— ¿Tu palabra todavía tiene algún valor para ti?
— Dios mío, Snaut, ¿aún siguen con esas? Sí. Ya te la he dado. ¿Dónde están las botellas de repuesto?
No dijo nada más. Cuando hube cerrado la transparente carlinga, le hice una señal con la mano. Puso en marcha el elevador, ascendí despacio a la superficie de la Estación. El motor se despertó, emitió un prolongado zumbido, el rotor empezó a girar y la máquina se elevó con ligereza, dejando abajo el plateado disco de la Estación, cada vez más pequeño.
Era la primera vez que me encontraba solo por encima del océano; una sensación muy distinta a la que se experimentaba desde las ventanas. Puede que, entre otras cosas, a causa también de la baja altura de vuelo, ya que nos deslizábamos apenas a varias docenas de metros sobre las olas. Fue entonces cuando supe, y también sentí, que los movimientos de la sinusoide del abismo no solo correspondían a los de una marea o una nube, sino que eran también los de un animal. Recordaban las contracciones incesantes, y a la vez extremadamente lentas, de un musculoso y desnudo tronco; los lomos de las olas que se desplazaban indolentes ardían en rojo, cubiertos de espuma. Cuando giré para coger el rumbo exacto hacia la isla del mimoide que se hallaba en lenta deriva, el sol me deslumbró con rayos sangrientos que se reflejaron en los cóncavos cristales y el propio océano se tornó negro azabache, con tonos grises y manchas del oscuro fuego.
Tracé un torpe círculo y me alejé a contraviento, dejando al mimoide a mis espaldas, como una extensa y clara mancha cuyo irregular contorno se recortaba contra el océano. Había perdido el tono rosa que le otorgaban las nubes, ahora era amarillo como un hueso seco; por un momento, lo perdí de vista y, en su lugar, divisé a lo lejos la Estación que, en apariencia, permanecía suspendida justo encima del océano, como un enorme y anticuado zepelín. Repetí la maniobra, concentrando en ella toda mi atención: el macizo del mimoide, con su empinado y grotesco relieve, crecía delante de mí. Me pareció que corría el riesgo de chocar contra sus resaltes más altos y enderecé tan bruscamente el helicóptero que perdió velocidad y empezó a cabecear; fue una precaución inútil, pues las redondeadas cimas de las extrañas torres habían perdido altura. Ajusté la velocidad de la nave con la de la isla a la deriva y despacio, metro a metro, fui descendiendo hasta que las cumbres resquebrajadas se elevaron de nuevo por encima de la cabina. No era muy grande. De punta a punta, podía medir unos mil doscientos metros, su altura no sobrepasaría unos cuantos centenares de metros; en algunos puntos, se veían estrechamientos que indicaban que estaba a punto de partirse. Tenía que tratarse de un fragmento de otra formación mucho mayor; según la escala solariana era un pequeño casco, un resto de semanas, quizás de meses.
Entre sus fibrosas elevaciones, descubrí una especie de orilla que se precipitaba sobre el océano; su altura alcanzaba varias docenas de metros, pero su superficie era casi plana, de modo que dirigí la nave hacia allí. El aterrizaje resultó ser más difícil de lo que pensaba, casi toqué con el rotor la pared que se alzaba ante mis ojos, pero lo conseguí. Apagué inmediatamente el motor y abrí la portezuela de la carlinga hacia atrás. Antes que nada, me aseguré, de pie sobre el ala, de que el helicóptero no corría peligro de caer al océano; las olas lamían la orilla dentada a unos diez pasos de mi improvisada pista de aterrizaje, pero el aparato se encontraba firmemente apoyado sobre sus patines, debidamente separados entre sí. De un salto, bajé a «tierra». Estuve a punto de chocar con una pared que resultó ser una enorme y fina membrana ósea, acribillada por infinidad de excrecencias en forma de galerías. Un surco de varios metros de profundidad dividía en diagonal toda aquella pared de varias plantas, mostrando la perspectiva del abismo y sus enormes e irregulares orificios. Trepé por el pilar más cercano del acantilado, y comprobé que el calzado de la escafandra se adhería perfectamente y que esta no dificultaba mis movimientos; una vez hube ascendido el equivalente a unos cuatro pisos sobre el nivel del océano pude, por fin, abarcar con la vista el esquelético paisaje.
