Выбрать главу

– Me gusta -dijo-. ¿Ya tienes título?

– Creo que sí -contesté-. Soldados de Salamina.

Segunda parte . Soldados de Salamina

El 27 de abril de 1939, justo el día en que Pere Figueras y sus ocho compañeros de Cornellá de Terri ingresaron en la prisión de Gerona, Rafael Sánchez Mazas acababa de ser nombrado consejero nacional de Falange Española Tradicionalista y de las JONS y vicepresidente de su junta Política; aún no había transcurrido un mes desde el hundimiento definitivo de la República, y todavía faltaban cuatro para que Sánchez Mazas se convirtiera en ministro sin cartera del primer gobierno de la posguerra. Siempre fue un hombre esquinado, soberbio y despótico, pero no mezquino ni vengativo, y por eso en aquella época la antesala de su despacho oficial hervía de familiares de presos ávidos de lograr su intercesión en favor de antiguos conocidos o amigos a los que el final de la guerra había confinado en las celdas de la derrota. Nada permite pensar que no hizo cuanto pudo por ellos. Gracias a su insistencia, el Caudillo conmutó por la de cadena perpetua la pena de muerte que pesaba sobre el poeta Miguel Hernández, pero no la que un amanecer de noviembre de 1940, ante un pelotón de fusilamiento, acabó con la vida de Julián Zugazagoitia, buen amigo de Sánchez Mazas y ministro de la Gobernación en el gabinete de Negrín. Meses antes de ese asesinato inútil, de regreso de un viaje a Roma en calidad de delegado nacional de Falange Exterior, su secretario, el periodista Carlos Sentís, le puso al día de los asuntos pendientes y le leyó la lista de las personas a las que había concedido audiencia para esa mañana. Bruscamente despierto, Sánchez Mazas se hizo repetir un nombre; luego se levantó, cruzó a grandes zancadas el despacho, abrió la puerta, se plantó en medio de la antesala y, escrutando las caras de susto que la abarrotaban, preguntó:

– ¿Quién de ustedes es Joaquín Figueras?

Paralizado por el terror, un hombre de ojos de huérfano e indumentaria de viajante trató de contestar, pero sólo acertó a quebrar el silencio sólido que siguió a la pregunta con un borborigmo indescifrable, mientras introducía una mano desesperada como una garra en el bolsillo de su chaqueta. De pie frente a él, Sánchez Mazas quiso saber si era pariente de los hermanos Pedro y Joaquín Figueras. «Soy su padre», consiguió articular el hombre, con un tremendo acento catalán y un frenético cabeceo que ni siquiera amainó cuando Sánchez Mazas lo estrujó en un abrazo de alivio. Agotadas las efusiones, los dos hombres conversaron en el despacho durante unos minutos. Joaquín Figueras refirió que su hijo Pere llevaba mes y medio encerrado en la cárcel de Gerona, acusado sin pruebas, como otros jóvenes del pueblo, de haber tomado parte en la quema de la iglesia de Cornellá de Terri durante los primeros días de la guerra y de haber intervenido en el asesinato del secretario del ayuntamiento. Sánchez Mazas no le dejó terminar; salió del despacho por una puerta lateral y regresó al rato.

– Arreglado -proclamó-. Cuando vuelva usted a Cornellá se encontrará a su hijo en casa.

Figueras salió del despacho eufórico, y cuando bajaba las escaleras del edificio oficial notó un dolor lancinante en la mano y advirtió que todavía la llevaba metida en el bolsillo de la chaqueta, estrujando con toda su fuerza una hoja de papel arrancada de una libreta de tapas verdes en la que Sánchez Mazas había dejado constancia de la deuda de gratitud que le unía a sus hijos. Y cuando días después llegó a Cornellá y abrazó sin lágrimas a su hijo recién liberado, Joaquín Figueras supo que no había sido un error emprender aquel viaje de alucinación por un país devastado para ver a un hombre al que no conocía y al que hasta el final de sus días tuvo por uno de los más poderosos de España.

Sólo se equivocaba en parte. Porque, aunque siempre la juzgó un oficio indigno de caballeros, Sánchez Mazas llevaba por entonces más de una década metido en política y todavía tardaría varios años en abandonarla, pero nunca en toda su vida iba a acumular tanto poder real en sus manos como en aquel momento.

