Gibarian estaba muerto. Si había entendido bien las palabras de Snaut, desde su muerte habían pasado algo más de diez horas. ¿Qué habían hecho con el cuerpo? ¿Lo habían enterrado? Aunque eso era imposible. No en este planeta. Durante un buen rato, me dediqué a reflexionar obsesivamente sobre ello, como si no hubiese nada más importante en el mundo que el destino del fallecido. Pero entonces me di cuenta de que esos pensamientos eran absurdos: me levanté y empecé a recorrer la habitación; tropecé con los libros desordenados, así como con un pequeño y vacío morral; me agaché para recogerlo. No estaba vacío, como yo había pensado. Contenía una botella de cristal oscuro, tan ligera que parecía hecha de papel. Contemplé la ventana a través de ella, distinguí la última luz del ocaso: estaba tristemente enrojecido y tamizado con las sucias nieblas. ¿Qué me estaba pasando? ¿Por qué me distraía con necedades, con la primera menudencia que caía en mis manos?
La luz se encendió y yo me estremecí. Por supuesto, se trataba de una célula fotovoltaica. Se activaba cuando anochecía. Estaba tan tenso que me resultaba insoportable el espacio vacío que notaba a mis espaldas. Decidí luchar contra esa sensación. Acerqué la silla a las estanterías. Extraje el segundo tomo de la antigua monografía de Hughes y Eugl sobre el planeta, Historia de Solaris, que conocía casi de memoria, y tras apoyar el grueso lomo sobre el regazo, comencé a hojearlo.
Solaris había sido descubierto casi cien años antes de que yo naciera. El planeta gira alrededor de dos soles gemelos: el rojo y el azul. Durante más de cuarenta años ninguna nave se había acercado a él. En aquella época, se daba por segura la teoría de Gamow-Shapley sobre la imposibilidad de que existiera vida en los planetas de estrellas binarias. Las órbitas de estos planetas varían constantemente a causa del juego de la gravitación alrededor de la pareja de soles. Las perturbaciones que causan encogen y amplían alternativamente la órbita y, si se origina cualquier tipo de vida, esta se ve destruida o bien por la radiación, o bien por el frío helador. Estos cambios se producen a lo largo de millones de años, por tanto, dentro de la escala astronómica o biológica (dado que la evolución requiere varios cientos de millones, si no billones de años), en un periodo muy corto.
Según los cálculos iniciales, se suponía que Solaris se aceraría al cabo de quinientos mil años a la distancia correspondiente a media unidad astronómica de su sol rojo y, transcurrido otro millón de años, caería en su ardiente precipicio.
Pero, diez años después, nuevos descubrimientos revelaron que su trayectoria no presentaba en absoluto los cambios esperados, sino que, más bien, seguía una trayectoria fija, igual a la de los planetas de nuestro propio sistema solar.
Se repitieron las observaciones y los cálculos, ahora ya con mucha más precisión, que solo sirvieron para confirmar lo que ya se sabía: que Solaris poseía una órbita cambiante.
Solaris ascendió al rango de un cuerpo celeste merecedor de una atención particular entre los cientos de planetas que son descubiertos cada año y que, mediante apuntes de varias líneas sobre su movimiento, son incluidos en las grandes estadísticas.
Cuatro años después de aquel descubrimiento, una expedición comandada por Ottenskjold — quien, a bordo del Laokoon, se encontraba investigando el planeta con dos naves de apoyo— dio una vuelta completa al planeta. El carácter de la expedición era provisorio, pretendía apenas un reconocimiento improvisado, ya que no tenía posibilidad de aterrizar. Introdujo en las órbitas ecuatoriales y meridionales un gran número de satélites-observadores automáticos cuyo principal objetivo era llevar a cabo las mediciones de los potenciales gravitatorios. Además, se examinó la superficie del planeta, cubierta casi por completo por el océano, excepto por algunas escasas planicies que se elevaban por encima de él y que, en su totalidad, no superaban la superficie de Europa, pese a que el diámetro de Solaris era un veinte por ciento mayor que el de la Tierra. Estos trozos rocosos y desérticos de suelo, esparcidos de forma irregular, se concentraban en su mayoría en el hemisferio norte. Se averiguó también la composición de la atmósfera, desprovista de oxígeno, y se llevaron a cabo mediciones extremadamente precisas de la densidad del planeta, así como de los albedos y de otros elementos astronómicos. Tal como se esperaba, no se encontraron trazas de vida ni en la tierra emergida ni en el océano que la circundaba.
Durante los siguientes diez años, Solaris, ahora ya convertido en el centro de atención de todos los observatorios de la región, mostró una increíble tendencia a conservar, por encima de cualquier duda, el carácter cambiante de su órbita gravitatoria. Durante un tiempo, el asunto olió a escándalo, ya que (por el bien de la ciencia) se intentó culpar del resultado de la observación a ciertos personajes, o bien a las máquinas de cálculo que habían empleado para las mediciones.
La falta de fondos retrasó durante tres años el lanzamiento de una expedición solarista de envergadura, hasta el momento en que Shannahan, una vez reunida una tripulación, consiguió del Instituto tres unidades de tonelaje C, de clase cosmodrómica. Un año y medio antes de la llegada de la expedición, que había despegado de la región de la estrella Alfa de Acuario, una segunda flota exploradora introdujo, en representación del Instituto, un sateloide automático, Luna 247, en la órbita de Solaris. El sateloide sigue en funcionamiento hoy en día tras haber pasado por tres reconstrucciones sucesivas, separadas entre sí por varias decenas de años. Los datos reunidos por el Luna 247 confirmaron definitivamente las observaciones de la expedición de Ottenskjold referentes al carácter activo de los movimientos del océano.
Una de las naves de Shannahan permaneció en la órbita alta, mientras otras dos, tras la correspondiente preparación, aterrizaron en un pedazo de terreno rocoso que ocupa unos mil kilómetros cuadrados, cerca del polo sur de Solaris. La misión de la expedición finalizó tras dieciocho meses de duro trabajo, y tuvo un desenlace satisfactorio, salvo por un desgraciado incidente acaecido a causa del defectuoso funcionamiento de ciertos aparatos de medición. A consecuencia de ello, en el seno del equipo científico se produjo una escisión entre dos grupos enfrentados. El objeto de la discordia era el océano que cubría el planeta. Basándose en los análisis, el inmenso mar fue considerado por consenso una formación orgánica (en aquel entonces nadie se atrevía a llamarlo «viviente»). Pero, mientras los biólogos lo concebían como una formación primitiva — una especie de sincitio gigantesco, una célula líquida de tamaño monstruoso (la denominaron «formación prebiológica») que había cubierto el globo entero con un abrigo gelatinoso, cuya profundidad alcanzaba en ocasiones varios kilómetros —, los astrónomos y los físicos consideraron que debía de tratarse de una estructura altamente organizada que, quizás, superaba, en cuanto a complejidad a los organismos terrestres a la hora de poder influir de manera activa en la formación de la órbita planetaria. Lo cierto es que no se halló ninguna otra causa que explicara el extraño comportamiento de Solaris; además, los astrofísicos descubrieron la relación entre ciertos procesos del océano plasmático y el potencial gravitatorio, medido localmente, que variaba según el llamado «metabolismo» oceánico.