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Snaut entró en mi camarote. Miró a su alrededor, después a mí, me levanté y me asomé a la mesa.

— ¿Querías algo?

— Parece que no tienes nada que hacer… — dijo entornando los ojos —. Podría encargarte unos cálculos, no son de extrema urgencia, pero…

— Te lo agradezco — sonreí —, pero no es necesario.

— ¿Estás seguro? — preguntó, mirando hacia la ventana.

— Sí, he estado pensando en muchas cosas y…

— Preferiría que no pensaras tanto.

— Pues no tienes ni idea de qué se trata. Dime, ¿crees en Dios?

Me miró con perspicacia.

—¡Qué dices! ¿Quién, hoy, aún cree en…?

Sus ojos parecían intranquilos.

— No es tan sencillo — dije con despreocupación intencionada —, porque no me refiero al Dios tradicional, según las creencias terrestres. No soy un estudioso de las ciencias de la religión y quizás no haya descubierto gran cosa, pero, por un casual, ¿sabes si alguna vez ha existido una fe en un dios… imperfecto?

— ¿Imperfecto? — repitió, arqueando las cejas —. ¿Qué quieres decir? En cierto sentido, los dioses de todas las religiones eran imperfectos por culpa de sus exagerados rasgos humanos. El Dios del Antiguo Testamento, por ejemplo, era un alborotador, sediento de víctimas propiciatorias y de muestras de respeto, celoso de otros dioses… Los dioses griegos, por su inclinación a riñas y disputas familiares, eran también imperfectos de un modo intrínsecamente humano.

— No — lo interrumpí —, me refiero a un dios cuya imperfección no sea el resultado de la simplicidad de sus creadores humanos, sino que constituya su rasgo principal e inmanente. Ha de ser un dios con limitaciones de su omnisciencia y omnipotencia, falible a la hora de prever el futuro de sus obras y a quien el desarrollo de sus propias creaciones pueda causar pavor. Un dios minusválido cuyos deseos superen con creces sus posibilidades y que no sea consciente de ello inmediatamente. Un dios capaz de construir relojes, pero no el tiempo que miden. Creador, con determinados fines, de regímenes y mecanismos que acaben superando sus objetivos y traicionándolos. Creador, asimismo, del infinito que, en vez de ser una medida que refleje su poder, se termina convirtiendo en la medida de su fracaso.

— En su momento, el maniqueísmo — empezó a decir, vacilante, Snaut. El recelo con el que se dirigía a mí últimamente había desaparecido.

— Pero esto no tiene nada que ver con la distinción entre el bien y el mal — lo interrumpí enseguida —. Ese dios no existe fuera de la materia y no es capaz de liberarse de ella, siendo esto lo único que desea…

— No conozco semejante religión — dijo, tras un momento de silencio —. Nunca se ha… considerado necesaria… Si te he entendido bien, y me temo que sí, estás pensando en un dios evolutivo, que se desarrolla con el tiempo y madura, que se hace cada vez más poderoso, pero consciente al mismo tiempo de su impotencia. Tu dios es un ser para quien la divinidad es un callejón sin salida y, una vez que comprende eso, se entrega a la desesperación. De acuerdo, pero un dios desesperado sigue siendo un ser humano, ¿no es cierto, querido? Estás hablando del ser humano… No solo es una pésima filosofía, también es un pésimo misticismo.

— No — contesté con empeño —, no me refería al ser humano. Es posible que a grandes rasgos se corresponda con esa definición provisoria, pero solo en cuanto a sus deficiencias. El hombre, al contrario de lo que aparenta, no se inventa objetivos. Se los impone la época en que nació, puede estar a su servicio, o bien rebelarse contra ellos, pero tanto el objeto de la entrega como el de la rebelión vienen dados desde fuera. Para experimentar una plena libertad en la búsqueda de metas, tendría que vivir a solas y por ahí no hay salida, porque un hombre que no ha sido criado entre hombres no puede convertirse en ser humano. El que yo imagino… es un ser singular, privado de toda pluralidad, ¿comprendes?