Había nacido en Madrid un 18 de febrero de hacía cuarenta y cinco años. Su padre, un médico militar oriundo de Coria, cuyo tío había sido médico de Alfonso XII, murió a los pocos meses, y la madre, María Rosario Mazas y Orbegozo, buscó de inmediato la protección de su familia en Bilbao. Allí, en una casa de cinco plantas situada junto al puente del Arenal, en la calle Henao, halagado por los mimos de un ejército de tíos sin hijos, transcurrieron su infancia y adolescencia. Los Mazas eran un clan familiar de hidalgos de raigambre liberal e inclinaciones literarias, emparentados con Miguel de Unamuno y sólidamente anclados en el cogollo de la buena sociedad bilbaína, en los que Sánchez Mazas se inspiraría para construir algunos personajes de sus novelas y de los que heredó una irreprimible propensión al ocio señorial y una terca vocación literaria. Esta última rozó asimismo a su madre, una mujer ilustrada y sagaz, que volcó toda su energía de viuda prematura en facilitar a su hijo la carrera de escritor que ella no había podido o querido emprender.

Sánchez Mazas no la decepcionó. Es verdad que fue un estudiante mediocre, que vagó con más pena que gloria por diversos internados religiosos de alcurnia hasta recalar en la Universidad Central de Madrid y por fin en el Real Colegio de Estudios Superiores de María Cristina en El Escorial, regentado por agustinos, donde en 1916 se licenció en derecho. No es menos verdad, sin embargo, que muy pronto empezó a dar muestras de un talento literario evidente. A los trece años escribía poemas a la manera de Zorrilla y de Marquina; a los veinte imitaba a Rubén y a Unamuno; a los veintidós era un poeta maduro; a los veintiocho su obra en verso estaba en lo esencial cumplida. Con característico ademán aristocrático, apenas se ocupó de publicarla, y si la conocemos por entero (o casi por entero) se debe en gran parte a los desvelos de su madre, que transcribió sus poemas a mano en unos pequeños cuadernos de hule negro, anotando bajo cada uno de ellos su lugar y fecha de composición. Por lo demás, Sánchez Mazas es un buen poeta; un buen poeta menor, quiero decir, que es casi todo a lo que puede aspirar un buen poeta. Sus versos tienen una sola cuerda, humilde y viejísima, monótona y un poco sentimental, pero Sánchez Mazas la toca con maestría, arrancándole una música limpia, natural y prosaica que sólo canta la melancolía agridulce del tiempo que huye y en su huida arrastra el orden y las seguras jerarquías de un mundo abolido que, precisamente por haber sido abolido, es también un mundo inventado e imposible, que casi siempre equivale al mundo imposible e inventado del Paraíso.

Aunque sólo publicó un libro de poemas en vida, es posible que Sánchez Mazas se sintiera siempre un poeta, y acaso esencialmente lo fue; sus contemporáneos, sin embargo, lo conocieron ante todo como autor de crónicas, de artículos, de novelas y, sobre todo, como político, que es justo lo que nunca se sintió y lo que acaso esencialmente nunca fue. En junio de 1916, un año después de publicar su primera novela, Pequeñas memorias de Tarín, y recién licenciado en derecho, Sánchez Mazas regresó a Bilbao, por entonces una ciudad impetuosa y autosatisfecha, dominada por una boyante burguesía que gozaba de un período de esplendor económico derivado de la neutralidad española en la primera guerra mundial. Esa bonanza halló su más conspicua expresión cultural en la revista Hermes, que aglutinó a un puñado de escritores católicos, d'orsianos y españolistas, devotos de la cultura romana y de los valores de la civilización occidental, a quienes Ramón de Basterra bautizó con el pomposo título de Escuela Romana del Pirineo. Basterra fue uno de los más notorios integrantes de ese grupo de escritores, la mayoría de los cuales pasaría con los años a engrosar las filas del falangismo; otro fue Sánchez Mazas. Se reunían en la tertulia del Lyon d'Or, un café situado en plena Gran Vía de López de Haro, donde Sánchez Mazas brilló como conversador culto, circunspecto y un tanto ampuloso. José María de Areilza, por entonces un niño a quien su padre llevaba a tomar chocolate al Lyon d'Or, lo recuerda como «un joven espigado, delgadísimo, con sus graves lentes de concha, sus ojos ardientes y al mismo tiempo fatigados y una voz que hacía estentórea, de vez en cuando, para acentuar un punto de la discusión». Por esa época Sánchez Mazas ya escribía asiduamente en Abc, en El Sol, en El Pueblo Vasco, y en 1921 Juan de la Cruz, el director de este último, lo envió como corresponsal a la guerra de Marruecos, donde entabló una duradera amistad de copas y largas conversaciones nocturnas, que vadearía el encono de una guerra vivida en bandos contrarios, con otro corresponsal bilbaíno llamado Indalecio Prieto.