Abrumado de interrogantes, seguro de que con suerte aún tendría que esperar un mes antes de hablar con el tío de Figueras, como si caminara por una zona de médanos y necesitara pisar tierra firme llamé a Miquel Aguirre. Era un lunes y era muy tarde, pero Aguirre todavía estaba despierto y, después de hablarle de mi entrevista con Jaume Figueras y de su tío y de la libreta de Sánchez Mazas, le pregunté si era posible cerciorarse documentalmente de que Pere Figueras, el padre de Jaume, había estado en efecto en la cárcel al terminar la guerra.
– Es facilísimo -contestó-. En el Archivo Histórico hay un catálogo que registra todos los nombres de los presos ingresados en la cárcel de la ciudad desde antes de la guerra. Si a Pere Figueras lo encarcelaron, su nombre aparecerá allí. Seguro.
– ¿No pudieron haberle enviado a otra cárcel?
– Imposible. A los presos de la zona de Banyoles los destinaban siempre a la cárcel de Gerona.
Al día siguiente, antes de ir a trabajar al diario, me planté en el Archivo Histórico, que se halla en un viejo convento rehabilitado, en el casco antiguo. Guiándome por los letreros, subí unas escaleras de piedra y entré en la biblioteca, una sala espaciosa y soleada, con grandes ventanales y mesas de madera reluciente erizadas de lámparas, cuyo silencio sólo rompía el teclear de un funcionario casi oculto tras un ordenador. Le dije al funcionario -un hombre de pelo revuelto y mostacho gris- lo que buscaba; se levantó, fue hasta un anaquel y cogió una carpeta de anillas.
– Mire aquí -dijo, entregándomela-. Al lado de cada nombre está su número de expediente; si quiere consultarlo, pídamelo.
Me senté a una mesa y busqué en el catálogo, que abarcaba desde 1924 hasta 1949, algún Figueras que hubiese ingresado en prisión en 1939 o 1940. Como el apellido es bastante común en la zona, había varios, pero ninguno de ellos era el Pere (o Pedro) Figueras Bahí que yo buscaba: nadie con ese nombre había estado en la cárcel de Gerona en 1939, ni en 1940, ni siquiera en 1941 o 1942, que era cuando, de acuerdo con el relato de Jaume Figueras, su padre había estado preso. Alcé la vista de la carpeta: el funcionario seguía tecleando en el ordenador; la sala, desierta. Más allá de los ventanales inundados de luz había una confusión de casas decrépitas que, pensé, no ofrecería un aspecto muy distinto al de sesenta años y unos pocos meses atrás, cuando, en las postrimerías de la guerra, a pocos kilómetros de allí, tres muchachos anónimos y un cuarentón ilustre aguardaban emboscados el final de la pesadilla. Como asaltado por una súbita iluminación, pensé: «Todo es mentira». Razoné que, si el primer hecho que intentaba contrastar por mi cuenta con la realidad -la estancia de Pere Figueras en la cárcel- resultaba falso, nada impedía suponer que el resto de la historia igualmente lo fuera. Me dije que hubo sin duda tres muchachos que ayudaron a Sánchez Mazas a sobrevivir en el bosque tras su fusilamiento -una certeza avalada por diversas circunstancias, entre ellas la coincidencia entre las notas de la libreta de Sánchez Mazas y el relato que éste le hizo a su hijo-, pero determinados indicios autorizaban a pensar que no eran los hermanos Figueras y Angelats. Por de pronto, en la libreta de Sánchez Mazas sus nombres habían sido escritos a tinta y con una caligrafía diferente de la del resto del texto, que estaba escrito a lápiz; era indudable, pues, que una mano ajena a la de Sánchez Mazas los había añadido. Además, el fragmento mutilado de la declaración final, en el que, según yo había deducido al estudiar la libreta, debía de mencionarse a los Figueras y a Angelats, porque estaría destinado a agradecerles su ayuda, muy bien podía haber sido arrancado precisamente porque no se les mencionaba; es decir: para que alguien cediese a la deducción que yo había hecho. Y en cuanto a la falsa temporada en la cárcel de Pere Figueras, sin duda era una invención del propio Pere, o de su hijo, o de quién sabe quién; en todo caso, sumada a la orgullosa negativa de Pere a escapar del cautiverio apelando al favor de un alto dignatario franquista como Sánchez Mazas y a la carta en que denunciaba al desaprensivo que pretendía sacarle dinero a Sánchez Mazas haciéndose pasar por él, la historia constituía un cimiento ideal para edificar sobre ella una de esas brumosas leyendas de heroísmo paterno que, sin que nadie acierte a identificar nunca su origen, tanto prosperan a la muerte del padre en ciertas familias propensas a la mitificación de sí mismas. Más decepcionado que perplejo, me pregunté quiénes eran entonces los verdaderos amigos del bosque y quién y para qué había fabricado aquel fraude; más perplejo que decepcionado, me dije que quizá, como algunos habían sospechado desde el principio, Sánchez Mazas ni siquiera había estado nunca en el Collell, y que acaso toda la historia del fusilamiento y de las circunstancias que lo rodearon no era más que una inmensa superchería minuciosamente urdida por la imaginación de Sánchez Mazas -con la colaboración voluntaria e involuntaria de parientes, amigos, conocidos y desconocidos- para limpiar su fama de cobarde, para ocultar algún episodio deshonroso de su extraña peripecia de guerra y, sobre todo, para que algún investigador crédulo y sediento de novelerías la reconstruyese sesenta años después, redimiéndole para siempre ante la historia.
Devolví la carpeta de anillas a su lugar en el anaquel, y ya me disponía a salir de la biblioteca, anulado por una sensación de vergüenza y estafa, cuando, al pasar frente al ordenador, el funcionario me preguntó si había encontrado lo que buscaba. Le dije la verdad.
– Ah, pero no se me rinda tan pronto. -Se levantó y, sin darme tiempo de explicarle nada, fue de nuevo hasta el anaquel y volvió a sacar la carpeta-. ¿Cómo se llama la persona que busca?
– Pere o Pedro Figueras Bahí. Pero no se moleste: lo más probable es que no haya estado nunca en ninguna cárcel.
– Entonces no estará aquí -dijo, pero insistió-: ¿Tiene idea de cuándo pudo ingresar en prisión?