— Ah… — dijo —, ahora caigo…

E hizo un gesto con la mano, señalando la ventana.

— No — negué —, él tampoco. Como mucho, en calidad de algo que ha tenido la oportunidad, en su desarrollo, de alcanzar la divinidad, que malogró al encerrarse en sí mismo demasiado pronto. Él es, más bien, un anacoreta, un ermitaño del cosmos, no su Dios… Él se repite, Snaut; quien tengo en mente nunca haría algo así. Quizás esté creciendo en algún rincón de la galaxia y pronto, en un arrebato de juvenil embriaguez empezará a apagar y a encender estrellas; y nos daremos cuenta al cabo de algún tiempo…

— Ya nos estamos dando cuenta — observó Snaut con acritud —. En tu opinión, ¿las novas y las supernovas son velas en su altar?

— Si prefieres interpretar literalmente mis palabras…

— Es posible que Solaris sea precisamente la cuna de tu divino infante — añadió Snaut. Una sonrisa, cada vez más perfilada, rodeó sus ojos en forma de finas arrugas —. Quizás él sea, a tu entender, el origen, el germen del Dios de la desesperación; quizás su vital infantilismo supere con creces su inteligencia, y todo lo que albergan las bibliotecas solaristas no sea más que un enorme catálogo de sus reflejos infantiles…

— Y nosotros, en cambio, durante un tiempo hemos sido sus juguetes — acabé —. Sí, es posible. ¿Sabes qué hemos conseguido? Crear una nueva hipótesis sobre Solaris, y eso ¡no es cualquier cosa! De paso, obtienes una explicación de la imposibilidad de establecer el Contacto, de la falta de respuesta, de ciertas llamémoslas extravagancias, a la hora de interactuar con nosotros; la mente de un niño pequeño…

— Renuncio a la autoría — murmuró desde la ventana. Durante unos instantes, estuvimos observando el negro oleaje. En medio de la niebla, sobre el horizonte oeste, se estaba dibujando una pálida y alargada mancha.

— ¿Qué te sugirió el concepto de un dios imperfecto? — preguntó de repente, sin apartar la vista del resplandeciente desierto.

— No lo sé. Me pareció algo muy, muy acertado, ¿sabes? Es el único dios en el que estaría dispuesto a creer, un dios cuyo martirio no significa redención, que no pretende salvar a nadie, ni está al servicio de nada, sino que simplemente está.

— Un mimoide… — dijo Snaut en voz muy baja y cambiada.

— ¿Qué has dicho? Ah, sí. Me he fijado antes. Uno muy viejo.

Ambos mirábamos el nublado horizonte.

— Me voy a dar una vuelta — dije inesperadamente —. Además, todavía no he salido de la Estación y esta es una buena ocasión. Volveré en media hora…

— ¿Qué has dicho? — Snaut abrió los ojos —. ¿Te vas? ¿Adónde?

— Allí —señalé la mancha de color carne que apenas se distinguía entre la niebla —. ¿Qué más da? Cogeré el pequeño helicóptero. Tendría gracia que, una vez en la Tierra, tuviera que reconocer que, como solarista, ni siquiera había pisado el suelo de Solaris…

Me acerqué al armario para elegir una escafandra. Snaut me observaba en silencio y dijo, por fin:

— Esto no me gusta.

— ¿El qué? —me giré con la escafandra en la mano. Por primera vez en mucho tiempo me sentía eufórico —. ¿A qué te refieres? ¡Las cartas sobre la mesa! Te da miedo que… ¡Qué tontería! Te doy mi palabra de que no haré nada de eso. Ni siquiera había pensado en ello. No, de veras que no.

— Iré contigo.

— Te lo agradezco, pero prefiero ir solo. Sea como sea, se trata de algo nuevo, algo completamente nuevo — dije atropelladamente mientras me vestía. Snaut siguió hablando, pero había dejado de escucharlo, estaba demasiado ocupado reuniendo las cosas que iba a necesitar.

Me acompañó al aeropuerto. Me ayudó a sacar la nave del box y a conducirla al centro de la circular pista de despegue. Mientras me cerraba la escafandra, preguntó de pronto: