herramienta de investigación; me atravesaban, me desmenuzaban, me olvidaba de todo hasta sentir el vacío absoluto; el colofón de aquellos silenciosos y aniquiladores intercambios era el miedo, cuyo recuerdo bastaba para acelerar, durante el día, mi corazón.

Los días, sin embargo, eran todos iguales, descoloridos, llenos de aburrida desgana hacia todo cuanto me rodeaba; se arrastraban soñolientos hacia la extrema indiferencia. Solo temía las noches y no sabía cómo escapar de ellas; me quedaba despierto junto a Harey, que nunca dormía, la besaba y la acariciaba, pero sabía que en realidad no se trataba ni de ella ni de mí; lo hacía todo por miedo al sueño y ella — pese a que no le hubiera dicho nada, ni una palabra sobre aquellas estremecedoras pesadillas— debía de sospechar algo porque, cuando se quedaba inmóvil, yo percibía en ella la conciencia de una constante humillación, pero no podía hacer nada por evitarlo. Ya he dicho que Snaut, Sartorius y yo apenas nos veíamos. Snaut daba señales de vida cada pocos días mediante una nota, pero sobre todo llamaba por teléfono. Me preguntaba si me había notado algún fenómeno nuevo, algún cambio que pudiera ser interpretado como respuesta al experimento tantas veces repetido. Yo respondía que no mientras me hacía la misma pregunta. Snaut se limitaba a negar con la cabeza desde el fondo de la pantalla.