Era increíble lo mucho que se parecía a una ciudad arcaica y semiderruida, o a un exótico asentamiento marroquí de hace siglos, destruido por un terremoto u otro cataclismo. Lo que se perfilaba con mayor claridad eran los recovecos de las angostas calles, en parte tapadas o bloqueadas por cascotes, sus empinadas pendientes al encuentro con la orilla azotada por la viscosa espuma; más arriba, las almenas que había permanecido intactas, sus bastiones, sus muros inclinados y unos orificios negros que atravesaban las cóncavas y hundidas paredes y semejaban troneras o ventanas estrechadas. Toda aquella isla-ciudad se escoraba pesadamente hacia un lado, como si fuera un buque en pleno naufragio, moviéndose a la deriva mientras giraba muy despacio sobre sí misma; aquella rotación podía intuirse por el aparente desplazamiento del sol sobre el firmamento que incitaba a las sombras a arrastrarse perezosamente en los recovecos de las ruinas. De vez en cuando, un rayo de sol quedaba libre y me alcanzaba. Trepé aún más arriba, arriesgándome ya mucho, hasta que una fina arenisca empezó a desprenderse de las rocas por encima de mi cabeza; caían sobre los sinuosos desfiladeros y las calles, levantando nubes de polvo; después de todo, un mimoide no es una roca y su parecido con la piedra caliza se esfuma al tacto; tiene una superficie porosa y por tanto muy liviana, mucho más que la piedra pómez.
Me encontraba ya tan arriba, que empecé a notar su movimiento: no solo flotaba hacia delante, impulsado por los golpes de los negros músculos del océano, sin origen ni destino, sino que, además, se escoraba con extrema lentitud hacia ambos lados alternativamente; cada uno de estos lentos movimientos pendulares iba acompañado por el prolongado y pegajoso susurro de las espumas pardas y amarillentas que bañaban sus orillas. Aquel balanceo le había sido concedido hacía mucho tiempo, en la hora de su nacimiento, y lo había conservado gracias a su enorme masa. Desde mi atalaya contemplé todo lo que estaba a mi alcance, descendí con prudencia y fue entonces cuando, para mi sorpresa, me di cuenta de que el mimoide no me interesaba lo más mínimo, que yo había llegado hasta allí para encontrarme con el océano y con nadie más.
Me senté sobre la porosa y resquebrajada superficie, con el helicóptero a unos pasos detrás de mí. Una ola negra reptó con pesadez por la orilla, aplastándose contra ella y perdiendo, al mismo tiempo, su tonalidad; al alejarse, dejó tras de sí viscosos hilos de mucosa. Bajé aún más y estiré la mano al encuentro de la siguiente ola, que repitió con exactitud aquel fenómeno, experimentado por los investigadores desde hacía más de un siglo: vaciló, retrocedió, envolvió mi mano sin tocarla, de modo que, entre la parte exterior del guante y la cavidad que enseguida cambió su consistencia de líquida a casi carnosa, quedó atrapada una fina capa de aire. Levanté la mano despacio; la ola, o más bien su estrecha prolongación, la siguió sin dejar de envolver mi mano, enquistándose y tornándose semitransparente con sucios reflejos verdosos. Me puse de pie para poder levantar todavía más la mano; el hilo de la gelatinosa sustancia se tensó como una cuerda vibrante, pero no llegó a romperse; la base de la ola, completamente extendida, parecía una extraña criatura que aguardaba el final de aquellos experimentos, pacientemente pegada a mis pies (pero sin tocarlos siquiera). Parecía una flor dúctil que hubiera crecido desde el fondo del océano; su cáliz me rodeó los dedos, convirtiéndose en su fiel negativo, aunque ni siquiera me estuviera tocando. Retrocedí. El tallo tembló y, con algo de desgana, regresó al suelo; una ola elástica, oscilante e insegura, creció entonces, succionándolo hasta desaparecer juntos más allá de la orilla. Repetí varias veces el mismo juego, hasta que, al igual que les había sucedido a los primeros investigadores un siglo antes, una de las olas se marchó, saciada quizás de aquella nueva experiencia; era consciente de que tendrían que pasar horas para que lograra suscitar de nuevo su «curiosidad». Volví a sentarme como antes, sobre la misma superficie porosa, pero de alguna manera transformado por aquel fenómeno cuya teoría me era tan familiar; en cualquier caso, resultaba imposible pretender que la teoría fuera capaz de reflejar una vivencia real.